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¡Cógelo con filosofía!

Charlábamos entre los tres sobre temas de esos que ahora llaman puntuales, aprovechando la generosa oferta de Daniel, experto catador, de disfrutar un Heras Cordón, el vino que sirven en el Vaticano desde Juan Pablo II y que Francisco ha renovado en su gobierno pontificio. En eso estábamos cuando Leonardo comenzó a referirnos los dilemas que confrontaba, por partida doble, en sus negocios y en su vida familiar. Lo último estaba afectando lo primero, y entre el ir y venir de los días sus relaciones matrimoniales de casi treinta años parecían irse por el despeñadero, al tiempo que los negocios –que llevaban muy bien él y su mujer- comenzaban a hacer aguas.

Cuando ya la narrativa de sus pesares concluía y yo me quedaba casi sin palabras por la noticia, Daniel sólo pareció encontrar un consejo para Leonardo: “Cógelo con filosofía”. La frase no me era desconocida, pero me pareció aérea, por decir algo, como orientación a Leonardo en la búsqueda de una salida a sus dilemas de familia y dinero. La filosofía no me encajaba en esta disyuntiva, porque cuál de las filosofías –pensé rápidamente- sería la que diera luz al amigo para salir airoso de sus problemas. Cuando terminó el convite, Daniel y yo vimos partir al amigo de tantos años contristado, y aunque elogió el caldo riojano, tuve dudas de si Leonardo iba a tomar su nuevo rumbo con filosofía.

Lo cierto es que me fui esa noche a casa pensando a cuál filosofía se refería Daniel. Hay tantas. En sentido general, la filosofía nació porque el hombre tiende por naturaleza a cuestionarse el sentido de las cosas, a buscar la razón de su existencia. Por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar... escribió Aristóteles. Sabemos desde la secundaria que filosofía viene del griego que significa amor por el saber. Y que Sócrates sostenía que ese saber debía guiarnos hacia la verdadera naturaleza de la existencia. Pero, desde los tres titanes, agregando a Platón, han sido muchas las fórmulas filosóficas que se han concebido para entender el mundo y a los filamentos que conforman la vida de los hombres. ¿Cuál filosofía aplicamos para guiar nuestro pensamiento y, en consecuencia, nuestra realidad? ¿Cómo deberíamos vivir?, que es una constante aristotélica.

Decidí irme de ronda con los filósofos, en búsqueda, como ellos, del saber y sus nudos. Me fui a Pirrón y los escépticos. No te fíes de nada y no sufrirás ningún desengaño. Pirrón se preguntaba qué actitud debíamos tener ante las cosas y él se contestaba: como no sabemos la dimensión de la realidad y sus posibilidades, nunca conocemos la naturaleza última de esa realidad, y puesto que no podemos estar seguros de nada, deberíamos suspender todo juicio y vivir nuestras vidas libremente. Salté a Epicuro que creía a pie juntillas que la filosofía debía tener un sentido práctico y que, por tanto, estaba destinada a cambiarte la vida. Contrario a lo que muchos creen, el epicúreo le gusta el vino generoso, la buena mesa y el placer sensual. No era, he sido, no soy, no me importa. Así resumía Epicuro toda su filosofía.

Sigo mi camino. Tomárselo con filosofía –me advierte Epícteto- significa aceptar lo que no puedes cambiar. Los estoicos tienen sus propias percepciones y muletas. Y aunque pregonaban que había que apartarse de la realidad y hundir la cabeza como el avestruz, también parecían contradecirse, como Séneca que era parte del grupo, que admitía que la vida era para aprovecharla al máximo. Entonces, continué. Abordé a Agustín y su libre albedrío; a Boecio que consideraba la filosofía casi como un libro de autoayuda, o sea la filosofía para consolar, para aquietar los ánimos. Pase lo que pase, consigas lo que consigas, no te lo llevarás con la muerte. Maquiavelo. El florentino era un fanático de la buena suerte, creía que una parte de lo que nos sucede se debe a nuestras decisiones y otra parte al azar. Pero, desconfiaba de los hombres, de su ruindad, de sus ambiciones, y por eso mal aconsejaba a los líderes políticos, administrativos, judiciales, para que fueran eficaces actuando con la fuerza bruta. A veces es bueno decir mentiras, romper promesas y torcer cuellos. Maquiavelo no parece buena fórmula para Leonardo.

Avanzo en mis investigaciones. Thomas Hobbes. Otro que detestaba al ser humano. Aunque parezca extraño hay gente que odia a sus congéneres. Todos somos egoístas. Todos buscamos beneficios materiales. Todos buscamos la dominación frente al otro. Todos no cumplimos las leyes. Todos... Hobbes no tenía en su filosofía un espacio para el alma. No quiero dejar fuera las coordenadas cartesianas. Descartes era incómodo de tratar porque hacía muchas preguntas que la gente no podía contestar. Gozaba un mundo en esa tarea y se reía de los tontos que eran los demás. Y lo eran. Dudar, dudar siempre. Ese es el método. Cogito ergo sum. Sé que existo porque pienso y si pienso la mente tiene mayor poder que el cuerpo. Si Leonardo entra en esta filosofía se mete en un berenjenal y si pasa a Pascal, que era un pesimista de clase, le irá peor. Somos aburridos, desesperados, desventurados, la filosofía no es importante y lo único que mueve al mundo es la jarana sexual. Mejor me voy a Spinoza que no creía en el azar y que entendía que todo en la vida tiene un propósito, que todas las cosas forman parte de un sistema y que lo mejor era aprender a pensar para comprender el mundo. El racionalismo como fuente del saber.

Consulté a John Locke, cuya filosofía influenció tanto a los padres fundadores de Estados Unidos (“Somos la conciencia de nosotros mismos”). A George Berkeley, el irlandés que entendía que todo lo que dejaba de ser observado y vivido, dejaba de existir (“No existe ninguna realidad más allá de las ideas que tenemos”). A Voltaire, un filósofo de ensueño, que creía que bastaba mirar al cielo para comprobar la existencia de la divinidad. A Rousseau, que creía que el ser humano es bueno y que es la civilización la que lo corrompe. Al profundo Kant, al chismoso Hegel, al artístico Schopenhauer. A John Stuart Mill, que creía en una clase intelectual. Y me detuve en la fe ciega de Kierkegaard, que solo escribía en las tardes, de pie y rodeado de velas. Y en Marx. Oh, en Carlos Marx y en su amigo Friedrich Engels que no me dieron respuestas a la propuesta de Daniel ni a las preocupaciones de Leonardo. Y salté a Nietzche, y percibí que con Freud podía empeorar la cosa. Sartre, Camus son una controversia latente entre el ser y la nada, una pasión inútil entre la rebeldía y la náusea. Además, no voy a creer en nadie que haya construido sus ideas bajo los efectos de las anfetaminas. Mejor, Wittgenstein que pedía a sus estudiantes que no confiaran en la filosofía, que no cedieran ante su embrujo. Y al fin me convencí que hay tantas filosofías como criterios para examinar la vida y darle sentido y forma y alimento a la existencia.

Daniel me llamó al día siguiente de nuestro encuentro para comentar la situación de Leonardo. “Me gustó tu propuesta”, le dije. “¿Cuál”? “La de que lo coja con filosofía”. Se rió a mandíbula en batidora. “Fue lo único que se me ocurrió”, me respondió aún riéndose. Daniel no lo dijo mal. Leonardo debe tomar sus dilemas familiares y empresariales con filosofía, buscando el saber como método para resolverlos. Sólo que debe tener presente por cuál filosofía se decide.

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