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Debajo de la piel de elefante

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Debajo de la piel de elefante

Me he llegado a creer que el Olimpo de la vida pública requiere de hombres y mujeres especiales, inmunes a esas sensaciones inquietantes que a nosotros, meros mortales, ponen la piel de gallina, arrastran lágrimas a los ojos y definitivamente nos condenan al territorio de los débiles. A esa constelación sin fulgores corresponden los enamoramientos con vendas, la adhesión a la carne bíblica y cuantas venturas y desventuras se asocian con el amor romántico, con esas quisquillas en el alma que devienen miel, tristeza infinita o turbación sin que intervenga la razón.

Vi a una Hillary Clinton impasible soportar las embestidas verbales de un Donald Trump desaforado en uno, dos y tres debates, perdón, batallas campales de las que dejan heridas invisibles de por vida. Luego del varapalo electoral que a cualquiera sienta per saecula saeculorum en el sillón del siquiatra, lucía radiante mientras pedía una oportunidad para su verdugo y agradecía a quienes la acompañaron en la aventura política, llorosos estos, plañidera la multitud demócrata en el infierno de la derrota.

Otra es la historia, y esta viene en 1018 cartas que escribió François Mitterrand a su amante secreta de toda una vida, Anne Pingeot, en el lapso de 1962 a 1995, la última poco antes de que un cáncer de próstata lo arrancara del mundo en que dejó una imagen de autoridad, de seguridad, prototipo del político típico con piel de elefante. Rostro adusto, indispuesto a la sonrisa. Distante años luz de lo que he llamado a propósito territorio de los débiles. Pues no, Mitterrand era uno más de sus habitantes. En la joya de 1272 páginas publicada por Gallimard hace apenas unas semanas, se revela como un enamorado profundo de la vida y sus placeres; y con ese inconmensurable, de la adolescente que le robó el alma. Me he hecho de un ejemplar en un viaje furtivo a París y me ha deshecho los caminos trillados del político todoterreno.

Con la sencillez de la geografía de los inabarcables llanos venezolanos, Simón Díaz lo describió: “Cuando el amor llega así de esta manera, uno no tiene la culpa, quererse no tiene horario, ni fecha en el calendario, cuando las ganas se juntan...” El carutal reverdeció y el caballo viejo se desbocó cuando en aquel verano de 1960 le dieron sabana en la playa de Hossegor. El político francés quedó prendado de Anne, de 19 años y a la que aventajaba con 27. Llevaba tres lustros casado con Danielle, dos hijos procreados.

El mundo se enteró del universo de amor secreto del expresidente durante los funerales de Estado el 11 de enero de 1996, con dos viudas frente a los restos de una de las grandes figuras de la historia republicana de Francia. Y cerca, la joven Mazarine, prueba física de 30 años en que, en connivencia con unos medios de comunicación complacientes, Mitterrand amó intensamente a Anne, la protagonista de un epistolario conmovedor, el cual, ella, veinte años después, ha compartido y al que solo ha agregado una breve cita de los Ensayos de Montaigne, y traduzco: “A quien me preguntase lo primero en el amor, le respondería que saber aprovechar el tiempo; lo segundo, lo mismo y también lo tercero: es algo que lo puede todo”. Si se va al capítulo V, libro tercero de los Ensayos, se descubrirá en el contexto de la cita una sólida explicación, aunque indirecta, de las circunstancias que encadenaron a Anne Pingeot durante tantos años a la sombra de alguien a quien correspondió sin exigencias, se entregó sin pedir nada a cambio, pero de quien recibió una atención sorprendente y en quien despertó sentimientos también sorprendentes en un hombre de Estado.

