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Romance fluvial

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Romance fluvial (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Poderosa imagen de la que se vale Jorge Manrique para describir el destino común a todos en la brevedad de la tercera de sus Coplas: “Nuestras vidas son los ríos que van dar en la mar, que es el morir”. El final los iguala a todos, grandes y pequeños, continúa el poeta castellano. Empero, más que muerte, el recorrido fluvial es imagen de vida, de movimiento y adaptación a las geografías más extrañas. A su paso, deja influencias profundas, civilizaciones enteras que se han acomodado a la placidez o violencia de sus riberas.

En los ríos convergen presente y pasado. Poseen una dimensión mítica que encandila y actúa como imán. Cada ciudad tiene el suyo. Tradicionalmente, han sido convocatoria ineludible al asentamiento de pueblos pese a que cada palmo es diferente, a que sus aguas envuelven el secreto de la evolución. Desde el comienzo de la historia han cambiado sin dejar de ser el mismo.

Los busco incansablemente en la aventura de conocer continentes. Me conectan con una y mil lecciones: su materia reflejan cuanto quieras en el silencio perezoso de la reflexión. Roma no es el imperio romano al margen del Tíber, y París carecería de belleza de no ser por el Sena generoso en la acogida de la sangre de la revolución que transformó al mundo de entonces sin que aún haya perdido vigencia. Sobre el Támesis londinense se perfila la barcaza de un impertérrito Enrique VIII en ruta desde su palacio, Hampton Court, quizás ya con la decisión tomada de romper con el papa como lo haría luego con un listado de esposas y amantes.

Imposible, al menos para mí, avistar el Rin desde uno de los puentes que lo cruzan sin oír el estrépito de las bombas y el zumbar de los aviones aliados mientras la catedral imponente, en Colonia, se yergue en el paisaje bélico inmune a la destrucción, a la vesania, al odio, a la sinrazón que es toda guerra. El Danubio viste de azul veraniego a la Viena imperial. En los bosques tan afamados se oyen valses. Sin detenerse, rumorea con su corriente otro idioma para partir en dos a otra gran ciudad, Budapest. Poco importa que la riqueza líquida sea el espejo donde se miraran las tropas invasoras que en 1956 silenciaron con violencia el primer crujido en el lento derrumbe de la Unión Soviética.

A sus 73 años, Mao se sumerge en el Yan-tse arremolinado y nada poco más de 13 kilómetros. No había redes sociales, tampoco posverdad ni fake news como el pan de cada día. La noticia llegó a todo el mundo con la misma claridad del mensaje. La llamada Revolución Cultural entraba en su apogeo. Rodarían cabezas, desaparecían los intelectuales y el conocimiento devendría crimen. Purga terrible que ejemplifica lo que es la lucha por el poder y el porqué la sucesión, incluso en estos tiempos mediocres de democracia a la dominicana, asemeja una batalla sin cuartel.

También he abierto la boca cuanto lo permiten las mandíbulas cuando estos ojos, que he decidido se trague el fuego y no la tierra, fracasaron en el intento de ver la otra orilla del Amazonas, en Manaos. Allí, la fiebre del caucho posibilitó la construcción de un teatro de ópera pese a la lejanía selvática. Fitzcarraldo no pertenece a la ficción y en mis elucubraciones se escapó del celuloide y de la dirección fílmica del alemán Werner Herzog. Deslumbrante, Claudia Cardinale. Casi loco de atar, Klaus Kinski. Tanta belleza y lujo superan el realismo mágico, y por supuesto, ni siquiera en cien años o no de soledad el Magdalena de García Márquez será capaz de alucinarme tanto como la obstinación del río Negro en no mezclarse con las aguas a las que se debe porque, no obstante su grandeza, será y es un tributario. La confluencia en el palacete musical es otra, de mármoles, cuadros, recreación de la Belle Époque. Supe en ese momento, muchos de mis años ha, que el arquitecto italiano hizo honor a su nombre: Celestial.

