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Día de Reyes Magos
Día de Reyes Magos

Cabalgata de recuerdos

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Cabalgata de recuerdos
Andrea Mantegna: “Adoración de los Reyes Magos”. Siglo XV. (FUENTE EXTERNA)

En el repaso a los surcos de la memoria rebrotan aquellos días de ingenuidad infantil y de convencimientos simples en que cada 6 de enero era una gran fiesta, antecedida por jornadas de cuitas, dudas, expectativas crecientes y decrecientes que se saldaban con la llegada de los Reyes Magos. Costumbres y leyendas que han pervivido pese al materialismo y cinismo de las épocas. Melladas, alteradas, quizás; mas no erradicadas del todo porque entronizan en nosotros los primeros fundamentos básicos de la tradición occidental, al menos en la versión latina.

Toma tiempo aprehender las múltiples aristas de una festividad aparentemente infantil, marcada por la aparición milagrosa de regalos cerca de las cunas y camas de aquellos que se han portado bien durante el año precedente. También de los que se portaron mal, porque mensaje subliminal de relieve es el carácter generoso de un arreglo superior que todo lo perdona, incluso irreverenciar la sacralidad inmanente en el respeto irrestricto a los progenitores, punto de partida para la noción de jerarquía propia de todas las sociedades.

La víspera, habíamos escrito las cartas con el listado de juguetes ansiados y la exaltación de nuestra buena conducta a lo largo de los doce meses anteriores, y dejado en lugar visible un poco de yerba para los camellos. Costaba dormirse por el desasosiego embargante. No valía fingir con la sábana como cubierta desde los pies a la cabeza, protegiendo de la tragedia que sobrevendría si se atisbaba a los Reyes Magos en su tarea bienhechora de proporcionar unos juguetes con que matar el tedio de los días por venir. Al final, el sueño siempre gana en las noches de la temprana infancia, aunque la madrugada en aquel enero joven fuese más corta por la ansiedad y el deseo irreprimible de comprobar qué habían dejado aquellas tres figuras míticas, entronques de culturas con raíces comunes en el tiempo y de lo que nunca nos hablaron.

Tiempos eran de credulidad total, cuando la palabra de la madre o el padre bastaba, cuando la casa era más que muros y techos porque vivíamos en familia la experiencia de madurar y de adentrarnos paulatinamente en la realidad de la vida, asidos a manos firmes. Tiempos de contentarse con pocas cosas, de necesidades contadas y miedos tontos. Sin rebasar la edad de los pantalones cortos, era imposible imaginar que el futuro también alberga ingratitudes, traiciones, alevosía, y que en él no cabe magia de rey alguno.

Hay quienes rehúsan crecer, como Peter Pan, con tal de mantener esas ilusiones que una vez signaron etapas irreemplazables de serenidad cuando sus mentes muy jóvenes no habían conocido aún la desdicha, pero tampoco la responsabilidad inherente a las decisiones conscientes.

Agotado el candor de antaño y a raudales la melancolía por los tiempos pasados y los padres perdidos, disfruto a plenitud la temporada de la Epifanía, como se conoce en nuestro calendario este período en que de acuerdo al parecer católico aconteció la presentación de Jesús al mundo. De ahí el término, manifestación, con procedencia del griego. Me cautiva la complejidad de nuestras costumbres, de cómo importamos a nuestra cotidianidad esa mezcla de prácticas y creencias propias del Oriente y que han metamorfoseado en pilares de fe religiosa.

En la explicación interesada de la religión, Gaspar, Melchor y Baltasar simbolizan el reconocimiento del carácter divino del recién nacido a quien adoran y llevan regalos. Otra lectura, sin embargo, nos conduce a la riqueza cultural implícita en las razas de esos reyes –negro uno de ellos–, los productos que llevaban como presentes y a su capacidad como magos, rasgo eminentemente pagano. En el oro, incienso y mirra se refleja el mercado en la antigüedad; y en las estrellas que presuntamente siguieron, la relevancia que en las creencias y religiones de la época tenían los astros, sobre todo en Persia. Regalar tiene impronta clara en la civilización grecorromana, como parte de un ritual para alejar los malos espíritus y recibir a los huéspedes.

Nos importaban los juguetes, no, por supuesto, el reconocimiento de inconveniencias culturales que marcan incongruencias en las enseñanzas religiosas y las limitaciones implícitas. Había y hay, eso sí, un baremo social inescapable en el Día de Reyes. Éramos mis hermanos y yo unos privilegiados; siempre nuestros presentes resonaban en calidad y número. En los prolegómenos de una conciencia social había la duda de por qué los magos de Oriente me dejaban una bici; y al niño pobre del villorrio, apenas una baratija. O por qué los relucientes rizos rubios de las muñecas de mis hermanas contrastaban tanto con las recibidas por otras niñas. Acallaba la intranquilidad con el argumento interno de que mis notas escolares eran siempre buenas y nunca me llamaban para la reconvención correspondiente a la oficina del director de la escuela primaria. Otra historia regía en el entorno familiar, y más de una vez contemplé mi bicicleta colgada en el cielorraso del comercio de mi padre, en castigo a la temeridad infantil.

Experimenté un motín de la razón cuando caí en cuenta de la inexistencia de las majestades orientales. Descubrí en la caja en que vinieron los regalos, colocada al descuido en un rincón del patio hogareño, el etiquetado de una conocida tienda de la región: delación incontestable. No muy lejos, amontonados, los haces de yerba que no tuvieron como comensales a los fabulosos camellos en que se transportaban los reyes de la leyenda, ahora reemplazados por caballos en las cabalgatas que aún se organizan el 6 de enero. Alcanzadas la adultez y la paternidad, se ingresa en el conflicto de cuándo introducir a los hijos en la verdad del Día de Reyes.

Las culturas no son estáticas, nos vienen sin freno otras influencias transformadoras. Papá Noel o “Santicló” han aparecido en el calendario festivo para perjuicio de los Santos Reyes Magos. La nueva metamorfosis cultural avanza lentamente. En las memorias de Ernesto Sábato Antes del fin, y donde exalta a nuestro Pedro Henríquez Ureña, su maestro en la escuela pueblerina, para luego equivocarse y decir que era puertorriqueño, hay una sentida queja por esa mutación que experimenta la fecha, inscrita con otros colores en la memoria de aquellos a quienes la biología nos ha hecho viejos:

“Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo, venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo”.

También la vida tiene mucho de sueño, y con el despertar desaparecen ritos y se extinguen ilusiones. Conlleva el decurrir aprestos diferentes, a veces con cargas emocionales que drenan y dejan vacíos tan profundos como la desolación de aquellos niños a quienes los tres magos siempre han excluido de sus recorridos, tan lejanos y largos como lo son ahora nuestros recuerdos de los seis de enero.

adecarod@aol.com

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