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La historia, no el azar (1 de 2)

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La historia, no el azar (1 de 2)

El surgimiento de Trujillo a la palestra no fue obra del azar. Tampoco fue el brigadier una creación espontánea de la realidad política ni un suceso anormal impuesto por factores ajenos a la realidad histórica. Rafael Leónidas Trujillo acabó siendo la resultante casi lógica de un proceso social, político y económico sumamente enrevesado y manifestado en las inciertas fechas de los finales de la década del veinte bajo diversas vertientes que afectaban todas el sentido de supervivencia nacional y la estabilidad individual y colectiva de los dominicanos.

Años y años que parecían interminables, de montoneras, caudillajes regionales, imposiciones arbitrarias y crecientes luchas intestinas, habían dejado al pobrísimo país de principios del siglo veinte abatido y prácticamente sofocado por las intransigentes actitudes de capos regionales, generalmente analfabetos y sin más visión que sus propios intereses y sus machistas concepciones vitales. Abandonado a la suerte de esos ambiciosos guapos de aldea, el dominicano no tenía otra alternativa que la de enrolarse en los bretes de la manigua o rumiar desesperanzado un destino que no le brindaba la más mínima oportunidad de progreso y estabilidad.

El siglo diecinueve había concluido con la muerte del general Ulises Heureaux en una calle mocana, a manos de un grupo de jóvenes que conspiraron durante meses para acabar con aquella tiranía de catorce años. Pero, muy pronto, el país volvió a acogerse a la sombra de los caudillos pugnaces y virulentos, y de nuevo comenzó a cernirse sobre la nación la sombra del vasallaje, de la corrupción y de la ignominia.

Los dominicanos habían sido víctimas en tres oportunidades de la contumelia invasora. Primero, el largo dominio de veintidós años de Haití que creó un sentimiento patriótico no existente con tanto ardor y fiereza en los años anteriores. “El régimen militar que los haitianos impusieron a la población dominicana y los continuos despojos de tierras y propiedades terminaron creando un clima de resistencia nacionalista que dio lugar a varias conspiraciones y a un golpe de Estado independentista el 27 de febrero de 1844, que culminaron con la fundación de la República Dominicana”.

Empero, diecisiete años después de proclamada la independencia, a causa de avatares interminables entre las corrientes políticas entonces en ejercicio, asociados a temores de sectores terratenientes que pensaban que Haití seguía constituyendo una amenaza seria para el sostenimiento de sus propiedades, se produce la anexión a España, que inmediatamente provocaría un conato de rebelión, aunque rápidamente sofocado, en la bravía comunidad de Moca. Dos años más tarde vendría Capotillo y, a seguidas, el fuego de la rebeldía incendió campos y ciudades del norte del país, iniciándose la importante revolución restauradora que parió nuevos y, hasta entonces, desconocidos líderes que enrumbaron el sentimiento nacional hacia derroteros más consistentes que los que había forjado el movimiento independentista de febrero de 1844.

Pero, tampoco la Restauración aquietó a la joven República. Las luchas entre los propios líderes restauradores acabó cercenando ese gran proyecto patriótico, y la guerra civil volvió a sentar sus reales de sangre, dolor e inseguridad, creando “un impresionante clima de inestabilidad que dio por resultado una sucesión de más de 20 gobiernos en el corto lapso de unos 14 años, entre 1865 y 1879”.

La guerra restauradora dejó en ruinas al país y la fragmentación política fue creando las condiciones para el establecimiento, algún día, de una era de mano dura que concluyese con aquel permanente estado de cosas, muy variable en el carácter de la hegemonía política o del conglomerado partidista que llevase al momento la bandera, pero en el fondo igual de inestable y oprobioso. El sistema político dominicano se mantuvo frágil. La vida política de la nación se centraba en la lucha entre caudillos regionales, asechanzas continuas, usurpación irracional del poder, bravuras primitivas y capitulaciones de severa magnitud sociopolítica. La mayoría de los dominicanos apenas tenía derecho a observar el desarrollo de los acontecimientos. Una gran parte, sobre todo la situada en la ruralía más recóndita, ignorante y pobre, desconocía incluso en muchos casos, la magnitud de aquel proceso resquebrajoso de la nacionalidad, ajena como siempre estuvo al fragor de los hechos, oscurecida por la falta de medios de comunicación adecuados y por la ignorancia crasa que el raquítico sistema educativo de la época había inoculado en la infeliz población rural y urbana.

Como lo fue antes con afrancesados y españolizantes, el país observaba sin conciencia plena de aquella situación de indignidad ciudadana, cómo sus dirigentes principales continuaban mirando hacia otras tierras y poderes para “salvar” a la nación de la realidad que ellos mismos habían creado. Después de España, la mirada se fue hacia el Norte. Primero José María Cabral y luego Buenaventura Báez, insistían desde el poder para anexar la República a Estados Unidos. Estos proyectos no prosperaron, pero rojos, verdes y azules se encargaron del destino dominicano, hasta que Heureaux tomó las riendas y puso en jaque a sus enemigos, con una natural propensión a la arbitrariedad pasmosa y a formatos muy rudimentarios de orden y respeto.

Los jóvenes adalides que lideraron la bravía revolución poslilisista tampoco pudieron sostener el carro desvencijado de la República. Ni siquiera Ramón Cáceres, que llevó a cabo una ingente labor de recuperación económica y construyó importantes eslabones de progreso, pudo mantenerse sólido en el poder, y el 19 de noviembre de 1911 encontró la muerte mientras paseaba por la avenida Independencia, de manos de hombres que adversaban su régimen bonachón y, a veces, excesivamente confiado. Gobierno que nunca pudo superar el estilo aldeano en la conducción de la cosa pública que los líderes dominicanos habían heredado de administraciones anteriores.

Todo lo que vino después, hasta la invasión norteamericana de 1916, no fue más que una permanente diatriba política, sostenida muchas veces en la violencia y en la arbitrariedad, que acabó socavando la institucionalidad y minando gravemente la salud económica del país, ya para entonces prácticamente devastada.

Las citas indicadas proceden de Frank Moya Pons.

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