El mismo secreto de esos 30 años de la invisible historiadora de arte y conservadora del exquisito Musée d’Orsay y su colección invaluable de cuadros impresionistas rodeó la publicación de Lettres à Anne, con la reconocida estampa de los grandes libros de la literatura francesa de Éditions Gallimard. Las cartas, escritas cuidadosamente y de un lirismo intenso, nos aproximan a la ternura de un amor persistente, a prueba de la veleidad que se atribuyó siempre a Mitterrand en vida, el ateo que a las puertas de la muerte indagaba apresurado si había un más allá.

Alimento para el espíritu, las cartas desvelan una humanidad insospechada. El 30 de septiembre de 1965, Mitterrand escribía: “Tú eras, esa noche, la belleza. Tu cuerpo era la felicidad de una vida fulgurante. Tus labios, mi miel. Te tomé como se muere a pleno sol...la sombra jugaba entre nosotros, como si desapareciésemos. Dulzura exaltada de mi Ana. Mi sangre corría en mí más pura. Tú eras el amor. Mi amor”.

Apenas un día antes imploraba en otra misiva: “Escríbeme más a menudo cartas como las últimas, que me han hecho tan feliz, que marcan nuestra unión profunda pese a la separación, que me hacen vivir contigo, me pasean contigo...Mi centro, mi vida, mi unidad, es Ana, mi mujer amada, mi sangre, mi placer, mi alegría, mi esperanza, mi paz. Acuérdate de mí. No está bien que cada uno esté por su lado. ¿Dónde está la ternura, esa mano sobre mi frente? ¿Dónde están los labios que me parten el cuerpo, dónde tu cuerpo que me arrebata mi propia sangre, dónde la violencia compartida, dónde la languidez del abandono que rechaza la alegría, dónde el fuego que nos quema? Querida, mi querida, te necesito”.

Despuntaba enero del mismo año, y Mitterrand enamorado confiaba al papel: “No debe terminar el día, mi Ana querida, sin que te diga, sin que te escriba que te amo, que estoy feliz, que vivo por ti más allá de mí mismo, que alcanzo contigo una región del alma donde los acontecimientos más simples tienen una resonancia increíble. Como nuestra comida en el Sainlouis, nuestro encuentro en el puente de las Artes, tus labios unidos a los míos en una pureza maravillosa del corazón, también en cada gesto, cada palabra, en cada silencio de hoy...Lo que me aportas me transfigura. Una calma inmensa gobierna mi vida. Verte es la felicidad, esperarte es la felicidad. Y la felicidad misma es innecesaria”.

En medio de los afanes presidenciales, Mitterrand sacaba tiempo para escribir a la Ana amada.

Danielle se enteró del romance que sostenía el marido pero rechazó el divorcio. Se vengó acostándose con un profesor de deportes. Mitterrand se enteró pero le importaban más las elecciones presidenciales de 1981 que separarse de la mujer despechada. La rutina de las dos parejas se convirtió en un ménage à quatre. Todo en familia.

La vida se le escapaba, minada por el cáncer que por largo tiempo también ocultó, como revelara posteriormente su médico de cabecera en un libro escandaloso. Mayo de 1992, París, y Anne recibía una carta solícita, recordando que ese día, 13, era su cumpleaños. “No podía dejar pasar este 13 de mayo sin desearte el feliz cumpleaños que llevo en mi corazón, y, tampoco, quisiera que te sientas, sobre todo en este día, sola. Por el contrario, pienso en ti sin cesar. Lo que me lleva a decirte, a riesgo de ser monótono, que te amo como te he amado desde el primer día, con algo mejor, la fuerza y la riqueza del tiempo que me has dado”.

La última de las cartas arrastra carga de adiós: “Amo tu nombre, tu rostro, tu cuerpo, tu corazón, tu voz, tus actos, y también a tu hija, que también es la mía. Estaremos pues el uno cerca del otro esta tarde, esta noche. No necesitaré decirte otra cosa. Tú y yo juntos. El sueño nos transportará al secreto de las cosas simples. Hay una que debes saber, mi Anne de Chênehutte, y es que te amo”.

adecarod@aol.com

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