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Historia y memoria por frank moya pons

la identidad abandonada

os dominicanos, en general, hablan mucho de su identidad nacional. Cuando quieren definirla muchos se refieren con satisfacción y orgullo a su música, su comida, su color "indio", su cerveza, su ron, su clima, su deporte preferido, el béisbol, y hasta a sus políticos.

Es común escuchar a muchos dominicanos de la isla y de la diáspora decir que ser buen dominicano equivale a gustar de comer mangú y víveres, o arroz, frijoles y carne guisada, gozar del merengue y la bachata, saborear una buena Presidente y nuestros mejores rones, y disfrutar fanáticamente del béisbol.

Ya pasaron los días en que la dominicanidad se definía por las actitudes nacionalistas y los valores raciales y culturales heredados de la colonia, y reforzados particularmente durante de la guerra de independencia contra Haití, valores éstos que fueron recalcitrantemente reafirmados durante y después de la Era de Trujillo.

Ahora ser dominicano ya no significa ser antihaitiano, ni ser católico, ni pretender ser blanco o "indio claro" ni, mucho menos, ser hispano, aunque usted hable el idioma castellano.

Ser dominicano en estos días es algo que tiene que ver muy poco con las nociones tradicionales de la identidad o la nacionalidad, según las explicaron los intelectuales y los cantores populares de los dos siglos anteriores.

Para entender la diferencia entre lo que se entendía antes por dominicano, y lo que se entiende hoy, baste leer algunas de las décimas de Juan Antonio Alix (finales del siglo XIX), y algunas poesías de Rubén Suro (mediados el siglo XX), y contrastarlas con los discursos académicos y políticos que se difunden hoy en los medios de comunicación.

En el curso de las últimas dos generaciones (1962-2009) la sociedad dominicana ha experimentado una rápida transición cultural que la ha catapultado hacia un mundo globalizado. Un mundo en que muchos países marchan, cada vez más rápidamente, hacia lo que Arnold Toynbee llamó hace más de cincuenta años "la occidentalización del planeta".

Los viajes internacionales, la emigración masiva y la migración de retorno, la reglas del libre mercado, la containerización del comercio internacional, la televisión, el cine, la radio, el telecable y, ahora, el Internet, entre otros factores, han hecho a los países más interdependientes y más cercanos culturalmente.

En el caso dominicano, la emigración a los Estados Unidos y Europa ha contribuido a cambiar la vida y la cultura a millones de dominicanos que, aun cuando siguen definiendo su identidad en términos folklóricos (mangú, cerveza, merengue, béisbol, bachata, etc.), son cada vez más extraños a sus raíces históricas pues apenas conocen la evolución de su sociedad de origen y, aparentemente, poco les importa.

Estamos hablando aquí de la gran masa, no de los contados intelectuales y artistas que continuamente reflexionan y discuten sobre estos temas. Entre esa masa tenemos a la mayoría de los políticos que, en general, representan casi perfectamente al resto de la sociedad dominicana, con sus virtudes y demás cualidades.

Por una singular combinación de circunstancias, una parte significativa del pueblo dominicano ha venido abandonando su tradicional hostilidad hacia Haití y los haitianos. Todavía falta estudiar cuáles han sido esas circunstancias, pero podríamos señalar tentativamente varias de ellas que lucen probablemente verificables.

Una de ellas ha sido la experiencia migratoria que ha puesto en contacto a los emigrantes dominicanos con muchos otros pueblos de raíces africanas ("Black Americans" y "West Indians", en los Estados Unidos, y africanos puros, en España y el resto de Europa), y con los demás pueblos asiáticos y latinoamericanos. Estos contactos tienen lugar diariamente en sociedades abiertas y en grandes ciudades en donde la interacción racial y la tolerancia cultural son reglas básicas de la convivencia social.

Otra circunstancia ha sido, a partir de 1973, la continua prédica de algunos intelectuales y académicos acerca de las raíces africanas del pueblo dominicano. Esa prédica ha ido calando cada vez más hondo en la conciencia de los maestros de escuela y profesores universitarios, así como entre los comunicadores sociales, de manera que las últimas dos generaciones han venido absorbiendo una noción identitaria muy distinta a la que circulaba socialmente anteriormente y durante la Era de Trujillo.

Esa nueva noción identitaria mostró su extensión durante las elecciones presidenciales de 1996, en las cuales compitió un candidato de origen haitiano inmediato, José Francisco Peña Gómez. En esas elecciones casi la mitad del electorado dominicano votó por él, y aunque perdió las elecciones, el ganador fue otro dominicano con claras raíces africanas, un distinguido intelectual y profesional mulato, el Dr. Leonel Fernández Reyna.

Más tarde o más temprano, los académicos dominicanos reconocerán que el paso de Peña Gómez y otros líderes de color por la política dominicana contribuyó de alguna manera a la disolución de la conciencia nacional dominicana como conciencia racial, pues ya no es posible hablar de una dominicanidad blanca, hispánica y católica, como ocurría durante la Era de Trujillo.

El mismo catolicismo dominicano, tradicionalmente dominado por un clero hispánico o hispanista, ha estado cambiando su su discurso en el curso de las últimas dos generaciones. Una de las razones de este cambio ha sido que importantes sectores de la Iglesia Católica (no todos) asumieron hace más de cuarenta años lo que ellos llaman "la opción preferencial por el pobre", y resulta que en la República Dominicana los más pobres de los pobres son o han sido los haitianos.

