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Elogio y desmesura de Stephen Hawking

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Elogio y desmesura de Stephen Hawking
Stephen Hawking (SHUTTERSTOCK)

Fue Juan Bosch quien me llevó a conocer a Stephen Hawking. En su modesta oficina de la avenida César Nicolás Penson, ante una pregunta mía me dijo que, salvo la prensa diaria, desde hacía años ya no leía mucho, pero que se había interesado en leer a un físico británico que sufría de una enfermedad degenerativa y que escribía sobre el origen del universo. Cuando concluimos la larga conversación de esa inolvidable tarde de enero de 1990, don Juan volvió a insistirme en que leyera Historia del tiempo.

Entonces supe que Kawking estaba tratando de dar respuesta a las inquietudes que les asaltaban desde muy joven, leyendo a autores que estudiaban el tema pero que no les complacían del todo. Kawking quería saber, como científico, ¿de dónde venía el universo? ¿Cómo y por qué empezó? ¿Si ese universo del que formamos parte tendría un final y, en caso afirmativo, cómo sería? Toda su vida estuvo dedicada a tratar de llegar a conclusiones sobre este dilema que ha movido tanta tinta, ha sacudido a tantos cerebros y ha sido motivo de evaluaciones filosóficas, geológicas, físicas, biológicas, matemáticas, astronómicas y espirituales a través de los siglos.

A los veinte años de edad, Kawking comenzó a sufrir los síntomas de lo que luego sería su padecimiento durante cincuenta y seis años, muy a pesar de que, como todos los que sufren esta enfermedad, los especialistas no otorgan más de dos a cinco años de vida. Se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, la conocida enfermedad del beisbolista estadounidense Lou Gehrig, el astro de los Yankees que no pudo superar los tres años de vida que le dictaminaron cuando se le descubrió el, entonces, poco conocido padecimiento. Como dato curioso anotemos que Hawking vivió cincuenta y seis años con la enfermedad y Gehrig mantuvo por cincuenta y seis años el récord de más juegos consecutivos en las Grandes Ligas, 2,130 partidos, hasta que la enfermedad lo obligó a retirarse.

Durante esos más de cinco decenios, varias empresas tecnológicas de Estados Unidos se dedicaron a crear mecanismos diversos para tratar de sostener la frágil anatomía del físico nacido en Harvard, en cuya universidad enseñó por largo tiempo. Le construyeron un programa de comunicaciones, con el cual podía leer y escribir, y le mantuvieron un sintetizador especialmente diseñado para él, que iban continuamente mejorándolo, que junto a un pequeño ordenador personal instalado en su también única silla de ruedas, le permitía hablar. Dedicó entonces su vida a la investigación y a comunicar sus hipótesis en múltiples escenarios, ofreciendo conferencias en centros académicos de distintas partes del mundo.

La primera lectura de Historia del tiempo se me cayó de las manos. Un lector de literatura apenas podía entender lo que Hawking trataba de demostrarme. Casi abandono, pero insistí. El tema me resultaba abstracto en la forma, pero en el fondo también yo deseaba conocer los orígenes y los alcances del universo que habito. Desde hacía rato tenía el problema resuelto espiritualmente hablando, pero debía conocer las fórmulas científicas que explicaban el asunto. Con los años, Hawking sería invitado al Vaticano a explicar sus teorías y llegó a ser honrado con su designación como miembro del consejo científico de la Santa Sede, a pesar de su clara posición atea. No era agnóstico como han dicho algunos. Era ateo. Sin vueltas. El agnóstico deja un espacio a la posibilidad. El ateo cierra ese espacio por completo. El Vaticano, tal vez, no quería cometer el grave pecado que había permitido la excomunión y condena, a causa de sus descubrimientos científicos, del sacerdote polaco Nicolás Copérnico y de Galileo Galilei, a quienes apenas en el pontificado de Juan Pablo II se les conmutó la pena y la Iglesia pidió perdón por su error. Hawking era, después de Albert Einstein, el científico más aclamado y divulgado de la historia moderna y posmoderna, y era por tanto alguien que merecía ser escuchado con atención y respeto.

