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El que lee a Proust se proustituye (2 de 2)

“Espero que al final de mi libro un hecho social sin importancia, un matrimonio entre dos personas que en el primer volumen pertenecían a dos mundos muy diferentes, indicará que ha pasado el tiempo y adquirirá la belleza de algunos plomos patinados de Versalles, que el tiempo ha cubierto con una capa de esmeralda”.

Marcel Proust
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En un momento de su historia, el México intelectual buscaba definir y levantar los valores de su identidad. No podía buscarse mejor recurso que el de su literatura. La novela y el ensayo mexicanos estaban repletos de manifestaciones que mostraban el carácter propio de los aztecas, junto a las resonancias de su viril historia. Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Rafael Muñoz, José Vasconcelos, entre otros, habían escrito la gran literatura de la revolución mexicana, hasta que, como recuerda Carlos Fuentes, dos obras concluyen ese brillante ciclo de la guerra y del mundo agrario: Al filo del agua, de Agustín Yánez, y Pedro Páramo de Juan Rulfo, en las cuales otros temas ocuparían en lo adelante la atención de los narradores mexicanos. Mucho después, Octavio Paz y el mismo Fuentes comenzarían a mostrar otras características de “lo mexicano”, como antes lo hicieron Alfonso Reyes (“La x en la frente”) y Samuel Ramos (“El perfil del hombre y la cultura en México”). De estas cosas se hablaba en diferentes foros y, en 1950, en uno de ellos, celebrado en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, un nacionalista acérrimo, que Fuentes llamó “chato, patriotero y bárbaro”, proclamó a viva voz que el que leía a Proust se proustituía. Resulta relevante que los mexicanos exaltaran la novelística y la ensayística que iluminaban los caminos identitarios de su cultura, como del mismo modo los latinoamericanos debían –y deben- valorar los esfuerzos por crear una filiación con su historia, su pensamiento, sus haberes y sus signos propios (al margen de los que individualmente identifican a cada pueblo) en las obras de Sarmiento, Mariátegui, Paz, Reyes, Martínez Estrada, Borges, Marechal, Neruda, Hostos, Ciro Alegría, Pedro Henríquez Ureña, Bosch, por mencionar unos pocos. Pero, sin desechar los grandes valores de la literatura y el pensamiento universal. Proust, por ejemplo.

Marcel Proust, francés de origen judío, fue dueño de una vida desigual. Sufrió desde pequeño y hasta su muerte de asma, pero su situación de salud no le impidió relacionarse con la alta sociedad y las figuras de mayor relevancia de su época; se convirtió en asiduo a recepciones sociales, a bares y tertulias, a lugares del placer y a las noches de gozos innombrables. Nada podía avizorar que pocos años más tarde, este hombre, que mantenía vivo su interés por la creación literaria (llegó a publicar dos libros, tradujo algunas obras y escribía artículos en la prensa caricaturizando a grandes personalidades literarias de la época como Balzac y Flaubert) se apartaría del mundo por completo y se convertiría, prácticamente, en un ermitaño del haber literario. Cuando tenía 34 años de edad murió su madre y Proust sufrió un proceso depresivo que, de modo insólito, lo llevó a encerrarse en una habitación, que previamente se dedicó a preparar para que no se escuchase ningún ruido del mundo exterior, y emprendió la escritura de En busca del tiempo perdido. Alguien dijo que toda su vida trabajó para que llegase ese momento. Duró 14 años escribiendo su gran obra y otros 14 años más se tardó en publicarse. En 1913 tuvo listo el primer volumen Por la parte de Swann (otros traducen Por el camino de Swann) y la edición la hizo con sus propios recursos pues ningún editor se interesó en la obra. “Hubiera querido publicarlo todo junto, pero ya no se editan obras en varios volúmenes. Soy como alguien que tiene una alfombra demasiado grande para las viviendas actuales y no tiene más remedio que cortarla”, se quejaba Proust que tenía 42 años cuando publica el primer volumen y 47 cuando da a conocer el segundo, A la sombra de las muchachas en flor (1918) por el cual le otorgaron el premio Gouncourt. A partir de ahí, Gallimard se dedicó a editar el resto de su obra. Pero, ya había fallecido cuando se publicaron los tres últimos volúmenes. Apenas tuvo tres meses de vida luego de concluir su obra.