En este sentido, no se puede soslayar entonces la continua acción disolvente de la identidad nacional tradicional de los agentes de un nuevo catolicismo social que al practicar una "pastoral popular" de muchas facetas, ha venido promoviendo la aceptación del haitiano como "prójimo" que debe ser acogido, amado y protegido.

Sociológicamente hablando, alguien podría argumentar, aunque sería difícil comprobarlo, que la Iglesia Católica asumió la opción por los pobres para intentar recuperar el terreno ganado por las sectas protestantes y otras religiones alternativas que han experimentado un rapidísimo crecimiento entre los grupos más pobres de Asia, África y América Latina.

Como quiera que haya sido el proceso, lo cierto es que en la República Dominicana hay sectores de la Iglesia Católica y de las demás iglesias que están contribuyendo a eliminar el antihaitianismo como elemento definitorio de la dominicanidad.

Los políticos, volviendo a ellos, han sido y son un factor muy importante en este mismo proceso de transformación identitaria pues en su búsqueda de votos y popularidad, y con tal de aumentar sus clientelas, muchos han ido gradualmente acomodándose a la penetración y presencia haitiana y han estado fomentando la legalización de los inmigrantes haitianos.

Como contrapartida de los políticos, existen otros dos grupos que han favorecido y continúan favoreciendo y facilitando la penetración haitiana en el país: los militares y los empresarios (entre estos últimos están muchos terratenientes, grandes y pequeños, incluyendo a muchos campesinos dominicanos).

La aceptación de la presencia haitiana por parte de los empresarios y terratenientes se explica generalmente con el argumento de que necesitan mano de obra dócil y barata. En cuanto a los militares, muchos comunicadores e intelectuales dicen que su indiferencia ante la penetración haitiana se de be a que el tráfico de mano de obra haitiana por la frontera ha sido tradicionalmente una fuente de enriquecimiento del estamento castrense en el país.

Muy visible también en este proceso de aceptación del componente haitiano en la composición social dominicana es la obra misional de los vehementes activistas dominico-haitianos en el país que buscan y exigen ser reconocidos como auténticamente dominicanos aunque hablen otro idioma y exhiban rasgos culturales obviamente distintos a los rasgos dominicanos tradicionales.

En cierto sentido el iniciador de este reconocimiento fue el conocido sociólogo Carlos Dore, quien hace casi treinta años comenzó a llamar la atención de la importancia de los dominico-haitianos en el país. Hoy, la mayor exponente del activismo reconocedor y legalizador de los dominico-haitianos es Sonia Pierre, bien conocida por todos los que leemos periódicos o vemos televisión.

Por debajo del activismo público de las líderes dominico-haitianas y sus colaboradores masculinos, existe hoy una extensa red de apoyo social, institucional, político, religioso y comunitario que se extiende tanto a Haití como a los Estados Unidos, Canadá y Francia.

Esta red (en realidad, son muchas redes) insiste por todos los medios a su alcance en la importancia y la necesidad de que los haitianos sean aceptados como parte natural del pueblo dominicano. Baste ver sus numerosas páginas en el Internet para poder constatar la claridad de sus metas y la firmeza de sus propósitos. Algunas de esas páginas llegan incluso a presentar programas de acción para la dominicanización total de la población haitiana residente en el país.

Estas redes no ocultan sus intenciones: que los dominicanos mantengan una frontera abierta a todos los haitianos que deseen inmigrar, que el Estado dominicano legalice y documente a los que sean ilegales o estén indocumentados, y que les garantice la permanencia y, eventualmente, les otorgue la nacionalidad dominicana.

Destacados políticos estadounidenses han sido sensibilizados por estas redes que gozan de un amplio apoyo en el Congreso de los Estados Unidos ("Black Caucus", por ejemplo), y hasta en el mismo Departamento de Estado, cuyos diseñadores de política, y sus diplomáticos en Puerto Príncipe, insisten en que es mejor que los haitianos emigren hacia la República Dominicana por tierra en vez de aventurarse a viajar en bote hacia la Florida.

Este argumento ha resultado muy convincente en Haití y desde que empezó a difundirse cesaron los embarques de haitianos en bote hacia los Estados Unidos, y aumentó la emigración hacia la República Dominicana.

No es casual, entonces, que en las últimas semanas varios políticos estadounidenses, Charles Shapiro, Jimmy Carter y Bill Clinton, hayan expresado, en forma más o menos explícita, que los problemas de Haití y la República Dominicana son indisolubles o indivisibles, o que la inmigración haitiana hacia la República Dominicana es indetenible y que los dominicanos deben acostumbrarse a ella.

Lo más interesante del caso es que esas declaraciones han llegado tarde, pues los dominicanos ya se han acostumbrado a la participación haitiana en la vida económica y social del país.

Al parecer, la mayoría de los dominicanos ha abandonado gradualmente los reclamos tradicionales de su identidad nacional, pues aunque una minoría nacionalista cada vez más radical cuestiona fuertemente la penetración haitiana, a la mayoría de los dominicanos no parece importarles mucho la creciente legalización de los inmigrantes, ni su plena incorporación a la vida nacional.