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Requiescat

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Requiescat

Milito en la acera de aquellos convencidos de cuán inútil resulta preocuparse por el qué dirán una vez remontemos el Aqueronte. Nada podremos hacer para enmendar opiniones, influenciar juicios o contextualizar los hechos. El protagonismo será de otros, ¿y qué? Denigrar o calumniar a quien no puede defenderse es de cobardes, mas para ese entonces no sabremos nunca quiénes caen en esa categoría infame.

Hay mérito, mucho, salvar del olvido aquellos personajes y sus facetas que de una manera u otra han sobrevolado la rutina, y con su quehacer, muchas veces anónimo, abierto trechos, impulsado tendencias o ejercido una ciudadanía responsable. The New York Times, por ejemplo, ha inaugurado una sección novedosa, Overlooked (pasado por alto), para corregir omisiones lamentables en su columna de obituarios, con génesis en el siglo antepasado. Demasiados blancos y pocos actores de esos subidos de melanina y que también dejaron huellas, en las páginas del legendario periódico norteamericano. El rescate de Julia de Burgos, la excelente poeta puertorriqueña en romance apasionado con nuestro Juan Isidro Jimenes Grullón en la primera mitad del siglo pasado, me ha sacudido. Hasta he creído ver al río Loíza más grande de lo que es. He redescubierto cuánto de fuerza vital hay en su Poema para mi muerte, citado por el diario, en el que la mulata caribeña pide inspirada: “Incorporarme el último, el integral minuto,/ y ofrecerme a los campos con limpieza de estrella/ doblar luego la hoja de mi carne sencilla,/ y bajar sin sonrisa, ni testigo a la inercia”.

La verdadera muerte es el olvido, se ha dicho una y otra vez. Lo entendieron los egipcios y por eso borraban de sus papiros los nombres de los faraones caídos en desgracia. De amigo es, por tanto, contribuir a que no se extinga la memoria de aquellos que nos han influenciado positivamente, con los que hemos compartido momentos impactantes o quienes, sin pedir nada a cambio, nos han dispensado solidaridad incuestionable.

De Rafael Perelló, fallecido hace unas semanas, se ha dicho que fue un empresario de fuste, reconocido gallero y el impulso decisivo detrás de la reconversión de la caficultura en el país, en territorio crítico por el azote de plagas severas. Verdad todo, pero no toda la verdad. Tanto o más que un dominicano de temple, orgulloso de sus raíces y comprometido con una herencia familiar compleja, fue un apasionado de la vida, un maestro en doblegar y aprovechar las circunstancias adversas, un obstinado en la defensa de lo que entendía eran sus derechos y responsabilidades. Todo un caballero, humano al que nada le era ajeno; y, para mí, un buen amigo de quien me sentí siempre cerca pese a vivir tan lejos desde hace más de una década. Lo que nunca anticipé cuando lo veía a distancia, ha ya muchos años, en tandas vespertinas del buen comer y mejor beber en el desaparecido restaurante Juan Carlos.

Coincidencias de fondo nos aproximaron, lo que me permitió posteriormente atisbar al verdadero Rafael Perelló. El destino lo dejó como el único varón en una familia de cinco hermanos. Difícil calzar las botas del padre fundador de la empresa, respetado empresario banilejo y afamado connaisseur de vinos, y no sucumbir a la tentación machista tan en boga en los negocios dominicanos. O, simplemente descarrilarse. La tarea, y de ahí que hable de herencia compleja, era consensuar con las hermanas, Noris, Daysi, Diana y Kirshis, la gestión, continuar la tradición de empresa familiar y, paulatinamente, acometer un proceso de crecimiento y diversificación inteligente. De seguro que las enseñanzas en el prestigioso Babson College, su alma máter y una de las mejores universidades de emprendimiento en el mundo, le sirvieron de mucho. Obligado a columbrar el futuro sin descuidar el pasado. Jano en los negocios. A horcajadas entre el hábito y la modernidad.

