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Derek Walcott

Derek Walcott nació poeta. Y nació antillano. Se desplazó por el Caribe buscando las lunas y los vientos de los siglos que unían a los de su terruño con las demás islas de la antillanía francesa, inglesa, holandesa, hispana. En aquella aldea que debió ser Santa Lucía en los años treinta, forjó su carácter multicultural y su recia personalidad distribuida en afanes formativos por distintas geografías.

Se fue a Jamaica y a Trinidad a estudiar, arribó a Inglaterra y más tarde a Boston para enseñar, y siempre regresaba a sus orígenes de donde nunca se fue del todo. Se dice que caminaba a pie días enteros para conocer la geografía de su isla volcánica de apenas 616 kilómetros cuadrados y –a la fecha- con tan solo 174 mil habitantes. Allí, en su amada Castries, capital de su isla, esperó en los últimos años que la parca irrumpiera en sus predios, donde dijo adiós el pasado viernes 17.

En Puerto España, la capital de Trinidad, publicó su primer libro -25 poemas- cuando apenas tenía 18 años de edad. Hoy se conocen poemas sueltos que escribiera antes de esa edad y de ese libro. Decía que nació poeta. Creo que se hizo poeta porque vio la luz de la vida con un poema a cuestas. Su madre le enseñó desde niño a leer a los poetas clásicos ingleses y griegos, y le exigía analizar cada poema y a rehacerlos con sus propias formas. Con tal inusual formación, solo un desheredado de los Cielos podía dejar de ser poeta. De hecho, durante largo tiempo Walcott afirmaba con rotunda certeza que a él Dios le hablaba con frecuencia y que el resultado de esa plática se expresaba a través de su poesía y de su pintura. Había nacido en una isla donde el lema de su escudo es The Land, The People, The Light (La tierra, la gente, la luz). La poesía andaba en sus genes desde el vientre materno.

Dicen los estudiosos de toda su obra, que las preocupaciones y los intereses que mostrara en sus poemas juveniles –la naturaleza, los avatares de su tierra y de sus pobladores, el mar, las islas, la unidad de lo real con lo lírico- continuaron siendo los mismos en toda su trayectoria literaria de más de seis décadas. Pero, no fue solo la poesía la que se albergó en su voz interior para exhibir sus obsesiones. Walcott escribió más teatro que poesía. Incluso, creó escuela como dramaturgo, tanto que provocó que un grupo adversario mostrara una propuesta diferente. Uno piensa como en un territorio isleño tan pequeño, con tan pocos habitantes, se produjese todo un movimiento artístico –años cuarenta hasta los sesenta- de tanta vigorosidad. Los dramas de Walcott aún siguen representándose en las islas de Barlovento y en una que otra ciudad europea.

Otra de sus facetas como artista fue la pintura. Y allí también hizo escuela, a su modo. Pero, la poesía fue tan desbordante, tan absorbente, tan llena de la naturaleza de su entorno primigenio, que acabó sembrando en el mercadeo de su fama –que le llegara con el Nobel en 1992- solo una cara de su multiplicidad artística. Y no era para menos. Omeros, su obra cumbre, es la épica y la narrativa –dos aspectos de su poética que le construyeron un puesto de excepcionalidad en la poesía del siglo veinte- de la vida, la historia, los infortunios y la intensa marea de su formación multicultural, junto al espléndido follaje y el intenso paisaje, humano y geográfico, de su pequeña isla. Esa “recreación” de la Ilíada (recordemos la educación poética que le insufló su progenitora) no se concentra, empero, en su Helena tropical, sino que viaja por los intersticios de sus aflicciones atávicas, e incluso por la modernidad de las ciudades donde ha pernoctado su humana aventura, Boston, por ejemplo, lugar donde reside cuando escribe su monumental poema.

Santa Lucía fue intervenida múltiples veces por británicos y franceses, que se disputaban aquel tesoro en medio del océano. Por esa razón, la isla fue conocida por mucho tiempo como la Helena de las Indias Occidentales. En esa historia, está la base de Omeros. Luego, sus personajes, sus palacios de coral, sus negras pieles cordiales, los bosques gritones sobre analfabetos montes, sus templos metodistas, el grito de su memoria, la bahía azul y silenciosa, la herida de Filoctetes, el lenguaje de aquella isla de pescadores, todo lo demás, es la obra sin igual de Walcott, la que apenas dos años después de publicada obligaría a la Academia sueca a colocar en su testa la corona de la inmortalidad literaria.

