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De medicina literaria y otras prendas

Hace varios años visité en la clínica a un amigo que había sufrido un infarto a causa de una dolorosa situación personal y familiar. Lo encontré leyendo el Fouché de Stefan Zweig, cuyo ejemplar me mostró con una sonrisa aunque sin poder hablar porque se lo habían prohibido los médicos. Tuve intenciones de arrancarle ese libro de las manos y sugerirle otra lectura, pero no me sentí en capacidad de hacerlo. Hubiese deseado pedirle que leyera, tal vez, Aura de Carlos Fuentes, o El oro y la paz de Juan Bosch. Podían haber sido más medicinales para su espíritu de hombre activo y siempre alegre, afectado sin dudas por esa dolencia súbita. Fouché era, sin equivocarme, una lectura de infarto. Días después, sin haber avizorado el momento, yo estaba leyendo el panegírico de mi amigo en su funeral.

Meses atrás fui a visitar a otro gran amigo, aquejado de soledad y silencio. Una crisis nerviosa asociada a un accidente cerebro vascular lo había convertido en otra persona, distante del hombre dicharachero, ocurrente y locuaz desde su mocedad. Siempre fue un buen lector, de modo que lo encontré leyendo un libro demasiado denso y de contenido arrollador como Vida y destino de Vasili Grossman. Su esposa me dice que soy uno de los pocos con los que conversa. Tuve el valor de decirle que abandonara esa historia. Me dijo, ante una pregunta mía, que a pesar de que, al final, leía una novela de amor, le pesaba mucho la carga de horror que contenía en sus páginas. Le dije que volvería al día siguiente con otras lecturas. Entonces, puse en sus manos El viaje del elefante de José Saramago y París era una fiesta de Ernest Hemingway, libros que me dijo había desechado antes. Mi amigo, aunque sigue hablando poco, ha mejorado mucho su condición y tiene ahora el semblante que recuerda sus mejores años de jovialidad incansable. Le sigo llevando libros que alimenten su espíritu y frenen emociones fuertes. Aprendí que era la única manera que tenía de contribuir a darle un poco de calidad a su ya menguada existencia.

No invento. Son historias reales. Los libros pueden curar enfermedades o, por lo menos, aliviar la carga siempre intranquila de las dolencias. De las ocasionales y de las graves. Las escritoras inglesas Ella Berthoud y Susan Elderkin han demostrado que la biblioterapia es una realidad incuestionable y que la lectura posee un poder curativo que, aunque no sea contemplada de este modo por la ciencia, merece ser conocida y puesta en práctica. Las muy leídas biblioterapeutas, con consultorio formal y buena clientela en todo el mundo (atienden a sus pacientes por internet), tienen una frase de D.H. Lawrence como estandarte: “Uno se libera de sus enfermedades vertiéndolas en los libros; vuelve a presentar y a experimentar sus sentimientos para así dominarlos”.

Para los que desean abstenerse del alcohol, leer la novela Adiós, muñeca, de Raymond Chandler, o Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Para los deprimidos que perciben como absurda la existencia, se recomienda La vida: instrucciones de uso, de Georges Perec. Que sientes aburrimiento, búscate una novela maravillosa, La habitación, de Emma Donoghue. Ahora que anda creando ronchas el acoso verbal y físico, si usted es una de las víctimas, en sus momentos de malos recuerdos, lea Ojo de gato, de Margaret Atwood, o Tomás Brown en la escuela, de Thomas Hughes. Un adolescente, 14 o 15 años, me preguntaba hace unos días, mientras participaba como invitado a un conversatorio sobre lectura en un colegio bilingüe, que cuáles libros debía leer en esta etapa de su vida. Me recordé de las sugerencias de las escritoras inglesas para los jovencitos que en esa etapa comienzan a notar cambios en sus cuerpos, en la voz, en su libido. Pensé en una que marcó mi vida, El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger. Pero, también, Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote; El hospital de ranas de Lorrie Moore; El color púrpura, de Alice Walker; y una que se ha leído mucho en tiempos recientes, La ladrona de libros de Markus Zusak. Y pensé en Palomos, la novela de un dominicano, Pedro Antonio Valdez.