Industrias Banilejas y su producto estrella, café Santo Domingo, volaban con viento de cola a favor. Empero, el surgimiento de una fuerte competencia combinada con factores políticos adversos transformaron el panorama Perelló. Tiempos de turbulencias, sin embargo, que no amilanaron a la familia. Por el contrario, la respuesta certera fue una cuidadosa estrategia para neutralizar los diferentes frentes abiertos, lo que al mismo tiempo abrió espacio a nuevas inversiones y expansión. Admirable la destreza de Rafael y la entereza con que, junto a sus hermanas, capeó el temporal. Conocí un espíritu combativo envidiable, determinación sin flaqueza. No sé de dónde sacaba las energías para alimentar ese propósito decidido de no ceder un palmo en una guerra costosa y sin tregua.

El azar nos juntó una primavera en París cuando venía de un viaje secreto a Suecia, donde adquirió la tecnología y maquinarias para la fábrica de fósforos en carpeta. Testigo fui de que la estampa familiar no se circunscribía a los negocios, también incluía un nombre reconocido en las mejores marcas del paraíso culinario que es la Ciudad Luz. En el Taillevent, aún sin perder su tercera estrella Michelin, monsieur Perelló era comensal conocido y distinguido. Como su padre lo fue en La Tour d’Argent —el del emblemático canard à la presse—, con mesa asegurada mirando al Sena y a Nôtre Dame. Cada verano. En los negocios y la vida, siempre la excelencia. Rafael Perelló Abreu la perseguía con ahínco y de ahí el esfuerzo por lograr la superioridad técnica. Y criar los gallos más aguerridos. Apurar y coleccionar los vinos cimeros. Ya de embajador en Londres, me reencontré con el amigo un par de veces. En una, recuerdo, buscaba las mejores máquinas expendedoras de café en sus diferentes variantes. Podemos verlas hoy en múltiples cafeterías en el país y en las salas vip del aeropuerto de Santo Domingo, donde al conjuro de un botón brota humeante desde un capuchino a un espresso, un chocolate o un reconfortante café suizo.

Le reprochaba en son de broma que solo encontrara calidad en caldos franceses. En esa esquina, tampoco daba cuartel. Tendría que ser entre copas de algún borgoña o burdeos cuando me confesó que la guerra comercial lo había cambiado. Se amparaba en el anonimato y descreía de las candilejas. La razón mediática lo forzó a recoger el envite público y desplegar sin miramientos una enorme capacidad para generar lealtades o ganar aliados con su franqueza apabullante. El café Santo Domingo empezó a promoverse —y se mantiene— en los programas de opinión. El gasto de Industrias Banilejas en publicidad se incrementó notablemente, y de paso vinieron algunas inversiones en medios. Nunca olvidaré cuando me dijo que en el capital suyo y de su familia había disponibilidad para cualquier proyecto periodístico que se me ocurriera.

A cargo las hermanas de la retaguardia financiera en consejos de bancos, Rafael pasó al jaque mate empresarial. Buscó en Estados Unidos los mejores socios en la industria del cartón y, junto a una sólida familia panameña, fundó Cartones del Caribe. Fósforos y cartones, más las profundas raíces en el mercado del café, le valieron a la familia Perelló una primacía que aún perdura pese a un revés bancario. Había ya tranquilidad para ocuparse de la filantropía y el Centro Cultural Perelló en el Baní donde todo comenzó. También para buscar remedios a la decreciente producción cafetalera del país y, muy importante, preparar el relevo.

Me habían dicho que Rafael Perelló estaba enfermo. No sabía qué tan serio. Me sorprendió el anuncio de su muerte y lamenté que en mis contadas y cortas visitas al país no sacara tiempo para verlo o indagar directamente con sus hermanas, a quienes aprecio y admiro, el estado de salud del amigo. Con estas líneas, quiero anticiparme a la segunda y peor muerte: el olvido.

adecarod@aol.com