El Misisipí y el Misuri impregnan de jazz terrenos inmensos. Tanto o menos que el dolor de los esclavos africanos que también humedecieron la tierra mas con sangre, sudor y lágrimas. Por ahí está Nueva Orleans, antes y después de las inundaciones que desvelaron una vez más la gran pobreza del sur norteamericano, siendo Luisiana uno de los estados de mayores carencias. Todavía en ese Sur que sí es profundo, desde el Parque y Centro Presidencial William Jefferson Clinton, en Little Rock, se avista el Arkansas antes de que desagüe en el Misisipí que amó Hemingway, el que cruza Nick, su personaje recurrente, quizás autobiográfico. Quien ame el béisbol como yo, disfrutará la lección de periodismo impresa en Crossing the Mississippi. ¿Será verdad y no ficción que se burla de la anatomía El río de dos corazones?

Antes de que el avión se posara en la pista del aeropuerto venezolano de Ciudad Bolívar, una semana de marzo que no quería fuese santa, caí en cuenta de que el Orinoco abarcaba más de lo imaginado por mí. Décadas después, acepté el bostezo que es musicalmente la canción de la irlandesa Enya. Las letras de Orinoco flow arrastran belleza e invitan, sin posibilidad alguna de negarse, a navegar, a dejarse llevar por las aguas hasta tierras nunca vistas.

Mi romance fluvial arrancó en ese curso que muere cerca de las tierras peninsulares que Cristóbal Colón juzgó como las más bellas que jamás hubiesen visto ojos humanos, descontada en la metáfora la Génova natal que baña el Bisagno.

Antes caudaloso, ahora reducido por el hombre en guerra contra la naturaleza y el desvío de sus aguas para sustentar la agricultura en una buena porción del valle cibaeño, el Yuna sigue en la desembocadura de mis amores. Mi pequeñez era entonces más que de tamaño. Temía a la potencia líquida cuando, en las contadas veces en que hubo permiso paterno, me adentraba algunas pulgadas en el regalo refrescante durante las sabidas canículas de mi región. Desde mi Duarte provincial venía a Santo Domingo y me confundía que el Yuna fuese tan débil cuando riega el área de Bonao. Casi siempre se exhibían desnudos unos peñascos enormes y el cauce, una sábana muy alargada de piedras menores. Allí, las aguas mansas, transparentes, contrastaban con aquellas que conocía, las que permitían flotar la barca sujetada a un largo cable cuyos extremos reposaban en unos pilares de madera en ambas orillas. Aquí, Acicate. Allá, Cerrejón. Y un ir y venir de brazos musculosos sobre el cordaje para mover la embarcación y trasponer el Yuna que se me antojaba majestuoso.

Recuerdo aquel día, temprano y de la mano paterna, cuando lo vi exageradamente hinchado. Estaba a punto de escaparse de los barrancos que aprisionaban con sus alturas el curso. Sonaba ronco, a nivel de decibelios ensordecedores. Sucio, marrón terroso que no atravesaban los escasos rayos dejados filtrar por unas nubes que se insinuaban tormentosas. Embravecido, arrastraba árboles enteros, matas de plátanos, pencas de palmas reales, troncos que me parecían enormes, animales domésticos a los que había sorprendido y ahogado. Se anticipaba una de esas crecidas, terror en la comarca y que a mi papá, con explotaciones agrícolas en una de las márgenes, arruinaban de tiempo en tiempo. Días después, los lugareños daban cuenta del desastre agrícola y de que las aguas del Yuna y el Nigua, separadas por un par de kilómetros, se habían abrazado.

Tantos ríos, tanta historia. Tantas aguas, tanto lodo arrastrado. Mi río es muy modesto, y, aun queriendo, soy incapaz de secarme sus aguas, despacharlo de la memoria. La razón está en las primeras letras de Mediterráneo. Carece de fecha de caducidad y conste que he hollado Algeciras y Estambul. Por algo es la mejor canción española, autoría del catalán Joan Manuel Serrat: “Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa...”.

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