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Semana Santa
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Reivindicación de María de Magdala

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Reivindicación de María de Magdala
Iglesia Santa María Magdalena, en Jerusalén. (SHUTTERSTOCK)

Junto al Monte de los Olivos y detrás del huerto de Getsemaní, impresiona al visitante que llega a Jerusalén la iglesia de Santa María Magdalena. No es habitual encontrar esta edificación en las rutas turísticas y extraña que no se incluya en los recorridos por los lugares más emblemáticos de la Ciudad Santa, sobre todo cuando la ubicación que tiene es privilegiada. De día o de noche, su gran cúpula dorada central, rodeada de otras seis más pequeñas, relucientes y majestuosas, convierten este templo ubicado en una colina que permite divisarla desde cualquier ángulo de la ciudad, en una obligada referencia visual.

La iglesia de Santa María Magdalena pertenece a los cristianos ortodoxos rusos y de aquí el parecido de las cúpulas con las del Kremlin y con otras edificaciones moscovitas que datan de la época de los zares. Uno de ellos precisamente ordenó la construcción del templo que citamos en el siglo XIX, en una época en que las monarquías europeas levantaron templos y otras edificaciones en Jerusalén para estar presentes en la Ciudad Santa.

María Magdalena es un personaje que ha provocado fascinación a través de los siglos entre cristianos y no creyentes. Para mí siempre ha sido un motivo de conocimiento, sobre todo ante los tantos decires profanos –no pocos nacidos en el mismo seno de la teología cristiana- sobre esta mujer controvertida y extraordinaria. En Israel, incluso, no se tenía constancias hasta años muy recientes de la existencia de una ciudad antigua llamada Magdala, por lo que hasta se llegó a dudar, fundamentalmente en la comunidad científica que se ocupa permanentemente de investigar y excavar en busca de edificaciones patrimoniales de la historia de Israel, de que hubiese existido un lugar con ese nombre. Había leído que arqueólogos reconocidos habían dado con la ciudad de Magdala. Pregunté a la historiadora judía que guiaba mi viaje y ella me llevó a Magdala. En la ruta que lleva hasta el Mar de Galilea, conocido también como lago de Tiberíades o lago de Generaset, justo cerca de uno de sus costados como atestiguan los evangelios, allí se encontró la que se cree que, en su tiempo, fue la ciudad más importante de Galilea. Apenas en 1996, hace poco más de veinte años, se descubrieron los yacimientos arqueológicos de la ciudad donde nació María o Miriam de Magdala.

Tanto los evangelios canónicos como los evangelios y libros apócrifos –incluyendo el Evangelio de María Magdalena- contienen abundantes referencias a esta mujer, injustamente acusada de prostituta arrepentida. Anotemos que los evangelios canónicos o sinópticos son los escritos redactados en el siglo I, que transmiten la tradición apostólica y que son aceptados por las iglesias cristianas de cualquier denominación. Los apócrifos no son propiamente textos falsos o misteriosos; de hecho, siempre han sido publicados, incluso hoy, por editoriales católicas y por las iglesias orientales fundamentalmente. Apócrifo significa no canónico, o sea que no tiene carácter oficial porque se consideran libros “no inspirados”. A mi parecer, contienen muchas incongruencias que permiten razonar por qué no fueron aceptados como textos canónicos. No obstante, creo como el franciscano Jacir de Freitas Faria que con los libros apócrifos como con cualquier otro texto del Primer y Segundo Testamento –como se denominan hoy al Antiguo y Nuevo Testamento, por razones ecuménicas- uno debe aprender a dialogar para aprender a extraer de ellos los aspectos más importantes que desean transmitirnos.