¿Qué has sufrido la siempre tentadora oferta del adulterio? Búscate Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Anna Karenina, de León Tolstói; o El violín de la adúltera, de Andrés L. Mateo. ¿Tienes alergia al polen? –como es mi caso- léete Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, y sabrás por qué el capitán Nemo y su submarino Nautilus pueden ayudarte a encontrar una fórmula de escapatoria a este molestoso achaque. ¿Qué quieres vender tu alma? Andan por ahí ahora mejores postores que Luzbel. Tu lectura sanadora será –eso espero- el Doctor Fausto, de Thomas Mann. ¿Sufres de angustia existencial? Procura leer Siddhartha, de Herman Hesse. Y si padeces de anhelo como si perdieses la vida en esa molestosa incertidumbre, quisiera decirte que podrías encontrar consuelo en Seda de Alessandro Baricco. Si la ansiedad te corroe, aprovecha la noche y sumérgete en la lectura de El retrato de una dama de Henry James. Y si percibes –es un decir, porque se siente y sufre- que has perdido el apetito sexual, consuélate leyendo Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa.

Para los que andan en aprietos, que creen que el mundo se le viene encima por cualquier caballá, te sugiero la lectura de Vida de Pi de Yann Martell. Si te han diagnosticado cáncer, con el embrollo que significa la quimioterapia y la inmovilidad que te genera el malestar consecuente, busca obras breves y, de alguna manera, divertidas. No te abrumes con novelas o ensayos tediosos. Sugerencias: Desayuno con diamantes, de Truman Capote; Una vida imaginaria, de David Malouf; Sueños de trenes,de Denis Johnson; Flush: una biografía, de Virginia Woolf; Bienvenida y la noche, de Manuel Rueda y las Novelas cortas de Marcio Veloz Maggiolo. Si estás acatarrado y has tenido que quedarte en casa, te propongo Memorias de una geisha, de Arthur Golden; La edad de la inocencia, de Edith Wharton; y, El olvidado arte de guardar secretos, de Eva Rice. Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, es un clásico para cobardes, para que no andes escabulléndote de las adversidades. Y si tienes miedo a comprometerte en cualquier acción, cómprate Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. ¿Cargas un sentimiento de culpa? Busca ayuda en Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski. Si eres depresivo, Milan Kundera te oferta La insoportable levedad del ser. Si estás desempleado, no dejes de leer a Haruki Murakami en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Si quieres evadirte, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Si estás enfadado, El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Si has perdido la esperanza, De ratones y hombres, de John Steinbeck. Y si te acompleja tu baja estatura (José Altuve no le para a eso), te espera El tambor de hojalata, de Gunter Grass. Y termino con las siguientes, que las dolencias son infinitas: si le tienes miedo a la muerte Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; si sufres de flatulencias, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole; si te empeñas es ir detrás de una mujer casada, cúrate con El paciente inglés, de Michael Ondaatje; y si encuentras que tus días de vida se acortan a causa de la edad y deseas aprovechar el tiempo que te queda, vivirás una nueva vida asomándote a la lectura del súper ventas de Jonas Jonasson, El abuelo que saltó por la ventana y se largó.

Hoy en día se ha regresado a la cura de males con remedios naturales. La miel, el ajo, el limón, el apazote, libertad (que es como se conoce en el campo la planta de moringa), la salvia, la sábila, yerba buena, orégano poleo, son parte de nuestra medicina folklórica, que fue pregón didáctico del doctor Rafael Cantisano, fallecido recientemente. Y ahora se añaden el vinagre de manzana, el aceite de oliva, el té verde y la estevia. Xiomarita Pérez tiene todo un dietario de lo que se logra con los baños de hojas, las tisanas, el coco, la escobita dulce, la barba de maíz y el maguey. Pero, aprendamos lo novedoso: el poder curativo de la lectura puede sanar o, por lo menos, apaciguar el mal de amores, las anginas, el insomnio, la resaca, las pesadillas, el estrés, la menopausia, la claustrofobia y hasta el síndrome de abstinencia. Haga la prueba.

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