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Hablado, pero no escrito

Como repaso o testimonio a la nostalgia en la era Trump, The New Yorker ofrece de cuando en vez a sus lectores digitales artículos ya publicados y que representan fielmente, a mi entender, la tradición de calidad literaria y de liberalismo político de la revista norteamericana. Un festín de textos notables que aún conservan todo su esplendor.

Semanas atrás, correspondió el turno a Junot Díaz con la resurrección de Homecoming, with turtle (Regreso a casa, con tortuga), aparecido en la edición del 14 de junio del 2004. Con su estilo ya definido plenamente, el escritor norteamericano, nacido en la República Dominicana, narra con desparpajo, gracia e irreverencia, el regreso a sus orígenes casi veinte años después de emigrar. Para despejar cualquier duda de su verdadera inserción y arraigo cultural al menos en esa fecha, home (hogar) aparece entrecomillado a lo largo del relato, generoso en ironía y anticipo de reiteraciones en su carrera brillante: machismo, rupturas amorosas, amargue en buen dominicano, infidelidad. Entre líneas, la decepción con la nacionalidad inicial que ahora comparte con otra más productiva en términos de éxito y reconocimiento personales, posibilidades profesionales y, por qué no, satisfacciones financieras.

Nadie es profeta en su tierra, aunque en el 2004 Díaz (Diaz, en inglés) tenía en su haber un relativo éxito de librería, Drown (Ahogado), pero un fracaso como traducción al español bajo el título de Los boys y que luego mutó en Negocios. Lo que narra, sin embargo, aconteció en 1996. Su torpe manejo del idioma materno y los consecuentes tropiezos culturales derivados de una visión de la República Dominicana a partir de la experiencia norteamericana y por tanto extraña, explican en cierto modo los desencuentros malamente escabullidos en la jocosidad que nutre la historia.

Díaz escribe y piensa en inglés, aunque su prosa está preñada de palabras, términos peyorativos y frases inacabadas en español. A menudo ese tutti frutti deviene jerigonza insoportable que a más de uno habrá llevado a discontinuar la lectura, tomarse un respiro y pensarlo dos veces antes de enfrascarse nuevamente en la tragicomedia de Oscar Wao o la indiscreción velada del autor en lo tocante a sus aventuras amorosas. Hay, sin embargo, quienes atisban un toque de genialidad en su espanglish. Habrá otros que, dispuestos a buscarle una extremidad extra al felino, cataloguen la contaminación idiomática como prueba de indefinición cultural, una especie de complejo freudiano o de Sísifo, empeñado inútilmente en llegar a la cumbre donde espera la madre con la savia del idioma que nos identifica, orgullosamente, a millones de hispanohablantes en el Nuevo Continente.

Otra afamada prosista, Julia Álvarez (Alvarez, en inglés), de padres dominicanos nacida en los Estados Unidos, también escribe y piensa en inglés norteamericano. Hermanado en la escritura y en la enseñanza universitaria de la narrativa, el dúo de jotas comparte, en adición, el aprendizaje norteamericano sobre la raza y, con ese microscopio, intenta desentrañar la realidad del color de piel y la inmigración haitiana en la segunda patria cuyo idioma han postergado, por lo pronto en la creación literaria.

Ms Álvarez perdió el acento en una de sus novelas, pero Junot no logra aún doblar verbalmente al “tigre” dominicano que insulta y exalta en la literatura que encandila a los gringos, hasta el punto de que Barack Obama lo inscribió en la lista de autores favoritos. Sobrada razón para que, pese a sus múltiples periplos por la geografía dominicana en los años subsiguientes a Homecoming, with turtle, sea extranjero en la tierra que más amó otro descubridor, Cristóbal Colón.