Cuando en 1992 le llegó la gloria universal, los hispanohablantes no podíamos conocer a ese isleño como nosotros, tan próximo y tan distante como siempre lo han sido los que han poblado las islas antillanas, mayores y menores. Los de barlovento, donde los vientos nacen y se expanden, y los de sotavento, donde se reciben los clamores urgentes del viento. Y en medio o a distancia de éstos, las islas mayores, las que junto a aquellas forman, en su conjunto, el archipiélago antillano que tanto interés suscitaba en Walcott. Y no podíamos conocer al Nobel porque nunca se había traducido al español. Fue tiempo después que comenzaron a llegar sus libros, no todos, pero sí los fundamentales, cuando comenzamos a descubrir a este poeta extraordinario, “a medio camino entre el blanco y el negro” como lo define Luis Ingelmo. Un mestizaje portentoso de descendiente de esclavos africanos, británico por parte de padre, holandés por parte de la madre. Y en esa mezcla, bullendo en su interior y expresándose hacia afuera, el carácter propio de su isla, su lengua particular, su gastronomía, sus sonoridades, el plasma de su mar agitada y limpia. En toda la gran poesía de Walcott habrá de encontrarse siempre esa agitación de múltiples orígenes que él amplía con sus nuevos destinos de establecimiento humano. Es un hombre global que, sin embargo, nunca abandona su antillanía ni mucho menos se aleja de su naturaleza nativa. Allí vio la luz, cuando nació poeta, y allí la verá extinguirse, al apagarse su alma, más no su poesía.

En 2008, lo invitamos a visitar Santo Domingo para la Feria Internacional del Libro. Respondió con rapidez inusitada, acostumbrado como estábamos a que algunos nunca nos respondieran o a que se excusaran por no poder asistir a nuestra fiesta cultural. Aceptaba de buenas ganas nuestras condiciones y especificaba solamente dónde debían colocarse sus boletos de viaje para él y su esposa. Nunca puso reparos a nada. Comía cuanto se pusiera en la mesa. Se dejó dirigir sin chistar. Pero, fueron escasos los momentos en que le vimos sonreír. No hablaba español. Le solicité entonces al poeta León Félix Batista, que habla buen inglés, que le sirviera de edecán. Se pasó una semana en esta isla que ansiaba conocer. Faltaba en su lista, sin dudas, esta antillana presencia. Cumplió el programa que se le preparó sin inconvenientes: visitas coloniales, encuentros con poetas y escritores en ambientes caseros, entrevistas en diarios. Y cuando entramos junto a él a la entonces Sala de la Cultura (que luego bautizaríamos con el nombre de Aida Bonnelly de Díaz) puse mi mirada en aquel gran hombre y gran poeta que entraba con paso lento, sereno y tocado por una solemnidad propia, no estudiada. Habló, leyó sus poemas y firmó libros a todo el que se le acercó. Se dejó fotografiar con cuantos quisieron hacerlo. Pero, nunca sonreía. Su mujer cumplía con el rol contrario. Era conversadora, reía con todos y por todo. Y explicaba a Derek lo que veía con amor que le salía de adentro. Solo lo vi sonreír y divertirse en la cena que le ofrecimos en el Museo de las Casas Reales para despedirlo. Cuando escuchó atabales y merengue, cuando sintió el sonido de tambora y palos, cuando vio danzar al Ballet Folklórico Nacional. Imaginé que fue ahí donde sintió latir la antillanía que buscaba en nuestra isla, donde al margen de su poesía y de su fama él se encontraba con raíces que estaban dentro de las casacas de barloventinos y sotaventinos. Nació poeta, pero también nació antillano. Aquella mágica presencia suya en nuestras querencias isleñas y poéticas permanecerán por siempre.

Los funerales de Derek Walcott se celebran hoy sábado, con honores reservados a Jefes de Estado, en la Basílica de la Inmaculada Concepción, en Castries, capital de Santa Lucía.

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