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El testimonio de una época

Indagando entre anaqueles, en la localización de libros para una investigación literaria, volví a verme con la colección de la revista “Testimonio” que fundaran y dirigieran colectivamente en 1964 los poetas Lupo Hernández Rueda, Luis Alfredo Torres, Alberto Peña Lebrón y Ramón Cifré Navarro. Hacía muchos años que dejé de saber de esas formidables publicaciones que, repasadas hoy o en cualquier momento, nos sirven para constatar que en sus páginas quedó impreso un capítulo sustancial en la historia de nuestra literatura.

Los cuatro poetas que llevaron por muy buen camino a “Testimonio” pertenecían a la denominada Generación del 48. Pero, la revista no sirvió a grupos ni se presentó bajo la divisa de proclamas poéticas. Intentaron servir a todos, desde las artes y las letras. Sin banderas. En el número tres, Max Henríquez Ureña, bajo su célebre seudónimo de Hatuey, enumeraba las revistas literarias del patio que ya para entonces habían desaparecido. “La Poesía Sorprendida, circunscrita a un campo más exclusivo aún, vivió algunos años hasta que se desintegró el grupo que la patrocinaba”. (Recordemos que luego Antonio Fernández Spencer intentó con otra que también tuvo corta duración). Y continúa don Max: “Los Cuadernos Dominicanos de Cultura vivieron algo más, porque contaron con el favor oficial” (La dirigía Tomás Hernández Franco). “Y la excelente Revista Dominicana de Cultura sólo llegó a dar a la publicidad tres números, porque aunque contó al nacer con igual favor, lo perdió a poco” (Fue fundada por Emilio Rodríguez Demorizi).

En “Testimonio” –que se mantuvo hasta 1967- nacieron a la luz obras de poetas que luego serían ampliamente reconocidas, se introdujeron nuevas voces y se presentaron textos de autores en agraz que posteriormente desaparecieron del escenario literario nacional. Se publicaron, por ejemplo, pequeñísimas piezas teatrales, que sus autores titulaban simplemente como “escena”, una de las cuales, que aparece en el número tres que anoto, “A mitad del camino” de Efraím Castillo –cuya acción transcurre en los días de junio de 1959- montaríamos con el Grupo Juvenil de Arte Escénico que entre 1965 y 1966 hizo pininos teatrales en Moca. Entre catorce y dieciséis años promediaba la edad de sus integrantes. “Testimonio” era un obsequio que nos llevaba puntualmente Aída Cartagena Portalatín. Escribieron “escenas” también en la revista Miguel Alfonseca y Enrique Mejía Acevedo.

En el número seis –escojo al azar- Virgilio Díaz Grullón publica por primera vez un avance de su libro “Crónicas de Altocerro” con el cuento “Retorno” (Lo publicaría dos años después Julio Postigo en su colección “Pensamiento Dominicano”). Y resulta una sorpresa grande para mi encontrar unos poemas de quien para entonces firmaba con el nombre Enrique Sverdlik, un poeta israelí de origen argentino a quien conocería más de veinte años después en Santo Domingo –ya para entonces había decidido establecerse en la patria de sus antepasados, en Ramat Gan, próximo a Tel Aviv- y con quien mantuve una amplia relación epistolar hasta su inesperada muerte, escribía de mis libros en diarios de Israel y figura entrevistado en mi obra “El oficio de la palabra-Conversaciones literarias” (1995). Enrique luego firmaría como Oded Sverdlik (cambio el Enrique por su equivalente hebreo) y poseo muchos de sus libros que me enviaba. Era un poeta muy apreciado tanto en Israel como en Argentina. Murió en 1996, a los 58 años de edad.

En ese mismo número de “Testimonio”, Víctor Villegas publica por primera vez su “Diálogos con Simeón” y Grey Coiscou, que había publicado su primer libro “Raíces” en 1959, da a conocer su poema “Condición de la alegría”. En sus diversos números, aparecerán críticas de artes plásticas (Manuel Valldeperes), de música (Manuel María Miniño), de literatura (Ramón Emilio Reyes, Mariano Lebrón Saviñón y Fernández Spencer, entre otros). En ediciones posteriores, Marcio Veloz Maggiolo publica poemas fechados en París y Ginebra, y Santiago Estrella Veloz, que fue colaborador habitual de la revista, publica sus primeros cuentos.

