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Los Bailes de Don Max

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Los Bailes de Don Max

Max Henríquez Ureña, en dos de sus obras de la serie Episodios Dominicanos (La Independencia Efímera y La Conspiración de Los Alcarrizos), retrata la sociabilidad festiva de la élite de los años 20 del siglo XIX, comprendiendo dos etapas del azaroso desarrollo histórico del país: la España Boba y la Ocupación Haitiana. Don Max elaboró esta serie como una historia novelada de la formación de la sociedad dominicana –al igual como lo hiciera Benito Pérez Galdós con medio siglo de la historia de España-, apoyándose en una sólida documentación y en múltiples relatos de la tradición oral. Nacido, al igual que su hermano Pedro, a finales del XIX, cultivó desde temprano una pronunciada vocación por los más variados temas culturales, reflejada en su infancia y juventud, que discurriera entre Santo Domingo, Haití, Estados Unidos, Cuba y México. Dentro de su polifacético talento, se hallaba la música -que estudió y practicó como ejecutante del piano-, siendo autor de la obra Tratado Elemental de Música, en colaboración con Antonio Serret.

En La Independencia Efímera dedica un capítulo (“El Baile de Doña Jacinta”) a relatar las incidencias de un baile ofrecido por doña Jacinta Cabral, “solterona de holgada posición y buena cuna, en cuya residencia se congregaba a menudo el núcleo más conspicuo de la sociedad dominicana”. Amenizado por un conjunto de arpa, violín y flauta, en dicha cita se bailó contradanza, contradanza francesa y vals, participando como invitados el gobernador español Sebastián Kindelán y el prócer dominicano José Núñez de Cáceres.

En uno de los pasajes de esta obra se describen aspectos coreográficos de la contradanza francesa:

“Avanzaron hacia el centro del salón.

—Formen ya los cuadros —indicó doña Jacinta—. ¡Del Monte, don Vicente, don José, acérquense aquí con sus parejas. Demos nosotros el ejemplo.

Rompió a tocar la música, colocáronse frente a frente las parejas para hacer los saludos iniciales. Después, en el movimiento de las figuras, los bailadores cambiaban frases al vuelo. Kindelán no desperdiciaba oportunidad.

—Cada vez está usted más joven. Nadie creería que aquel jovencito que baila admirablemente es hijo de usted —decía al levantar en alto la mano de la señora de Fernández de Castro.”

En la segunda obra refiere el autor un pasadía bailable realizado en una estancia próxima a Los Alcarrizos con motivo del día de la Altagracia en 1824, en plena Ocupación Haitiana, ofrecido en honor de una nutrida delegación de la ciudad de Santo Domingo. A dicha fiesta acudiría el doctor Juan Vicente Moscoso, intelectual dominicano que encabezaría la denominada “conspiración de Los Alcarrizos”, movimiento orientado a librar al país de la presencia haitiana, mediante su reincorporación a la soberanía española. El capítulo dedicado a narrar los detalles de este evento social (“La Fiesta de la Altagracia”) es rico en observaciones sobre los bailes y los cantos de la época, en boga entre los miembros de la élite urbana.

Animado por un conjunto integrado por dos guitarras y un güiro, acompañado de un suculento sancocho, el baile estuvo precedido por coplas de salutación que aludían a las condiciones de los convidados: “Nunca como en este día/que nadie podrá olvidar,/se reunió en este lugar/tanta gente de valía./¿Quién no se siente dichoso/al estrechar hoy la mano/del sabio dominicano/don Juan Vicente Moscoso?” Así como por otras tonadas de inspiración popular de corte picaresco: “Cuando las gallinas cantan,/seña que quieren poner;/cuando las niñas se peinan,/amores quieren tener./Para el toro la garrocha,/para el caballo la espuela,/para el hombre enamorao/el tabaco y la candela.”

En la fiesta de Los Alcarrizos se bailó fandango, vals, tumba y seguidilla, ofreciendo el autor una vivida descripción de estas dos últimas danzas. De la seguidilla –ejecutada por una pareja de novios, Altagracia y Lico- nos proporciona don Max el siguiente cuadro:

“Se arremolinó la gente al ver a Altagracia avanzar hacia el centro del espacio libre, seguida de Lico. Felipe (uno de los guitarristas, de origen español) inició una modulación, de un rasgueo en otro fue descendiendo de tonalidad, y arrancó de las cuerdas de la guitarra suaves y quejumbrosos acentos, en tono menor. Cobró después animación aquel acompasado ritmo ternario, y Altagracia se alejó de Lico taconeando. La siguió él, y cuando parecía próximo a enlazarla se desvió ella con presteza, y volvió a alejarse del galán que la perseguía, mientras la garganta de Felipe, a cuyos acentos se interpolaban los tonos graves de la voz de Andrés (el otro guitarrista, negro dominicano), poblaba el recinto de agudos rotundos como toques de clarín.

