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En las cumbres de los recuerdos

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En las cumbres de los recuerdos

Me había olvidado de viajar sin prisa, de postergar el reloj y obviar el medio más apropiado para llegar a destino en el menor tiempo posible. Hasta en vacaciones nos apresuramos, como si el descanso solo nos apartase del trabajo en sí y estuviese también regido por horarios inflexibles, sin espacio para eventualidades, la despreocupación y, en fin, el dolce far niente.

Se me escapa la última vez que viajé en autobús de largo recorrido, probablemente el transporte colectivo más lento a no ser por esos trenes que engullen distancia con la celeridad de una tortuga, muestras de tecnologías ya obsoletas pero que aún cumplen con el propósito básico de trasladar personas y mercancías de un punto a otro.

Sobre todo en Europa, los trenes cumplen su cometido con una eficiencia envidiable, a velocidades alucinantes y comodidades impensables.

Esta vez carecía de opción si quería cumplir uno de esos deseos que figuran con prioridad absoluta en el listado de metas antes de que nos venza la biología: el cruce terrestre de los Andes en condiciones de apreciar la belleza de esa geografía emblemática de nuestro lado del mundo, inspiración poética, razón de orgullo nacionalista, pero sobre todo región única que desafía la imaginación, nos devuelve a la humildad de la imperfección humana y nos pone en contacto con una naturaleza a la vez salvaje y tierna.

A propósito, escogí asientos de ventana y abordé con ojos y sentidos abiertos en la terminal de autobuses de Santiago de Chile. Sin embargo, fue el regreso un par de día después, acomodado en la sección superior de un autobús con sillones mullidos abatibles casi a nivel de cama, cuando los Andes me invadieron y estamparon en mi pequeño universo personal unas imágenes fáciles de sentir y difíciles de describir.

Ya lo había hecho por la región de los lagos, desde Bariloche hacia Puerto Varas. Es otro paisaje, con volcanes majestuosos, aguas serenas y una naturaleza sin las garras, agresividad y altivez que cobra en la parte más elevada de los Andes.

La belleza, cuando desencadena torrentes de emociones y se moldea con los rasgos subjetivos de quien la contempla, deviene tesoro personal. Hay la renuencia a compartirla porque un egoísmo legítimo revela que en cada intento de descripción nos desprendemos de un poco de nosotros mismos, y violamos una intimidad que nos ha enriquecido de múltiples formas. Digamos, pues, que a la belleza cabe adjetivarla como muy particular, que cualquier descripción no pasa de una invitación especial para que el otro la descubra por sí mismo.

A pocos kilómetros de Mendoza, los viñedos se despliegan en un horizonte de verdor que anticipa la vendimia en esos confines australes donde el verano coincide con el invierno nuestro. El sol, generoso, a salvo casi por completo de nubes que minen su luminosidad, se desparrama sobre las vides y poco a poco calibra la potencia que tendrán esos caldos en los que la tecnología y el terroir se combinan admirablemente en una rendición de calidad y exuberancia. El contraste de opulencia y pobreza de suelos recostados contra la inmensidad montañosa de cuyas crestas el verano no ha logrado desalojar por completo la nieve, constituye el primer alerta a la sensibilidad, amén de recordatorio sutil de cuán vasto es este mundo que colonizaron los españoles y cuya impronta apenas se advierte de no ser por el idioma, las vides y los olivares que nos remiten al Mediterráneo.

Cuando veo a lo lejos las sierras de alto vuelo, la planicie parecería como una condescendencia de los Andes, que, cansados de tanto ascender, se replegaron para dar una oportunidad al hombre industrioso. Estos primeros estribos de los Andes centrales, en su lado oriental, revelan los colores típicos del desierto: amarillos desteñidos, parches rojizos, vegetación anémica y rocas gigantescas que penden amenazantes sobre la carretera 7. De cuando en vez, un pequeño santuario rompe la monotonía cromática y testimonia la religiosidad de los habitantes.

A horcajadas entre Mendoza y la frontera se sitúa Ustapalla, una especie de oasis en una de las pocas llanuras que permite la cordillera majestuosa, en comunión aquí con unos cielos manchados apenas por unas nubes tímidas, jirones de blanco que no logran disputar el azul infinito de esos espacios allá arriba. Es la base para explorar el Aconcagua, la cima continental de 6962 metros camino al cielo y que en algunas partes del trayecto se insinúa señorial, togado de gelidez blanca, cono invertido hacia un arriba al que muy pocos llegan.

La ascensión es lenta por la carretera de 369 kilómetros que se retuerce una y mil veces por laderas y desfiladeros inacabables, al borde de precipicios inverosímiles; y, siempre desafiantes, esas rocas enormes, gigantescas, ocres, filosas: guardianes celosos de alturas virginales. No logro escucharlo pero intuyo el lenguaje de las corrientes de agua que bajan rabiosas desde los topes nevados y se encalman cuando escoltan la carretera ora del lado derecho, ora del izquierdo. ¿O es la ruta que se acomoda a la compañía líquida y comparten flancos en comunidad, ejemplo factual de naturaleza equilibrada?

Sin embargo, esas aguas que bajan blancas por el color que les presta el cauce pétreo se tornan muy pronto barrosas al contaminarse con los polvos secos en los desfiladeros. Una vez más ese contraste discordante entre lo alto y lo bajo y del que, en otro plano, ninguna sociedad está exenta.

Aún quedan largos trechos del Ferrocarril Transandino que otrora anudaba los dos países. Junto a la vía terrestre, corren como ellas, paralelas, esas líneas de acero que nunca debían juntarse. La huella férrea del ingenio humano se encumbra sobre puentes metálicos y se encierra en unos galpones semi-derruidos que protegían contra los deslizamientos de tierra.

A veces, la carretera se adentra en largos túneles que penetran las montañas de un lado al otro en un milagro de ingeniería. Como el que marca la despedida del Cristo Redentor de los Andes, monumento a la superación de los conflictos limítrofes entre Chile y Argentina al inicio del siglo pasado. Una réplica de la estatua que se yergue a más de tres mil metros sobre el nivel del mar se encuentra en el palacio donde sesiona la Corte Internacional de Justicia, en La Haya, donde se dilucidan ahora sin violencia las querellas territoriales que aún lastran Sudamérica.

El punto humano de aquel paseo de los sentidos y la imaginación es molestoso: el cruce de la frontera. La burocracia tediosa rompe la elevación espiritual y, además, obliga a unos trámites resultantes en largas retenciones del tránsito.

Es mi oportunidad para acercarme físicamente a la cordillera, observarla de cerca y mentalmente comparar mi pequeñez con la grandeza de aquellas moles de materia inerte, a salvo del calendario, curadas contra el frío y el calor, pero no sé si de una futura depredación humana. En el pequeño valle que acoge las casetas del enseñoreo burocrático no importa la nacionalidad del viento que se columpia invisible. No hay barrera que lo frene cuando golpea las banderas hasta restallar y se estrella inmoderado contra esas faldas de montañas que desde lo alto vieron desfilar ejércitos liberadores, y también las botas y ambiciones de los colonizadores. Panorama de grandeza y serenidad templadas por la temperatura agradable del verano, a miles de pies sobre el nivel del mar. Naturaleza soberbia que espero nunca se doblegue.

adecarod@aol.com

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