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De libros, librerías y lectores (I de II)

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De libros, librerías y lectores (I de II)

Unos buenos años atrás, discutíamos entre escritores amigos cuál era la población lectorial en nuestro país. El consenso en ese pequeño grupo situaba la cantidad en no más de setecientos lectores reales. La duda, sin embargo, continuaba punzándome. En algún momento, determinados escritores, muy contados, habían alcanzado cotas magníficas de ventas para nuestro territorio. En su totalidad, eran autores de temas puntuales como se dice ahora, de temas resonantes en torno a sucesos históricos o políticos. El malditismo trujillista y sus secuelas era, y es, uno de esas puntuales citas de lectoría.

Tenía la presunción de que, en esos casos específicos, muchos adquirían los libros por puro snob. Y nada de leerlos. En nuestro país, tal vez como en cualquier otro, una franja importante de la gente entra a la moda del momento, aunque esa moda tenga cubierta, lomo y letras. Tenía mis dudas patentizadas. Yo andaba entonces en el oficio del que me ocupé por veinte años, saltando de un medio a otro para sobrevivir en el intento, de ofrecer mis modestas impresiones sobre los libros que leía. Y hasta ranking bibliográfico presentaba al inicio de cada año, con la colaboración de los libreros, para informar cuáles habían sido los libros y autores más vendidos. Y eran fieles esos rankings. Con una salvedad que nunca anotamos: en algunos casos los libros más vendidos no pasaban de trescientos o cuatrocientos ejemplares entre los locales, y de treinta o cincuenta los extranjeros. Excepciones hubo, pero esas eran las reglas.

A los consensos entre amigos, a las estadísticas al socaire y a las dudas, decidimos ponerles números concretos. Y con los auspicios de la Fundación Global Democracia y Desarrollo se produjo la primera, y única hasta ahora, Encuesta sobre hábitos de lectura en República Dominicana, realizada hace justo diez años, en 2003, bajo la coordinación técnica de Eurípides Roques y la participación de un equipo de seguimiento del trabajo de campo que coordinábamos. Tres años después, desde la entonces Secretaría de Estado de Cultura, hicimos una nueva encuesta y los resultados fueron similares. Nada había cambiado y decidimos no ofrecer los numeritos, de modo que aquella encuesta primera sigue siendo la referencia obligada a la hora de analizar el debatido tema de la lectoría de libros, que viene y va cada cierto tiempo buscando fórmulas y culpables, sin remedio.

Conviene recordar lo que esa encuesta reveló hace diez años, antes de poder elaborar un juicio que permita atisbar una solución a este viejo dilema. Del universo que fue entrevistado para la encuesta, solo un 15% lee libros casi todos los días. Un 29% lee libros alguna vez a la semana. Esto quiere decir que un 44% pasó a formar parte de lo que los técnicos decidieron denominar "lectores frecuentes", que se contraponían, si vale el término, a los llamados "lectores ocasionales" que leen libros una vez al mes o en un trimestre y que entraban en las estadísticas con un 34%. Los que nunca leen, o sea los "no-lectores" eran un 37%.

En principio, el panorama no resultaba tan desalentador como creíamos. No parecía mal ese 15% de lectores fijos con los que podía seguirse moviendo la coctelera de las ediciones a granel, ni el 29% que leía una vez por semana, con los cuales podía trabajarse un plan de mercadeo y promoción que los alentara a aumentar sus horas de lectoría. Empero, quedaban otros numeritos por conocer que permitían ampliar los recelos sobre los porcentajes que mostraba la encuesta. De pronto supimos que el promedio de lectura semanal era apenas de 1.4 horas, que un 75% de la población dedicaba menos de una hora semanal a la lectura y de que apenas el 6% promediaba una hora diaria de lectura (¿Los setecientos que, entre amigos lectores, avizorábamos como colegas de oficio?).

Entonces nos enteramos -la encuesta no dejaba resquicio para la duda- que los "lectores frecuentes" dedicaban tres veces más tiempo a la lectura que el promedio general de lectores, de modo que esta clase leía por todo el resto. Los "lectores ocasionales" y los "no-lectores", que sumaban un 71%, tenían un promedio de tiempo de lectura totalmente ínfimo. Y a estos datos se sumaban estos otros, sumamente inquietantes: la razón principal para adquirir libros tenía que ver con las necesidades de estudio, de trabajo o de consulta; el entretenimiento representaba el 35% de las motivaciones de compra de libros. Pero, cuando se segmentaba la población, observamos que en la clase A/B, el 71% de los lectores compraba libros para entretenimiento y solo un 19% por necesidades de estudio, al contrario de lo que sucede en la clase D: el entretenimiento es la razón de compra de apenas el 22% contra el 74% de estudio/trabajo.

