Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Lecturas

En las cumbres del Continente

Expandir imagen
En las cumbres del Continente

A Mayra y Arturo Pellerano, compañeros de muchos viajes y travesías.

Me había olvidado de viajar sin prisa, de postergar el reloj y obviar el medio más apropiado para llegar a destino en el menor tiempo posible. Hasta en vacaciones nos apresuramos, como si el descanso solo nos apartase del trabajo en sí y estuviese también regido por horarios inflexibles, sin espacio para eventualidades, la despreocupación y, en fin, el dolce far niente.

Se me escapa la última vez que viajé en autobús de largo recorrido, probablemente el transporte colectivo más lento a no ser por esos trenes que acomenten la distancia con la celeridad de una tortuga, muestras de tecnologías ya obsoletas pero que aún cumplen con el propósito básico de trasladar personas y mercancías de un punto a otro. Desde que en años de calendarios ya muy pretéritos crucé Europa de oeste a sureste, o tuve la valentía de abordar un Greyhound en Los Ángeles con pretensiones de abandonarlo en Nueva York, sin más paradas que las prescriptas para el cambio de conductor y las visitas a los restaurantes tan rápidas como la preparación de su comida chatarra, he apostado por la velocidad de los trenes modernos, el avión o el automóvil.

Sobre todo en Europa, los trenes cumplen su cometido con una eficiencia envidiable, a velocidades alucinantes y comodidades impensables desde que el shinkansen japonés (el mismo en el que musicalmente se monta Juan Luis Guerra) picó el orgullo europeo y surgió en Francia el train à grand vitesse (tgv), capaz de alcanzar los 300 kilómetros por hora. Las réplicas en España son igualmente formidables, y Alemania estrena locomotoras con velocidades punta de hasta 350 kilómetro por hora (kph).

China no rueda a la zaga. Cuenta con el tren de alta velocidad que circula a mayor altura -une la capital con el Tibet- y recién anuncia el recorrido más largo, de Cantón en el sur a Pekín en el norte: 2,298 kilómetros en solo ocho horas. Junto al Transiberiano, recientemente modernizado, estas rutas se inscriben entre mis ambiciones a corto plazo. Merezco una compensación asiática luego de aquella paliza ferroviaria de Estambul, Turquía, a Teherán, Irán, a donde llegué con un retraso de 24 horas.

Esta vez carecía de opción si quería cumplir uno de esos deseos que figuran con prioridad absoluta en la lista de metas antes de que nos venza la biología: el cruce terrestre de Los Andes en condiciones de apreciar la belleza de esa geografía emblemática de nuestro lado del mundo, inspiración poética, razón de orgullo nacionalista, pero sobre todo, región única que desafía la imaginación, nos devuelve a la humildad de la imperfección humana y nos pone en contacto con una naturaleza a la vez salvaje y tierna.

Ya lo había hecho por la región de los lagos, desde Bariloche hacia Puerto Varas, pero al volante de un automóvil de alquiler con los ojos más bien concentrados en el asfalto. Es otro paisaje, con volcanes majestuosos, aguas serenas y una naturaleza sin las garras, agresividad e imponencia que cobra en la parte más elevada de Los Andes.

A propósito, escogí asientos de ventana y embarqué con ojos y sentidos abiertos en la terminal de autobuses de Santiago de Chile para las siete horas hasta Mendoza, el corazón vinícola de Argentina. Sin embargo, fue el regreso un par de días después, a bordo en la sección superior de un autobús con sillones mullidos reclinables casi a nivel de cama, cuando Los Andes me invadieron y estamparon en mi pequeño universo personal unas imágenes fáciles de sentir y difíciles de describir.

La belleza, cuando desencadena torrentes de emociones y se moldea con los rasgos subjetivos de quien la contempla, deviene tesoro personal. Hay la renuencia a compartirla porque un egoísmo legítimo revela que en cada intento de descripción nos desprendemos de un poco de nosotros mismos, y violamos una intimidad que nos ha enriquecido de múltiples formas. Digamos, pues, que a la belleza cabe adjetivarla como muy particular, que cualquier descripción no pasa de una invitación especial para que el otro la aprehenda por sí mismo.

A pocos kilómetros de Mendoza, donde se produce el setenta por ciento de los vinos en Argentina, quinta potencia vinícola en el mundo, los viñedos se despliegan en un horizonte de verdor que anticipa la vendimia en esos confines australes donde el verano coincide con el invierno nuestro. El sol, generoso, a salvo casi por completo de nubes que minen su fortaleza, se desparrama sobre las vides y poco a poco nuclea la potencia que tendrán esos caldos en los que la tecnología y el terroir se combinan admirablemente en una rendición de calidad y exhuberancia.

Es la tierra del malbec, esa cepa endémica del país y madre nutricia de unos vinos potentes, de rojo oscuro intenso y destellos azulados, de explosión suave en boca, con matices frutales acentuados, especiados a veces, y unas notas tánicas que redondean una gran personalidad.

Rumbo a la cordillera de Los Andes, los viñedos se suceden uno al otro separados aquí y acullá por terrenos agrestes, desérticos, donde apenas crecen arbustos. Ese contraste de opulencia y pobreza de suelos recostados contra la inmensidad montañosa de cuyos topes el verano no ha logrado desalojar por completo la nieve, constituye el primer toque de llamada a la sensibilidad, amén de recordatorio sutil de cuán vasto es este mundo que colonizaron los españoles y cuya impronta apenas se advierte de no ser por el idioma, las vides y olivares que nos remiten al Mediterráneo. Cuando veo a lo lejos las sierras altaneras, la planicie parecería como una condescendencia de Los Andes, que, cansados de tanto ascender, se replegaron para dar una oportunidad al hombre industrioso.

