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La democracia viene con fritos verdes

La democracia fue, en nosotros, aluvión. Se nos inundó el condumio de viandas sicalípticas. Los estilos “democráticos” fluyeron, a un nivel de que todavía hoy consideramos “intentos” democráticos lo que nunca fue ni siquiera ensayo.

Al caer la dictadura, las masas –al principio, tímidas; luego, llameantes- salieron a las calles a reclamar libertad. El “¡Basta ya!” de Viriato Fiallo levantaba el reclamo. Fue la primera opción de protesta. Había que terminar de guillotinar la Era, que agonizaba pero que daba aún coletazos, y la proclama libertaria no podía cesar. Luego, se habló de democracia. Nadie conocía con propiedad de qué se trataba, pero se explicó que era una nueva manera de reorganizar la sociedad, un modo de viabilizar el progreso, de encaminar los destinos de un país sumido en la ignorancia que desconocía acompañado de cuáles viandas se comía ese tasajo.

Democracia fue, entonces, una palabra venturosa. La explicó Juan Bosch por primera vez, de forma didáctica. El pueblo la asumió como un gran paso histórico. Democracia era libertad, pero también bienestar, avance, esperanza. Hoy se han olvidado los que cayeron en las marchas y mítines de diferentes comarcas proclamando la necesidad de libertad y democracia. Fueron los primeros héroes de la resistencia, antes que todos los demás. La mayoría, hijos del montón que nadie ya recuerda.

La democracia fue fragua y deber cívico. La dictadura cayó para que viviéramos en democracia. Eso se nos dijo. Y cuando, al fin los remanentes huyeron, se exiliaron o se escondieron para resurgir con otros formatos más tarde –casi hasta hoy-, la gente esperó por ella. Llegó en los hombros y en la palabra y en las acciones de don Juan. El país vivió los albores de la democracia anhelada durante siete meses, pero ese mismo país no supo aquilatar el esfuerzo de su gobierno, y ambiciones, conjuros ideológicos falsos, afanes de preeminencia que cortó la historia de cuajo, y charreteras, hicieron de septiembre un mes que aún pesa en nuestros andares. La democracia fue una hilacha que no logró completar su tejido. Cuando al fin regresó, en medio de la befa a su nombre y predominio, y la diseminación de aconteceres impúdicos, tal vez fue tarde para comprender su significado y ya muchos habían abordado otros carruajes políticos e ideológicos en busca de nuevas experiencias. La crisis de la democracia, que también explicó Bosch con su sólida brillantez, había comenzado. Toda América Latina sufrió el trance. El país dominicano como el que más.

La democracia fue, en nosotros, aluvión. Se nos inundó el condumio de viandas sicalípticas. Los estilos “democráticos” fluyeron, a un nivel de que todavía hoy consideramos “intentos” democráticos lo que nunca fue ni siquiera ensayo. Antonio Guzmán le dio un empujón y abrió una brecha importante, pero luego las pasiones personales, los odios insepultos, las bribonadas que no midieron consecuencias hicieron volver al país, vacilante y descreído, a la “democracia” balagueriana que volvió y volvió a sus menesteres como si de una simple pausa de ocho años se hubiese tratado la cosa. Renació en 1996 con nuevas promesas, nuevos caminos, nuevas esperanzas. Altas y bajas y esa democracia sigue abierta al acontecer cotidiano y a los entuertos de la misma clase política. No ha cerrado su ciclo, o quizás, quién sabe. La democracia actual se nutre de obsesiones populistas, de manipulaciones vulgares, de controles de la opinión pública, de retóricas que no terminan de identificar objetivos claros, de patanerías y rusticidades. Pluralismo, tolerancia, constitucionalismo, institucionalidad, tal vez sigan siendo materias pendientes.

