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Huellas de un Errante

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Huellas de un Errante
Pedro Henríquez Ureña y su familia en Argentina. (FUENTE EXTERNA)

Mi encuentro temprano con Pedro Henríquez Ureña se concretó en el Colegio de La Salle, al estudiar las lecciones de su Gramática Castellana, obra de texto escrita en coautoría con Amado Alonso y publicada en dos volúmenes por Editorial Losada de Buenos Aires. Antes habíamos tenido como guía bibliográfica en la enseñanza académica que recibíamos con esmero en dicho plantel escolar, el libro Lengua Castellana, de J.M. Bruño, de Editorial Pedagógica de México, impreso en tapa dura. Del mismo retengo el aprendizaje memorístico de la fábula La Mona, de Samaniego, aquella que subiendo a un nogal mordió una nuez verde y como le supo muy mal, la arrojó el animal, abandonando a mitad su empresa.

En un ensayo sobre la Gramática de Alonso y Henríquez Ureña, María do Carmo Henríquez Salido, de la Universidad de Vigo, califica su alcance como el de una gramática normativa, concebida con una finalidad utilitaria y práctica. Orientada a proporcionar –citando a los autores- “un sistema de reglas y normas para hablar y escribir el idioma conforme al mejor uso”. Apelando para ello a una interlocución entre alumnos y profesor, al que se convida a quebrantar “la venerable” rutina de la que se lamentaba Andrés Bello. Tomándose “como criterio de autoridad el habla de las personas cultas y de los mejores escritores de todas las naciones de habla española, para conseguir, además del uso correcto y ejemplar de la lengua, la unidad y uniformidad del idioma” que nos comunica a los hispanoamericanos.

De lo mal o bien que aprendí sus lecciones, soy hoy hombre agradecido, como lo deben estar otros tantos que abrevaron en ese pozo de sabiduría metódica que nos brindó Henríquez Ureña en el recorrido de su existencia fecunda.

De este insigne lingüista, crítico y humanista, tuve la dicha de leer al iniciar los 60 una de sus obras editada por Fondo de Cultura Económica de México, Historia de la Cultura en la América Hispánica, que me abriría la curiosidad por ampliar mis conocimientos acerca de sus ideas. Encontrándome además con la impronta pedagógica que dejara su labor de ensayista erudito y el paciente trabajo magisterial entre varias generaciones expuestas a sus enseñanzas. En Santo Domingo, Cuba, Estados Unidos, México, Argentina, la huella profunda de Henríquez Ureña no sólo quedó entre círculos de intelectuales como los dinámicos ateneístas mexicanos -que contaban con la presencia de figuras de la talla de Alfonso Reyes y José de Vasconcelos- o los escritores argentinos nucleados en torno a la revista Sur que auspiciaba Victoria Ocampo, con un Borges para una sola mención.

En mis años de estudiante universitario en el Cono Sur, pude recibir el testimonio reverencial de antiguos alumnos del maestro que fuera don Pedro, al quedar identificado como uno de sus conciudadanos. Fueron los casos de mis profesores argentinos en la Universidad de Chile, José Luis Najenson, quien impartiera Antropología, y Ponciano Torales, profesor de Epistemología –pupilo de Mario Bunge. Ambos daban fe de la labor magisterial ejemplar de PHU, su consagración a los alumnos, el método socrático empleado en la docencia, el esmero en la corrección de los trabajos de los estudiantes y la observación personalizada de los mismos con anotaciones puntuales.

Años después, fungí como anfitrión en la UASD del juez supremo de Argentina Héctor Masnatta, quien impartiera un cursillo sobre el Tratamiento Jurídico a las Corporaciones Multinacionales, auspiciado por la Dirección de Investigaciones Científicas. Otro testimonio vivencial. Al igual en los 70, el que ofreciera el almirante Emilio Massera, quien visitara el país y escribiera en Listín Diario un artículo sobre el particular.

En 1967, en mi primer viaje a Buenos Aires, me encontré en una librería de Corrientes, sobre una mesa de remate, con el ensayo que Ernesto Sábato consagrara para honrar a quien fuera su maestro en 1924 en el colegio secundario que operaba la Universidad de La Plata. Desconocía la existencia del libro, cuyo precio se hallaba en oferta. Lo compré y lo leí con fruición como lo había hecho antes con El Túnel y Sobre Héroes y Tumbas. Luego conocería a Sábato, tocado con sus escafándricas gafas ahumadas y vestido con camisa oscura, en una tarde de escritores en la Librería El Ateneo de Florida. Ocasión en la que se congregaron Borges, Bioy Casares, Marechal, Mujica Láinez, Mallea, entre otros autores, para intercambiar con los lectores. En una fresca memorable primavera.

