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La insuficiencia del tiempo

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La insuficiencia del tiempo

Debo actualizar lo que escribía en el 2013 y decirlo con la propiedad debida: cuarenta y cuatro años y ocho presidentes, y, sin embargo, el asesinato impune de Gregorio –Goyito– García Castro continúa como espina afincada en la conciencia de quienes rehusamos olvidar a un gran periodista y una persona de una calidad humana inconmensurable. Atrincherados en el tiempo, nos resistimos a que se diluya ese instante angustioso de nuestra historia reciente, convencidos de que no se trata solamente del deber afín a la amistad y solidaridad con un colega, mas un compromiso con el país y la lucha por un Estado de derecho.

En una entrevista de prensa en Madrid saltaba el tema a propósito de lo que he escrito y respondía: “Fue el 28 de marzo de 1972. Goyito fue mi mentor en el periodismo y está claro que en su asesinato intervinieron funcionarios públicos y cuerpos de represión del Estado. Eso no quiere decir que ordenase el asesinato Balaguer, quien siempre reconocía que tenía incontrolables sobre los que no ejercía autoridad alguna”.

La periodista insistía:

—“¿Decía eso el “caudillo” Balaguer?

—Lo de Goyito fue un crimen de Estado, pero él era amigo de Balaguer. Sucedió que era muy crítico con ciertas camarillas militares que supongo acabaron con él. Desgraciadamente, nunca se ha enjuiciado a los autores intelectuales de este crimen”.

Insuficiente esta vez, el tiempo ha sido incapaz de convocar al olvido. En representación de una sociedad herida también con la muerte alevosa del periodista gigante, hay y habrá quienes reclamemos corregir los yerros escandalosos en los diferentes tramos del proceso judicial y la investigación inicial misma. La voz potente del hijo huérfano, Enrique, es una clarinada valiente, un aviso perentorio de que no cabe el borrón. Tarde o temprano se aclarará el episodio y sobre todos los responsables caerá con peso demoledor la fuerza de la verdad.

De manera consciente, Goyito apostó por un periodismo riesgoso. Cuando muchos callaban, tronaba él contra la intolerancia vigente. Apasionado y decidido, su periodismo se desmarcaba de la complicidad y amparaba a quienes sufrían los embates de la represión y luchaban por la apertura política. Sus análisis descubrían una realidad que sin esa columna incisiva, molestosa, hubiese pasado inadvertida.

Recomponía y descomponía los acontecimientos en tarea fecunda de imaginación, animado por un olfato periodístico innato acrecentado en sus años de ejercicio dentro y fuera del país. Veía la noticia en donde otros apenas atisbaban hechos sin mayores consecuencias. Ataba cabos sueltos, hilvanaba datos que su memoria prodigiosa guardaba como archivo imborrable al que todos podíamos acceder en esos años en que no había internet. Su conocimiento de la élite y de las principales figuras políticas de la época orillaba lo enciclopédico.

Conocía los peligros de la política en tiempos borrascosos. Había padecido persecuciones, choques con la ortodoxia en los meses sucesivos al ajusticiamiento del tirano,, y el exilio. Esos momentos difíciles, cuando el despuntar de su vida profesional terminó en pesadilla, debieron inmunizarlo contra las presiones. E igualmente, atizar esa vocación social tan arraigada, esa identificación con los débiles y el valor frente a las críticas y amenazas. Vivió al filo de la navaja, y esas circunstancias templaron su espíritu sin mellar las convicciones que lo empujaron a la emboscada artera en un rincón del viejo Santo Domingo.

En retrospectiva, me choca la naturalidad con que García Castro acogía las advertencias sobre su seguridad que en privado le hacían. Como algo banal, en la redacción de Última Hora y en los círculos de sus muchos allegados pregonaba las conjuras y posibles atentados en su contra. El relato solía ser de una convicción absoluta, como si se tratara de una revelación divina a la que solo faltaba la fecha exacta de concreción. A la seriedad del tema, sin embargo, oponía su talante más ligero, un encogimiento de hombros que quizás escondiese un fatalismo que en aquel entonces mío de periodista bisoño no atinaba a identificar.

Muy probablemente, su yo profundo albergaba la certeza de que no moriría en la cama, y que esa columna entrometida, esos textos contundentes que hendían la doblez política y explosionaban en los vericuetos inexplorados por un periodismo que no había roto del todo sus amarras trujillistas, serían la causa. La inevitabilidad del azar.

Aún así, contrariando admoniciones que resultaron ciertas y señalamientos de que pisaba terreno movedizo, no cejaba. Incluso, analizaba con osadía, sobre todo en la televisión, las diferencias en la cúpula militar que alimentaba Balaguer como parte de su estrategia de poder. Ex post, todo está muy claro: las aprensiones de Goyito tenían fundamento aunque las minimizara, mas nos resistíamos a aceptar que la indolencia oficial y las pasiones políticas y personales del momento se atreverían a aceitar el gatillo. Que de nada valdrían esfuerzos que encaminaba bajo cobija, como nos enteramos luego, para que en las alturas bloquearan los planes criminales.

La guerrilla de Caamaño de febrero del 1973 fue el punto de inflexión en la carrera de Goyito. Pusieron a prueba su capacidad de análisis y, como muchos otros, no tragaba que se tratara de una aventura aun lo reducido del contingente y lo inapropiado del terreno escogido. Había ya la experiencia nefasta del Che Guevara, en Bolivia. Cada día, traía al periódico datos nuevos, conjeturas, rumores militares, y barajaba una y mil hipótesis. El levantamiento armado se prestó a una de las historias periodísticas de mayor repercusión y que catapultó a Última Hora al primer plano con una tirada récord: la entrevista con Toribio Peña Jáquez, bautizado por Goyito como el guerrillero sin montañas porque se extravió en el desembarco y se refugió en Santo Domingo.

Al jefe de redacción se le mantuvo al margen para no abultar más sus penurias con los estamentos de poder, y librarlo de las presiones que sin duda le vendrían de sus amigos funcionarios para redimirlo del secreto profesional. Con la rotativa para la edición histórica rodando, el consenso generalizado fue que nos escondiéramos el fin de semana hasta ver qué pasaba. Con decenas de miles de ejemplares ya en la calle, a Goyito lo vieron caminar por el parque Independencia sin temor a las consecuencias de esa audacia periodística. Luego comentaría sin barrunto de amargura que aunque sin aviso previo de la célebre entrevista, estaba seguro de que se la atribuirían.

A mi entender, no fue esa, sin embargo, la razón de su muerte y sí que el alzamiento de Caamaño y sus guerrilleros proporcionaron las condiciones para un asesinato que probablemente estaba acordado y planificado con anterioridad. Digo esto porque la derrota del foco insurreccional asentó el poder de los cabecillas militares a los que adversaba nuestro querido Goyito. En cierta medida, ellos fueron los triunfadores cuando de las montañas bajaron las tropas y en las alturas quedó zanjada para siempre la posibilidad de una deposición de Joaquín Balaguer y el sistema por la fuerza.

El fusilamiento del coronel devenido guerrillero a destiempo y la caída en combate de todos sus compañeros, salvo Hamlet Hermann y Claudio Caamaño, forjaron el marco de impunidad para que en el torbellino del crimen de Estado se perdiera uno de los mejores periodistas que ha tenido la República Dominicana y de quien aún sigo como alumno.

(adecarod@aol.com)

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