Falta autenticidad en levantar la bandera de la democracia. Tantas veces en nuestra historia más reciente democracia ha sido tan solo una palabra, un ardid, una ficción. Se busca y se desea otra cosa. Democracia: trampolín. Una etiqueta. Una bocina. Un lenguaje. A la derecha y a la izquierda. Una trampa. La disidencia es acorralada. El poder se vuelve una borrachera. La corrección política se exige con lealtades que pagan su precio. La charanga política deviene en apocalipsis. Las chapucerías corren como caballos desbocados que llevan en su montura a un bergante que no sabe frenar. Lo cutre es rutina. El domo del establecimiento partidario deja que se desvanezcan las mejores intenciones y, en consecuencia, las obras que podrían considerarse positivas, avanzadas, logros inequívocos, terminan siendo suplantadas por el quehacer político incorrecto. La democracia termina siendo fruslería. Una arenga bachatera. Un ente tullido.

Se hace necesario curtir a la democracia. Hacerle un peritaje. No debería ser, nunca, una receta simplista, sino una fórmula viva que desafíe adversidades, pirotecnias politiqueras, rutinas, roñerías, afrentas y fatigas. A la democracia hay que vivir aguaitándola. Ajustar, cuantas veces sea necesario, sus desarreglos. Enderezarle sus jorobas. Limpiarle sus heces. Espantarle sus incordios. La democracia latinoamericana debe ser funcional o dejará de serlo. De hecho, ha dejado de existir en geografías que ahora sueñan –entre hambrunas, desgastes y espantos- en recuperarla. La democracia debe ser trascendente o sólo será un programa de gobierno, si acaso. Tiene que ser una verdad racional que, aunque se ensamble en el pragmatismo de la hora, nunca sufra las modificaciones adversas que la reducen hasta la destrucción. El paso siguiente siempre será de lamentar.

La democracia tiene la oportunidad aún de ser salvada. Quienes la sustentan y colocan como divisa de sus vidas y de sus haberes en la sociedad, tienen que poner la mira en “los muchos” y no sólo en “los pocos”. Aquellos: los del montón salidos. Los últimos: los enchufados. El poder de la democracia está en hacer convivir los pareceres disímiles, en tolerar las críticas, en sanear sus interioridades, en blindar sus principios y en respetar sus normas legales de sustentación y fortaleza. Cuando se descuida uno solo de estos factores, la democracia se diluye, se vuelve refractaria a su propio orden, se atolondra, y todo lo que pueda ocurrir después será rotura sin posibilidad inmediata de sutura, y ruptura sin remedio. “La política constituye la única hipótesis que se contrasta con su ejercicio”, ha escrito Pablo Simón. “Quizá era necesario que llegara un momento en el que todo aquello que parecía sólido se moviera bajo nuestros pies, en el que los grandes cambios de nuestra época se acelerasen, para que se tomase conciencia de cuán necesario es recuperar la centralidad de la política”. Simón conoce el curso de la democracia bamboleante, que tantas veces se hace jirones. La enseñanza es práctica. O salvamos la democracia para salvarnos a nosotros mismos, o la dejamos perecer en nuestras manos con beatífica tozudez de marsupiales. Como si no nos perteneciera el derecho a sobreprotegerla de infames acciones, de apuñalamientos y de estafas. Sí, cuidarla de los mismos que la tienen como blasón político, de los que, ayer y hoy han ostentado el trono y la mojiganga, de los que manipulan sus alcances y constriñen sus avenidas.

Los dominicanos que escucharon hablar de democracia por primera vez en los meses siguientes a mayo de 1961 no sabían cómo “entrarle” a la pitanza. Era una cecina que no se conocía con qué vitualla se acompañaba. Tal vez hoy todavía no sepamos bien con qué se come la democracia. Cada uno tendrá su “compaña” preferida. Sólo que algunos fomentos no cohabitan. Y más de uno, ha de observarse, que algo más le añaden.

-¿Con qué viene la democracia?

-Con fritos verdes.

-Bien. Agréguele un potecito de cachú.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.