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Premios Soberano
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Papa y Josefina, magisterios

Un amigo me dice que sin tener quince años y sin vivir en los sesenta, no se puede penetrar ese mundo de experiencia que fue la época de los Beatles. Le creo. Ninguna época podrá entenderse, asimilarse y celebrarse del todo si uno no ha sido parte de sus emanaciones, de sus energías, de su abrevadero, de sus insignias. Entender una estación de la vida es consustanciarse con sus luces y con sus miasmas; es cohabitar con los roles protagónicos que distinguieron el momento y sus pasiones; es emocionarse con la elevación de sus gallardetes; es, en definitiva, vivir la época y sus signos. Fuera de ahí, se impone el conocimiento del magisterio a fondo que, en distintos órdenes, selló esa etapa de la historia, para poder comprender su trascendencia y sus aportes en la construcción de nuestra vitalidad común.

El martes pasado, mientras disfrutaba en casa del espectáculo de los premios Soberano, me inquieté cuando se produjo la entrega de un reconocimiento al maestro Papa Molina y a su esposa, la inmensa artista de la danza Josefina Miniño. Calculé que, por razones de biología simple, alrededor de un noventa y cinco por ciento de los presentes en el Teatro Nacional Eduardo Brito esa noche desconocían a fondo los valores y contribuciones al desarrollo del arte nacional de esos dos extraordinarios modelos. Muchos conocen sus nombres, más no sus trayectorias. Napoleón Beras Prats, con su palabra correcta y decir certero, motivó con frases breves el homenaje que se le hacía en ese momento a estos dos iconos –inmortales, les llamó con justicia- del arte dominicano. El amplio auditorio no vivió la época, y no se le ha enseñado, tal vez, en la dinámica de estos tiempos vertiginosos, con otras fatigas y otros emblemas, a conocer con cuáles elementos se tallaron esas figuras excelsas de nuestro patrimonio artístico.

El mocano Ramón Antonio Molina Pacheco fue alumno de don Tilo Rojas, una de las personalidades de mayor respeto en el ámbito musical de la historia de Moca. Siendo todavía un niño se le consideraba un virtuoso en la ejecución de la trompeta, por lo que fue, con tan escasos años, integrante de la banda municipal, solista, y ya adolescente, profesor de la academia musical. En la década de los cuarenta, Papa era ya famoso en toda la región cibaeña, pues corrió la voz de sus inigualables talentos. Luis Alberti, Enriquillo Sánchez y Tatán Minaya figuran entre los directores de orquestas de aquellos tiempos que le buscaron para que formara parte de sus agrupaciones musicales. Pero, la época estaba marcada por La Voz del Yuna, de Bonao, y hacia allí encaminó sus pasos el trompetista mocano, quien pronto se integraría al staff de La Voz Dominicana, donde sería integrante de varias de sus orquestas de planta hasta que alcanzó el estrellato como primera trompeta de la Super Orquesta San José.

Fue allí donde Papa Molina sembró su nombre y su estilo musical hasta convertirse en un referente obligado como oficiante de la música de alto octanaje que varias generaciones siguieron con admiración y simpatía. Papa fue el último gran director de esa big band que emulaba a las grandes agrupaciones de su tipo surgidas en Estados Unidos durante la misma época. Sus predecesores en la conducción de la que una vez defenestrada la dictadura se denominaría Super Orquesta José Reyes, fueron nada más ni nada menos que músicos de la talla del cubano Julio Gutiérrez, el mexicano Toño Escobar, el panameño Avelino Muñoz, el puertorriqueño Rafael Hernández, y las glorias dominicanas Luis Rivera, Francisco Simó Damirón y Ray Fernández.

Mi generación vivió la gloria de Papa Molina. Desde que se escuchaba el célebre opening de aquella super orquesta, todos corríamos al televisor del vecino para escuchar sus interpretaciones, con los arreglos del gran músico mocano, o para disfrutar el acompañamiento que hacía solo a reservadas figuras artísticas de la época. La San José fue, seguramente, una orquesta de popular seguimiento, pero era una banda de élite, forjada para arreglos no comunes y ceñida a una calidad estricta. Era una escuela para músicos y un espectáculo sin igual para los diletantes que, como la pandilla del barrio (Adriano Miguel, Carlos Minaya, Niño Gómez, Punco Díaz, Carlitos Estrella), se arremolinaba frente al televisor para escuchar la interpretación de esos arreglos históricos de Compadre Pedro Juan, Por ahí María se va, Fiesta cibaeña, o la inmortal pieza de Glenn Miller, a quien tanto debía su sonido y estilo, Moonlight Serenade (Serenata a la luz de la luna). Fue la época en que nos hacíamos devotos no solo de la música de Miller, sino de la de Benny Goodman, Duke Ellington y el canadiense Percy Faith. Y nuestro referente dominicano era Papa Molina. Por más de una década, Papa reinó en este país como su principal figura musical, con su orquesta y con sus composiciones inolvidables, pocas pero suficientes: Evocación, Nunca te lo he dicho, Cuando volveré a besarte, Dueña de mí, y el mambo Hello Jossie, entre otras. De ese reino surgieron voces como las de Vinicio Franco, Grecia Aquino, Miguelito Mieses y Johnny Ventura, este último encargado de finiquitar la época de las big band para dar paso a las agrupaciones musicales con una menor cantidad de músicos. Tanta admiración producía en mi generación esa gran orquesta dirigida por Papa –no la conocimos cuando fue conducida por los otros grandes músicos ya mencionados- que podíamos nombrar a sus principales integrantes y aún los recordamos: Choco de León, Jean Gómez, Julio Castellanos, Memelo Martí (que luego haría carrera en los timbales con Félix del Rosario), Miguel Artiles, Paquito Burgos y Prudy Ferdinand, el cocolo petromacorisano que luego sería la primera y singular trompeta del Combo Show. Papa, músico de estirpe, se convertiría años más tarde en autor sinfónico con piezas que hoy interpreta la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por su hijo José Antonio.

La historia de Papa está unida a la de Josefina Miniño y viceversa. Cuando ya era padre de siete criaturas, Molina Pacheco se casó con una jovencita que iba a su casa a jugar con su hija mayor. Ella tenía 18 y él 35 cuando decidieron unir sus vidas. Papa, en el apogeo de su carrera. Josefina, iniciando su trayectoria como bailarina de grandes arrestos, de presencia arrolladora, dueña de un estilo danzario propio, aguerrida, creativa, con imaginación y talento a raudales. Papa y Josefina construyeron una leyenda que debiera ser conocida, tal vez llevada a la pantalla en esta era de auge del cine dominicano. Sus episodios de vida sirven para construir un guion que a todos provocaría sorpresa y simpatía. Él, modesto, sencillo, ajeno a las ostentaciones. Ella, de altivez elegante, genio que no admite apocamientos ni permite reducciones a su estatura. Él, cerrado en su renombre. Ella, luciendo siempre sus galas a telón abierto. Inmortales. Magisterios fecundos de nuestra historia cultural. Quiero decir, un homenaje a Papa y Josefina no puede ser un simple pase de honor por el escenario de los Soberano. Merecen más. Mucho más. Esos iconos incontrovertibles todavía viven –y vibran- en los latidos de generaciones que, como la mía en la Moca sesentista, saben bien con cuáles materiales de imposible herrumbe están talladas estas dos personalidades de nuestra historia artística y cultural.

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