María Magdalena ha sido motivo para numerosos libros, piezas teatrales, filmes y musicales de Broadway. El imaginario colectivo la señala: prostituta y endemoniada. Y sucede que no hay ninguna comprobación de que fuese tal cosa. Se ha especulado que fue mujer de una gran autoridad de su tiempo, que luego huyó enamorada de un soldado romano y que en ese tránsito sufrió tropiezos sentimentales de diversa índole. Marcos, Mateo, Lucas y Juan hablan de ella en sus evangelios, donde por cierto se la cita doce veces, más que la propia Virgen María. En su ruta de azares, Jesús la encuentra, le perdona sus culpas, exorciza sus demonios (no quiere decir posesiones diabólicas, sino los pesares que aturden su existencia) y la enaltece, lo que la convierte en una discípula de primera fila no solo durante el trayecto evangelizador de Jesús sino también durante los primeros años de formación de las comunidades cristianas, luego de la muerte y resurrección del Mesías. Ni los evangelios canónicos ni los libros apócrifos afirman que María era prostituta. La especie fue propagada por católicos y protestantes durante siglos, lo que hoy se considera fue un error. En las iglesias cristianas orientales, nunca se ha visto a María bajo ese perfil. De todos modos, lo principal es que ella se convirtió en más que una discípula, en una mujer-apóstol, atributo que no le fue aceptado tal vez por su condición femenina en un tiempo en que las mujeres ocupaban posiciones muy secundarias. Pero, importantes teólogos afirman que llegó a tener una posición de principalía en las comunidades cristianas de origen y que incluso en vida de Jesús fue una auténtica líder apostólica. No solo servía a Jesús con sus bienes, como afirman los evangelios, sino que fue fiel a Jesús hasta su muerte y –y esto es lo más importante– que fue la escogida para descubrir la resurrección, la que presencia el acontecimiento y a quien Jesús encarga de ir a informar la noticia a sus discípulos que, con toda seguridad, no podían aceptar como válido lo que aquella mujer le comunicaba. Salvo Jesús que distinguió siempre a las mujeres, los apóstoles, como los hombres de su tiempo, tenían un espíritu “machista” en las entrañas que le venía de la tradición judía, y detestaban que ellas ocuparan roles protagónicos.

Magdalena no huyó como Pedro, ni negó nunca a Jesús. Estaba con la madre del Salvador y con María, la de Cleofás, al pie de la cruz en el momento de la crucifixión. Y se encaminaba en la mañana del tercer día a cubrir de ungüentos y perfumes el cuerpo del hombre que había cambiado su destino, cuando descubre que él ya no estaba en la tumba que le había preparado José de Arimatea con el permiso de Pilatos, sino que había resucitado. “No me toques -le dijo Jesús a la mujer de Magdala cuando quiso abrazarlo- que aún no he sido glorificado”. No es nadie más, sino María Magdalena la testigo de este suceso. ¿Quién tuvo otro rol tan revelador y trascendente? A partir de ahí, ella estuvo en todos los grandes momentos de la vida de la primera cristiandad: en Pentecostés, evangelizando, contraviniendo a cualquier apóstol que incumpliera las normas, orando permanentemente y proclamando el Reino de Dios.

Los evangelios atestiguan que María de Magdala estaba poseída por males que la atormentaban y le impedían conocer al Dios verdadero. Nunca que fuese prostituta, pero la tradición eclesial la definió de ese modo y así ha quedado sellada en la fe de católicos y pentecostales, más no en la de los católicos coptos y ortodoxos de las iglesias de Oriente.

Dicen que murió en Jerusalén y fue enterrada justo donde se encuentra hoy la hermosa iglesia ortodoxa que lleva su nombre al pie del Monte de los Olivos y a la vera del huerto de Getsemaní. Los coptos creen que ella debió huir hacia occidente –específicamente Marsella, España- junto con otros apóstoles cuando se acentuó la persecución judía. Sea lo que haya sido, María Magdalena merece ser reivindicada como una iluminada, la mujer-apóstol que aquellos tiempos no aceptaron, una fiel servidora de Jesús y la testigo excepcional de su resurrección. Cada semana santa y cada domingo de resurrección, ella debe ser recordada como una de las piezas de aquel entramado de fe, de gloria y de salvación. Una mujer que venció los prejuicios machistas de su tiempo. Una líder apostólica que dio a su fe valor de eternidad. Y una santa, sin tinturas de deshonra ni agregados adulterados.

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