Nada tiene de extraño que dos norteamericanos primeramente y dominicanos después, uno mulato y la otra blanca, escriban en un idioma diferente al de sus ancestros. Tampoco que se apoyen en una lengua ajena para explicar a su manera la cultura y complejidades de su nacionalidad menor, los tormentos y vicisitudes del inmigrante, del viajero que no termina por deshacer las maletas porque nunca ha llegado a casa. Ambos aprovechan su rica imaginación tanto para documentar una experiencia que en parte les pertenece por razones familiares, como para describir las intríngulis de la inmigración haitiana y el supuesto racismo dominicano. La ficción es un artificio del que a los escritores les cuesta apartarse.

W. G. Sebald, encarnación de letras mayores y profesor de literatura europea en mi alma mater, escribía en alemán y supervisaba luego la traducción al inglés, el idioma en que se desenvolvía en la vida académica en la simpar East Anglia, en el rincón oriental de Inglaterra. También rescata él la nostalgia, los viajes, la tragedia humana y los altibajos de su existencia con una prosa límpida, penetrante, que lo mantiene entre los ilustres representantes de una literatura verdaderamente universal.

Jonathan Littel, norteamericano criado en Francia, ganó en el 2006 los galardones supremos de la literatura francesa, el Premio Goncourt y el Grand prix du roman de l´Académie française, con una obra magna, Les bienveillantes (Las benévolas), en la que acomete con crudeza los horrores nazi. Bilingüe y multicultural, hijo de un novelista y periodista, escribió su primera producción en inglés. En ese mismo idioma montó la cronología con que luego da vida, en francés, al oficial alemán Max Aue, culto y amoral, narrador en primera persona.

Miembro del jurado que premió a Littel, Jorge Semprún nació en España, vivió muchos años en Francia y utilizó la lengua de Proust para escribir la mayoría de sus obras, entre ellas la fascinante novela La segunda muerte de Ramón Mercader. Mas, el exministro de Cultura de Felipe González también hizo literatura en español y en ambos idiomas alcanzó principalía y galardones.

Enseñó literatura inglesa y hasta escribió poemas en el idioma de Shakespeare que admiraba apasionadamente y dominaba a la perfección. Fue el español, no obstante, el instrumento por excelencia de Jorge Luis Borges para desarrollar un talento creativo que anonada a quien se adentra en una producción literaria abundante en calidad y número.

La lengua, elemento indispensable de identificación cultural y social, proporciona cohesión al colectivo, le permite comunicarse entre sí y forjar los rasgos definitorios de su adhesión. Como tal, el grupo no puede existir sin una lengua y de ahí el papel protagónico de esta en el establecimiento de una visión del mundo capaz de diferenciar lo nuestro de lo vuestro, los unos de los otros. En el lenguaje, entendido como la materialización del idioma, se encuentran las coordenadas para navegar en sociedad y descifrar los símbolos que proporcionan especificidad.

Bastaría con hablar la lengua, creen algunos, para pertenecer al grupo y aprehender la esencia de cada cultura. No ocurre así en la práctica. Lo recuerda una de las acepciones de lenguaje que proporciona la Real Academia de la Lengua: “sistema de comunicación verbal y casi siempre escrito, propio de una comunidad humana”. A tono con esa definición, la escritura sobresale como el estadio superior de una cultura en tanto facilita su reproducción y permanencia. Escribir en la lengua del colectivo implica, además de pertenencia, participación en su historia.

Se es dominicano por nacionalidad y por cultura, lo que deriva en conductas y adscripciones que podrían chocar entre sí. En esa dicotomía se sitúan las dos jotas, desafortunadamente ausentes como cultores de la lengua que identifica rasgos esenciales de lo que somos.

(adecarod@aol.com)

(Junot) Díaz escribe y piensa en inglés, aunque su prosa está preñada de palabras, términos peyorativos y frases inacabadas en español. A menudo ese tutti frutti deviene jerigonza insoportable que a más de uno habrá llevado a discontinuar la lectura, tomarse un respiro y pensarlo dos veces antes de enfrascarse nuevamente en la tragicomedia de Oscar Wao o la indiscreción velada del autor en lo tocante a sus aventuras amorosas.