Carl Sagan, astrónomo y biólogo norteamericano, que introdujo la primera edición de Historia del tiempo, afirmaba que el de Hawking era el único libro que existía sobre un tema científico tan complejo que podía leer cualquier especialista. “Una fuente de satisfacciones para la audiencia profana”, afirmaba. Yo era –soy- miembro de esa “audiencia profana” y por tanto debía seguir insistiendo en tratar de entender las teorías del físico británico que justamente en el decenio de los noventa estaba en la cima de los comentarios mundanos, aunque muchos, como yo, no entendieran por completo lo del Big Bang y los agujeros negros.

La gran explosión, la explosión primordial, era la clave de toda la teoría sobre el tiempo de Hawking. Había que adentrarse necesariamente en la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica, que son asuntos mayores, pero el autor nos parecía que, efectivamente, explicaba estas leyes con evidente sencillez para que la comprensión de su teoría no se quedase en el exclusivo círculo de los científicos. Hawking centraba toda su tesis en que el universo “debía tener un principio y, posiblemente, un final”, demostrando que eso era lo que mostraba la teoría de la relatividad general de Einstein y que muchos científicos aún no parecían haber descubierto. Tampoco, el universo, en la afirmación de Hawking, es estático, como se creyó durante siglos. El universo está en continua expansión y “la distancia entre las diferentes galaxias está aumentando considerablemente”. Naturalmente, esa expansión es cosa de cada día. El científico tiene una medida del tiempo que no es comprensible al resto de los humanos “profanos”. El universo se expande entre un cinco y un diez por ciento ¡cada mil millones de años! Como Hawking se dedicó a conferenciar por todo el mundo, hay una anécdota que le ocurrió cuando visitó Japón. Empresarios japoneses mostraron inquietud por su visita, pues como el científico inglés andaba anunciando el fin del mundo, los ricos nipones entendían que las declaraciones en ese sentido que ofreciera en su visita al país asiático podían afectar el desenvolvimiento de su bolsa de valores. Advertido del temor infundado de los potentados japoneses, Hawking aclaró que si el universo colapsaba esto no sucedería, como ya había advertido en su obra cumbre, como mínimo en diez mil millones de años, de modo que no había nada de qué preocuparse y sí lo que debían hacer los ingeniosos hijos del sol era tratar de colonizar algunas zonas que estuviesen fuera del sistema solar a fin de que antes de que se produzca la extinción anunciada los humanos puedan encontrar refugio en otro espacio del universo.

Stephen Hawking, fallecido en Cambridge en marzo pasado, tuvo grandes aciertos como teórico de la radiación de los agujeros negros. Ese fue su logro fundamental. Luego de morir, se ha dado a conocer un nuevo estudio suyo sobre los universos paralelos, que por años ha sido un tema de ciencia ficción. Pero, al mismo tiempo, fue un tanto desmesurado en muchos de sus juicios. Adelantaba pormenores de una hecatombe que algunos científicos combatieron. Como afirmara el físico catalán David Jou, él es uno de los mitos de nuestro tiempo y anteponer su nombre a genios como Einstein es “sufrir de alucinación”. Esta “combinación de hombre y máquina, modernísimo centauro en versión robótica” acaparó la atención de creyentes científicos y profanos durante varios lustros. Creo que se excedió algunas veces en sus hipótesis que por no ser totalmente demostrables no le permitió alcanzar el premio Nobel. Empero, los agujeros negros y el origen del universo son, desde que él entró al ruedo de la difusión científica en masa, un tema al que todos, anteponiendo creencias o inseguridades, debemos poner especial atención. El mismo Hawking hablaba siempre de que sus temas eran “posiblemente” demostrables y que su búsqueda de la teoría definitiva del universo “parece difícil de justificar desde un punto de vista práctico”. Fue este gran científico y no otro el que escribió que “cualquier teoría física es siempre provisional, en el sentido de que es sólo una hipótesis: nunca se puede probar”. La filosofía sigue estando abierta, junto a la ciencia, para este examen. Y Dios no es, totalmente, como lo advertía Einstein, un elemento a desconocer. Hawking prescindió de Dios, pero como afirma Jou, Dios “aparece a menudo” en Historia del tiempo, “quizás como garante secreto de la racionalidad de las leyes físicas y del sentido del universo, el pensamiento de Dios que Hawking quiso desvelar”, pero, decimos nosotros, nunca alcanzó a encontrar en su sapiencia y desmesura.

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