Como dice Samuel Beckett, “la ecuación proustiana nunca es sencilla”. Proust creía que la novela “no es únicamente psicología plana, sino psicología en el tiempo” y por eso echaba manos de dos elementos que él denominaba memoria voluntaria y memoria involuntaria. La primera la daba la inteligencia y la vista, y la segunda la facilitaba el recuerdo, que muchas veces es distinto a la realidad y que él estimaba era la materia prima de su obra, porque el recuerdo involuntario es, a su juicio, el único que produce un “cuño de autenticidad”. Tiempo, Memoria y Muerte, así con mayúsculas, son las claves de estas memorias de la vida del autor, donde sus personajes son víctimas de circunstancias predominantes, como afirma Beckett. “Víctimas y prisioneros. No hay manera de librarse de las horas y los días. Y tampoco del mañana o del ayer”. El tiempo es la clave de todo el proceso narrativo proustiano. Los personajes perviven en un tiempo futuro “manso, pálido y monocromo”, para poder reconocer el tiempo pasado “agitado por los fenómenos de las horas”. La memoria avivará la costumbre que, a su vez, estará al servicio del tedio que el autor sufre en medio de su aislamiento. Es el relato del tiempo que ha vivido junto a su abuela en Normandía, un tiempo sin novedades, de cansancio y hastío, de miedo a la muerte, temeroso de que desaparezca Gilberte Swann de su vida. Pronto pensará Proust que el único paraíso verdadero es el paraíso perdido, por eso su constante mirada en el espejo del pasado. Proust vive entre la memoria de los sueños y la memoria de la realidad, y estos aspectos son los que reconstruyen su pasado desde su memoria involuntaria. Por eso, afirma Beckett, “todo el libro es un monumento a la memoria involuntaria y a la epopeya de su acción”. En Proust no hay condición moral, lo suyo es sólo la simétrica conjunción de todo lo que hay en el hombre y sus circunstancias: dolor, resignación, temor, envidia, sufrimiento, egos revueltos, penas, odio y amor. “Mi libro –escribió- no es en modo alguno una obra de razonamiento, porque sus menores elementos proceden de mi sensibilidad, porque los he percibido ante todo en el fondo de mí mismo, sin comprenderlos, porque me ha costado tanto esfuerzo convertirlos en algo inteligible como si hubieran sido tan ajenos al mundo de la inteligencia”.

Confieso que leí el primer volumen de En busca del tiempo perdido cuando era un adolescente, gracias al regalo de un amigo. Vivía aún en mi pueblo natal. Luego, con los años, continué la lectura, sorbo a sorbo (no hay otra manera de enfrentarla). He concluido los dos últimos libros de la inmensa saga proustiana en estos desdichados meses de pandemia, tan favorables empero para las lecturas y relecturas, casi cincuenta años después de leer Por la parte de Swann. Lo percibo como un triunfo de la persistencia frente a una obra hoy casi ya olvidada y que no proustituye, pero sí, tal vez, nos encierra en un sendero de cadenas que se van uniendo para consolidar un lenguaje y sus atributos, una historia y su universo. Beckett creía, hace ya mucho tiempo, que la retórica proustiana y su metáfora producía agotamiento: “La fatiga que se experimenta es una fatiga del corazón, una fatiga de la sangre. Después de una hora, uno está exhausto y de mal humor...pero el reproche de que es un estilo enrevesado, lleno de perífrasis, oscuro e imposible de seguir, no tiene el menor fundamento”. No importa, digo yo, que tardemos medio siglo en comprobarlo. Al fin y al cabo, si no somos como el chauvinista mexicano antiProust, estamos ante la obra de la literatura francesa más grande del siglo XX.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.