Estas primeras estribaciones de Los Andes centrales, en su lado oriental, revelan los colores típicos del desierto: amarillos desteñidos, parches rojizos, vegetación anémica y rocas gigantescas que penden amenazantes sobre la Carretera Número 7. De cuando en vez, un pequeño santuario rompe la monotonía cromática y testimonia la religiosidad de los habitantes. Es una señal que también se advierte del lado chileno.

A horcajadas entre Mendoza y la frontera se sitúa Ustapalla, una especie de oasis en una de las pocas llanuras que permite la cordillera majestuosa, en comunión aquí con unos cielos manchados apenas por unas nubes tímidas, jirones de blanco que no logran disputar el azul infinito de esos espacios allá arriba. Es la base para explorar el Aconcagua, la cima continental de 6,962 metros camino al cielo y que en algunas partes del trayecto se insinúa señorial, entogado de blanca gelidez, cono invertido hacia un allá al que muy pocos llegan en cuerpo y espíritu. En este año nuevo, dos turistas norteamericanos perdieron la vida en el intento de hollar la cabeza del altivo cerro.

La ascensión es lenta por la carretera de 369 kilómetros que se retuerce una y mil veces por laderas y desfiladeros inacabables, al borde de precipicios inverosímiles; y, siempre vigilantes, esas rocas enormes, gigantescas, ocres, filosas: guardianes celosos de alturas virginales. No logro escucharlo pero intuyo el lenguaje melódico de las corrientes de agua que bajan con violencia desde las elevaciones nevadas y se apaciguan un tanto cuando escoltan la carretera ora del lado derecho, ora del izquierdo. ¿O es la ruta que se acomoda a la compañía líquida y de común acuerdo comparten flancos, en ejemplo factual de naturaleza equilibrada?

Sin embargo, esas aguas que bajan blancas por el color que les presta el cauce pétreo se tornan muy pronto barrosas al contaminarse con los polvos secos en los desfiladeros. Una vez más ese contraste discordante entre lo alto y lo bajo y del que, en otro plano, ninguna sociedad está exenta.

Con frecuencia en invierno el tránsito entre Santiago y Mendoza se interrumpe a causa de las nevadas copiosas que matizan los fríos en estas inmediaciones de soberanía natural indiscutida. Abundan las previsiones escritas para que los vehículos que circulen estén provistos de cadenas cuando el hielo cubre los puertos montañosos. Aún quedan largos trechos del Ferrocarril Trasandino que otrora comunicaba los dos países. Junto a la vía terrestre corren como ellas, paralelas, esas líneas de acero que nunca debían juntarse. La huella férrea del ingenio humano aún se encumbra sobre puentes metálicos y se encierra en unos galpones semi-derruidos que protegían contra los deslizamientos de tierra. Esa tecnología se ha adaptado a la carretera, en algunos trayectos, cubierto un lado por unos cobertizos con techo de concreto armado atado a unos muros de igual material para contener el vigor expansivo de la cordillera.

A veces, la carretera se adentra en largos túneles que perforan las montañas en un milagro de ingeniería. Como el que nos despide del Cristo Redentor de Los Andes, monumento fronterizo a la superación de los conflictos limítrofes entre Chile y Argentina al inicio del siglo pasado. Una réplica de la estatua que se yergue a más de tres mil metros sobre el nivel del mar se encuentra en el palacio donde sesiona la Corte Internacional de Justicia, en La Haya, en los Países Bajos, y donde Chile y Perú acaban de presentar sus argumentaciones en un diferendo fronterizo que será fallado a mitad de este año.

El punto humano de aquel paseo de los sentidos y la imaginación es molestoso: el cruce de la frontera. La burocracia tediosa rompe la elevación espiritual y, además, obliga a unos trámites resultantes en largas colas de vehículos. Casi dos horas reclaman la doble estampa en el pasaporte, soportar al perro "hueledrogas" y mostrarle los efectos personales al inspector aduanero. Chile, una potencia de exportación de frutas y vegetales, no quiere que los productos agrícolas argentinos sin certificación fitosanitaria violen la protección natural que es la cordillera. Un mango, amarillo, alargado y que desprende un incitante olor a degustarlo, sale de la mochila donde lo escondía alguien. En vez de a una boca golosa, va a parar al cesto de desperdicios.

Es mi oportunidad para acercarme físicamente a la cordillera, observarla de cerca y mentalmente comparar mi pequeñez con la grandeza de aquellas moles de materia inerte, imperturbables frente al tiempo, curadas contra el frío y el calor y más allá de la depredación humana. En el pequeño valle donde se acomodan las casetas del enseñoreo burocrático, no importa la nacionalidad del fuerte viento que se columpia ingrávido de un lado a otro. No hay barrera que le impida el paso cuando golpea las banderas hasta hacerlas gemir y se estrella inmoderado contra esas faldas de montañas que desde lo alto vieron cruzar ejércitos liberadores y también las botas y ambiciones de los colonizadores. Panorama de grandeza y serenidad templadas por la temperatura agradable del verano a miles de pies sobre el nivel del mar. Naturaleza imponente que nunca se doblegará

Bienvenido soy a Chile, de acuerdo a la inscripción en el cruzacarretera, y al descenso. Veintiséis curvas, zizagueo vial capaz de aterrorizar a estómagos destemplados y despertar arcadas, llevan hasta la primera etapa del descenso y a otro paisaje. El paso hasta el poblado de Los Andes revela una cordillera generosa, poblada de valles. Los viñedos recuerdan la riqueza del Chile que se ha colado en las mejores mesas con vinos refinados y una estimación a la altura de las elevaciones geográficas que se extienden hasta los confines mismos del Santiago que me espera con el aeropuerto y el avión para regresar al norte.

Despedida no habrá. Los Andes ahora son míos.