En 1984, con motivo de conmemorarse el Centenario del natalicio de PHU, los directores de las entidades agrupadas en la Plaza de la Cultura –Ivonne Haza del Castillo y Salvador Castro Calcagno, Teatro Nacional; Nolberto Soto Jiménez, Biblioteca Nacional; José Chez Checo, Museo de Historia y Geografía; Francisco Geraldes, Museo de Historia Natural; José del Castillo Pichardo, Museo del Hombre Dominicano- nos reunimos en el Palacio Nacional con el presidente Salvador Jorge Blanco. Allí le planteamos la necesidad de estructurar un programa en consonancia con esta efeméride, a lo cual convino, refiriéndonos ante el secretario administrativo de la Presidencia. El caballero que fuera Rafael Flores Estrella nos remitió a la realidad presupuestaria, indicándonos las estrecheces.

Esta situación, en lugar de amilanarnos, se constituyó en un reto a vencer. Con los escasos recursos disponibles en nuestros disminuidos presupuestos particulares, haciendo de tripas corazón, nos impusimos honrar con la dignidad debida a PHU. El programa incluyó charlas, edición de publicaciones, una exposición y un cartel conmemorativo, entre otras actividades coordinadas por el consejo directivo de la Plaza. La Secretaría de Educación, bajo la tutela de la consagrada maestra Ivelisse Prats, hizo lo propio, al igual que la Universidad Pedro Henríquez Ureña, editora de las Obras Completas compiladas por Juan Jacobo de Lara, una exquisita personalidad a quien visitamos en su hogar, cuya labor desde la Universidad de Columbia se veía así coronada.

En la puesta en valor y difusión de lo escrito por PHU han concurrido múltiples esfuerzos. En el plano local, se destaca el de su hermano, el polifacético Max –otro notable de esa estirpe prodigiosa que incluyera a sus padres y a Camila, eximia educadora-, el del historiador Emilio Rodríguez Demorizi, quien participara en el referido programa del Centenario que organizáramos desde la Plaza de la Cultura, al igual que Juan Jacobo de Lara. Julio Jaime Julia y Jorge Tena Reyes, en tareas compilatorias. Ensayistas de otra generación estudiosos de su obra, como Andrés L. Mateo, Soledad Álvarez, José Alcántara Almánzar, entre otros.

Y la más reciente y valiosa tarea de recopilación de las obras completas de nuestro humanista, a cargo de un duende laborioso y talentoso que reside en Alemania, el sociólogo Miguel de Mena, responsable de las Ediciones Cielo Naranja. Quien ha realizado este encomiable trabajo con el concurso de la hija de PHU, doña Sonia Henríquez Lombardo, quien nos visitara en 2013 durante la Feria Internacional del Libro para entregar el galardón instituido por el Ministerio de Cultura para honrar al maestro y participar en la puesta en circulación de los primeros volúmenes de la nueva edición de las obras completas de su padre.

En México su presencia ha sido siempre levantada como un estandarte de solidaridad en el campo de los ideales americanistas. Desde Alfonso Reyes –su hermano en el quehacer intelectual-, pasando por universidades como UNAM, el Colegio de México, Conaculta y el Fondo de Cultura Económica –editor de una buena parte de su obra-, han rendido reconocimiento constante a PHU. En Venezuela la Biblioteca Ayacucho editó La Utopía de América, una formidable antología. Ediciones monográficas de revistas académicas y literarias de universidades norteamericanas, argentinas, españolas. Simposios, tesis de grado, buscan desentrañar el sentido trascendente de sus ideas y los hallazgos meritorios de sus investigaciones.

Recientemente, en el Centro Cuesta del Libro, me encontré en uno de sus mesones de novedades con Lo mejor de Ernesto Sábato, una selección realizada por el autor con prólogo y comentarios a los textos. Repasé sus páginas (333) y hallé que este físico nuclear que derivó su vocación académica y científica hacia la literatura, motivado en gran medida por el ejemplo de PHU, incluyó su ensayo sobre “aquel profesor de mi adolescencia”.

“A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancias, más se levanta el recuerdo de Henríquez Ureña, más admiramos y añoramos aquel espíritu supremo”.

“Yo estaba en primer año, cuando supimos que tendríamos como profesor a un ‘mexicano’. Así fue anunciado y así lo consideramos durante un tiempo. Entró aquel hombre silencioso, y aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad. A veces he pensado, quizás injustamente, qué despilfarro constituyó tener a semejante maestro para unos chiquilines inconscientes como nosotros. Arrieta recuerda con dolor la reticencia y la mezquindad con que varios de sus colegas recibieron al profesor dominicano. Esa reticencia y esa mezquindad que inevitablemente manifiestan los mediocres ante un ser de la jerarquía que acompañó durante la vida a Henríquez Ureña, hasta el punto de que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras. Lo trataron tan mal como si fuera argentino...”

“Aquel humanista excelso, quizás único en el continente, hubo de viajar durante años y años entre Buenos Aires y La Plata, con su portafolio cargado de deberes de chicos insignificantes, deberes que venían corregidos con minuciosa paciencia y con invariable honestidad, en largas horas nocturnas que aquel maestro quitaba a los trabajos de creación humanística.”

En una de esas jornadas, un 11 de mayo del 46, al tomar el tren que lo llevaría a La Plata, falleció Henríquez Ureña.

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