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La historia, no el azar (2 de 2)

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La historia, no el azar (2 de 2)

Cuando el capitán H. S. Knapp instaló a sus marines en la vieja ciudad de Santo Domingo y anunció el inicio de la ocupación norteamericana, el 29 de agosto de 1916 –hizo una centuria el año pasado-, el país se encontraba desgarrado en sus cimientos éticos, carecía de una estructura institucional vigorosa y estable, y su liderazgo político no había logrado echar las bases para el fortalecimiento de la República ideada por los filorios de La Trinitaria.

En el momento en que la ocupación concluye –ocho años después- la vida dominicana tenía ya una nueva orientación. Pasarían solo seis años para que la República conociera esa nueva etapa de su accidentada trayectoria. La nueva orientación no implicaba la enseñanza a los dominicanos de métodos civilizados de ordenamiento político, ni mucho menos de controles eficaces para el ejercicio democrático. Los Estados Unidos habían establecido su largo dominio político y económico. El militarismo exhibido durante esos ocho años (aún el término “militarismo” no tenía el uso frecuente que tuvo después) había dejado un sedimento de represión que generaría más tarde un estado de absolutismo, que a su vez eliminaría las viejas luchas caudillescas y las acciones guerrilleras tan comunes en los años anteriores a la ocupación, e incluso, con los gavilleros, en plena intervención.

“A su salida –afirma Frank Moya Pons- los norteamericanos dejaron el sistema político dominicano en una posición mucho más precaria que antes. En los tiempos anteriores a la ocupación, las revoluciones eran posible gracias al aislamiento en que vivía la población y a la abundancia de armas en manos de la gente, pero ahora el país quedaba expuesto a que cualquiera que obtuviese el control de la Policía Nacional pudiera ejercer fácilmente la dictadura sobre el resto de la población”.

Las costumbres, por otro lado, habían cambiado sustancialmente. Moya Pons enumera algunos de los cambios producidos en el gusto de la mayor parte de la población dominicana: el consumo de productos de factura norteamericana, americanización del lenguaje con el uso de marcas de fábrica en inglés, inicio de la moderna pasión dominicana por el béisbol –que sustituiría a la pelea de gallos como deporte nacional-, gusto entre las élites urbanas por la música norteamericana, pues aunque el merengue acentuó su presencia en las comarcas, los núcleos de sociedad repelieron el atractivo por el ritmo nacional considerándolo grotesco y de baja estirpe. A este respecto, no debemos olvidar que Ulises Francisco Espaillat, uno de los próceres civiles de la República, había formulado severas críticas al nacimiento del merengue. “Nos contentaremos con decir que, en opinión de muchos, debería desterrarse el merengue de la buena sociedad; pero yo, que deseo el bien para todas las clases, propondría que lo expulsáramos por completo del país”, escribió Espaillat en un artículo publicado en el periódico El Orden, de Santiago, en 1875.

Los norteamericanos, además, abrieron nuevos caminos, introdujeron los vehículos de motor y obligaron al dominicano a ir abandonando el caballo y el burro como medios de locomoción. Construyeron, igualmente, importantes obras públicas que marcaron una tendencia en los gobiernos siguientes por este modelo de gobierno; fomentaron el interés por la educación y sentaron las normas para los planes de colonización agrícola.

Tras esa estela, subió al poder Horacio Vásquez, que como bien cree Moya Pons es “en cierto sentido una prolongación de la Ocupación Militar Norteamericana”. Vásquez venía de ser uno de los participantes en la conjura que terminó con la vida del dictador Heureaux en la Moca finisecular de julio de 1899. Emparentado con Mon Cáceres, el nuevo caudillo tenía todas las trazas del líder popular, admirado y reverenciado por las masas, a contrapelo incluso de sus deficiencias gubernativas y de la falta de un rígido sistema de orden que pudiese mantener a raya a los impenitentes conspiradores que obstaculizaban sus métodos de dirección de la cosa pública.

El país vivió momentos de progreso económico durante la gestión de Vásquez y, a juicio de algunos historiadores el proceso de modernización de la República se inició durante este período. Pero, Vásquez, enfermo, debilitado física y políticamente y, como hemos visto, derrotado internamente por sus propios colaboradores, entre los cuales se destacaba el brigadier Trujillo, no podía sostener las bridas de ese potro inquieto que era la sociedad política dominicana de entonces.

A la sombra, las manos enguantadas de un soberbio líder en gestación tenían creadas las bases para su muy próximo encumbramiento político. No ocurriría, de ningún modo, como obra del azar. Una alta dosis de talento natural y una inspirada devoción por el poder y la gloria lo llevarían derecho, y prácticamente sin mayores tropiezos, a instalarse soberanamente en la mansión presidencial. Los factores objetivos estaban dados por años interminables de pugilatos políticos, diatribas sociales y derrumbamiento económico. No el azar, sino la dinámica de la historia misma, aunada a las innatas cualidades personales de Rafael Leónidas Trujillo, serían las que conducirían al país a los 31 años de dictadura que quedó sellada formalmente el 16 de agosto de 1930.

Trujillo traía consigo, para el ejercicio del poder, cualidades, habilidades, destrezas y malicia. Todo junto. Todo revuelto. Nadie puede ascender al poder absoluto y mantenerse en él por tres decenios, si no posee cualidades propias que no fueron forjadas ni por la formación recibida de los marines, ni mucho menos por el azar. Entre el retiro de las tropas invasoras, en 1924, y el ascenso vertiginoso –aunque pulcramente planeado- de Trujillo, en agosto de 1930, hay un intervalo sólido de seis años. Quien recibe el poder después de la ocupación es Horacio Vásquez, quien es la consecuencia lógica, en términos cronológicos por lo menos, de la ocupación: completó las obras que iniciaron los norteamericanos en nuestro territorio, y aunque creó un clima de confianza nacional –que acabó siendo vulnerado por sus propias ambiciones políticas- y restableció la libertad de expresión y las libertades cívicas, su régimen se vio obligado a buscar siempre la protección estadounidense y, en alguna medida, Vásquez prolongó la intervención norteamericana en la vida financiera nacional (Moya Pons afirma que por dieciocho años más) en contra de la oposición abierta que encontró hasta en algunos de sus partidarios. Agazapado tras sus oscuras pretensiones, a la sombra del hombre bueno que fue Vásquez –en lo personal, en lo humano y hasta en lo político- Trujillo avanzó al ritmo que la misma historia le impuso, se aprovechó de las coyunturas, hiló los filamentos de su tejido ladino y de su treta procaz, preparó sus huestes criminosas, embobó a Horacio y el resto fue historia.

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