Taconeando volvieron a encontrarse los bailadores, y nuevamente fingía ella entregarse en los brazos de su perseguidor para dejarlo burlado otra vez, alejándose, erguido el busto, con la siniestra en alto cual si fuera a reafirmar la altiva peineta que coronaba su cabeza, mientras con la diestra levantaba levemente la falda, que arrancaba tenue nube de polvo al rozar con el piso.

-¡Olé! –gritó Felipe-. -¡Que sólo te faltan las castañuelas!

La música cambió a tono mayor, y el baile se hizo más veloz. Los bailadores se aproximaron, convulsos, siempre marcando el compás con febril taconeo, cada vez más aprisa, y recorrieron estremecidos el recinto, hasta que el galán pudo oprimir en su brazo aquella cintura tantas veces esquiva a su reclamo, y un enérgico rasgueo rubricó el final de la melodía.”

Luego de este despliegue de garbosa persecución amorosa, ajustada a la tradición popular española, llegó “la hora de bailar la tumba”, esperada con verdadera ansiedad por los festejantes:

“—¡A bailar la tumba, a bailar la tumba! –profirieron varias voces—. ¡Escojan sus parejas! ¡Ábranle paso al doctor Moscoso!”

“Las guitarras, acompañadas por el güiro, lanzaron pausadamente al aire las notas melancólicas de una melodía tropical. El doctor Moscoso dio señal de inicio, levantando en alto la mano de su compañera e inclinándose después delante de ella, pues en la tumba dominicana se conservaban actitudes y movimientos que eran un recuerdo del baile de figuras.”

Explica el autor que la tumba que se bailaba en el país debía su nombre a la tumba andaluza, acotando, sin embargo, que mantenía poca semejanza con ésta. Veamos su análisis, el más completo que hemos encontrado sobre esta danza, en la cual ya se plasmaría un fenómeno de sincretismo cultural, tan propio del mundo americano y, particularmente, del crisol de etnias e influencias que ha sido el Caribe.

“La frase melódica era de sabor nativo, aunque en ella se advirtiera, como por lo general sucede en la música criolla, un eco de expresiones musicales de otras regiones del mundo, muchas veces de España y, al través de España, de los árabes. Pero imitar no es copiar; y si la música criolla imita, al imitar modifica y adapta la frase melódica al sentimiento nativo, dándole nuevo sentido musical. El ritmo de la tumba tenía efectos sincopados de tipo africano y por eso podía marcarlo con precisión el güiro.

“Desde el punto de vista coreográfico pudo ser considerada, en sus orígenes, como una desviación del minué. No faltaba en ella cierto remedo de las figuras de ese baile de la Francia galante, aunque ni la música ni el ritmo, eran copiados de Francia. Guardaba, pues, coreográficamente, cierta afinidad con la contradanza francesa, que fue el antecedente inmediato de la cuadrilla. En la parte francesa de la isla, la tumba conservó esa forma, y con el tiempo se le dio el nombre de tumba francesa para distinguirla de la tumba que se bailaba en la parte española, donde las figuras tendieron a simplificarse, y la innovación introducida por otros bailes -como el vals, que ya para entonces estaba en boga en América—, hizo que las parejas bailaran enlazadas de rato en rato. Así, pronto quedó convertida la tumba dominicana en un baile de parejas, a la moda del día, aunque con algún recuerdo de las figuras que tuvo en su primitiva forma. Lo mismo ocurrió con la contradanza: frente a la contradanza francesa, baile de figuras, surgió la contradanza criolla, baile de parejas, antecedente de la danza antillana.”

Los diferentes estilos de bailar la tumba los cuela don Max en el pasaje en que Filocles —oficial haitiano— baila con Altagracia:

“Filocles, por su lado, hacía derroche de figuras, y llevando en alto la mano de Altagracia, remedaba los pasos del minué.

—C’est la vraire tumba —decía sonriendo a su compañera.

—Más o menos así se bailó aquí en un tiempo –declaró Altagracia-, pero la de ahora me gusta más.”

La tumba fue desplazada como danza nacional por el merengue. Edna Garrido registró su música en 1947 y Fradique Lizardo rescató su coreografía en 1955 gracias al relato de una bailadora de Jarabacoa. En Cuba –llevada a Oriente por los plantadores franceses y sus esclavos a raíz de la revolución de Haití- se conserva entre cofradías de negros como tumba francesa.

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