La edición número ocho es histórica. Se dan a conocer los nombres de “14 poetas jóvenes” que publicaban en su mayoría por primera vez: Juan José Ayuso, Pedro Caro, Roberto Marte, José Martínez, Elpidio Guillén-Peña, Luis Manuel Amiama, Jacques Viau, René del Risco, Manuel Luna Vásquez, Miguel Alfonseca, Ramón Vásquez Jiménez y Osvaldo Cepeda y Cepeda. Unos se quedaron en el oficio. Otros hicieron mutis. En el grupo de los catorce fueron incluidos un poeta mexicano Manuel Machin-Gurria, buen poeta que creo luego hizo larga carrera como actor teatral; y Ernesto Cardenal, a quien anotan como “un joven poeta colombiano”, quizá porque entonces el poeta nicaragüense estudiaba para sacerdote en un seminario de Antioquia.

En el número nueve, Alberto Baeza Flores elogia, en carta muy entusiástica, a la revista, y aprovecha para enviar unos poemas suyos que les son publicados. El escritor chileno que vivió varios años en el país y dejó una estela de servicio a la literatura dominicana, residía entonces en París. En esta edición, Marcio Veloz Maggiolo publica tres cuentos y Abelardo Vicioso, que ya había publicado “La lumbre sacudida” (1958) y era conocido por sus artículos en la prensa bajo el seudónimo Alfonso Trigo, da a conocer una docena de poemas. Aparecen además dos cuentos de Manuel Rueda.

En la edición número diez, bajo el título “Poetas de nuestro tiempo” se entregan como primicias poemas de Lupo Hernández Rueda, Rafael Américo Henríquez y Rafael Valera Benítez. Sorprende la inclusión de cinco poemas de Juan José Jimenes (escriben Jiménez incorrectamente), que años después firmaría como León David, hoy una personalidad destacada de nuestra historia literaria y quien para entonces residía en Francia, contando con solo 19 años de edad. Se inserta un artículo de Federico Henríquez Gratereaux –tenía 27 años- titulado “Tres brincos por la filosofía”, donde ya se entrevé el estilo que caracterizarían sus ensayos posteriores. Para entonces no había publicado libros y decía tener dos volúmenes inéditos. Llegaría a publicar su primer libro, “La feria de las ideas”, veinte años después, en 1984, a los 47 años de edad.

“Testimonio” fue una auténtica revista literaria. No adoptó posiciones políticas, ni filosóficas ni ideológicas. Por sus páginas asentaron sus nombres figuras de nuestras letras como los mencionados ya, así como Ramón Francisco, Manuel Mora Serrano, Rodolfo Coiscou Weber, Flérida de Nolasco, Hilma Contreras, Bruno Rosario Candelier, Manuel Valerio, Sócrates Nolasco, Domingo Moreno Jimenes, y otros que luego desaparecieron de la escena literaria. Y además de la revista publicaron la colección del mismo nombre donde nacieron para la historia de nuestra literatura textos hoy considerados fundamentales, como la novela “Magdalena” de Carlos Esteban Deive, el poemario de Ramón Cifré Navarro “De manos con las piedras”, la novela de Marcio Veloz Maggiolo (entonces figurando bajo el subtítulo “Narraciones”) “La vida no tiene nombre”, y los poemarios “Crónica del Sur” y “Los días irreverentes” de Lupo Hernández Rueda y Luis Alfredo Torres, respectivamente. En mi caso particular, fue en esta revista donde conocí por primera vez los poemas de Juan Alberto Peña Lebrón, los que escribiera luego de publicar su único libro “Órbita inviolable” (1953) y que no fueron luego recogidos en libro. Estas calurosas tardes de verano sirven a veces para reencontrarse con viejos episodios que nos permiten redescubrir momentos que nos parecen novedosos, como los de este buceo literario por la colección de la revista “Testimonio”.

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