Y seguían llegando los numeritos aterradores. Sólo un 6.2% de los lectores compraban y leían a autores dominicanos, y cuando se internaba más adentro en el entramado, ninguna obra de escritor criollo alcanzaba una cifra significativa, solo una, Over de Marrero Aristy, llegaba a tener un 1.4% de lectoría. La desilusión aumentó cuando la encuesta arrojó -como sinónimo de disparo, de despeñamiento- que el promedio compraba un libro cada seis meses, que la tercera parte de los respondientes tenía más de un año que no compraba un libro y que aun los llamados "lectores frecuentes", aquel 15% que pareció al principio tan alentador, apenas compraba un libro cada 5.7 meses, o sea en términos redondos poquito más que cinco meses y medio.

Había que determinar, desde luego, cuál era el promedio de tiempo libre de que podía disponer cada ciudadano encuestado, para saber si le sobraban momentos durante cada día para la lectura. Resultó que los dominicanos tenían un promedio diario de siete horas de tiempo libre, divididos del siguiente modo: de lunes a viernes, 6.2 horas; los sábados, 8.4 horas, y los domingos, 9.6 horas. Pero, ¿en qué ocupan ese tiempo libre? Anoten: el 57% en ver televisión, el 28% en actividades recreativas, y un 25% atestiguaba que lo dedicaba a la lectura, muy cercano al 24% que se dedicaba a las acciones deportivas y al 23% que escuchaba música o la radio. Aunque se registraron otras actividades, anotemos solo estas ahora, no sin dejar de mencionar el 8% que apareció hace diez años en esta encuesta que dedicaba su tiempo libre al internet. Obviamente, al pasar esta década se habrá acrecentado esta cifra, toda vez que para entonces estábamos viviendo aún la era del beeper, el correo electrónico comenzaba a llegar tímidamente, y no habían arribado los jubilosos bibi, androide y demás yerbas cibernéticas con sus cargas de washap, twitter y facebook. ¡Imagínese usted cómo anda hoy la cosa, caballero!

Debo anotar que cuando se cuantifica el tiempo dedicado a cada actividad, la lectura pasaba tranquilamente al quinto lugar, empatado con los quehaceres domésticos y hombro con hombro con el renglón descanso/dormir.

Pero, recordemos otros numeritos para que podamos formarnos una idea cabal de por dónde anda la cosa. El total de lectores, o sea de aquellos que decían que leían libros aunque fuese uno cada seis meses, la mayoría (33%) dijo leer novelas, seguidos por autoayuda (15%), libros de texto (12%), religión-filosofía y metafísica (11%) y a la historia y la biografía se dedicaba un 7%. Entre los datos nada sorprendentes tal vez que arrojaba la encuesta estaba un noveno lugar para la poesía, con apenas un 2% (lo siento, poetas), y la llamada novela rosa que otrora fuese pan de generaciones estaba en la lista sólida de los que alcanzaban un miserable 1%. Los tiempos de Corín Tellado definitivamente habían pasado.

Desde luego, no nos hagamos ilusiones que cuando se les preguntaba por los libros leídos recientemente, el resultado erizaba: la mayoría dijo que Lengua Española, y después que La Biblia (el aumento de las sectas ponía a muchos a llevar la santa palabra debajo del brazo), Ciencias sociales (como en el primer caso, los libros de texto, léase los libros obligados llevaban la delantera) y más adelante los libros de Cuauhtémoc Sánchez, ¿Quién se ha llevado mi queso? (que estaba de moda y los educadores lo ponían de tarea en los colegios), y como dije antes, los dominicanos ausentes salvo Marrero con un Over que también era -desde mis tiempos de bachillerato- lectura de estudiantes. Anotemos, no sin dolor, que en la clase A/B los "lectores frecuentes" anotaron como libros de reciente lectura títulos como estos: Caramelos de menta, Cómo ayudar a los niños a sobrellevar el duelo, Cómo generar ideas, y por ahí siguió Vicente su ruta con la gente.

Aquella encuesta que cumple por estos días diez años de realizada, aportó las únicas estadísticas que tenemos sobre el nivel de lectura de los dominicanos. A partir de esta realidad, que no sabemos cuánto ha sido incrementada o superada, es que debemos realizar las evaluaciones que correspondan sobre la crisis de lectores en nuestro país y los planes que han de originarse para crear una sociedad de lectores que, en mi pensar y experiencia, necesitará de un esfuerzo concentrado de no menos de veinte años. Pero, dejo esta tarea para una segunda entrega.

www. jrlantigua.com