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Sin cartera ni ministerio

Ya me ahogaba mentalmente en un mar de profundidades burocráticas en agosto, con medio país de vacaciones, y yo a la espera de otra identificación diplomática, de otro carné de conducir. Y sin la primera, estaba impedido de reingresar al espacio Schengen cumpliendo la normativa vigente.

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Sin cartera ni ministerio

Andaría por Babia. O los aires tempraneros que soplan del Mediterráneo habrían incumplido el noble propósito de despertarme y sustraerme de la molicie que se anida en el cuerpo cuando el único remedio es abandonar la cama porque hay un viaje en la agenda del día. Aborrezco de los vuelos madrugones que fuerzan el apresuramiento y rompen la rutina del descanso. Me pregunto cómo se las arreglan pilotos y el resto de la tripulación para exhibir caras frescas si la mía se muestra más ajada que de costumbre cuando es de mañana y, sin embargo, aún hay noche.

Ya en el taxi, celebro que el dueño del volante sea un fiel observador de la máxima aquella de que en boca cerrada no entran moscas. Solo despegó los labios para un destemplado “cuál terminal”. Afortunadamente, los taxistas charlatanes son una especie en extinción. Los móviles manos libres doblan como escape para la verborrea, y a menudo la tángana telefónica es más larga que el recorrido. Posible siempre es recordarles el valor áureo del silencio. Me defiendo de la cháchara ajena con los audífonos que, además de la alta fidelidad del sonido y al dueño, me sirven buena música.

Le reconfirmo la aerolínea ya frente al terminal y saco, para pagar, la cartera que tenía a recaudo en la mochila donde ahora guardo los bártulos habituales para sobrellevar un vuelo trasatlántico. Apenas había partido el taxista cuando caigo en cuenta de que inadvertidamente coloqué la billetera sobre el asiento y ahora esta viajaba sin su dueño, olvidada, sí, pero portadora de mis tarjetas de crédito, identificaciones, carné de conducir y trescientos o cuatrocientos euros que diligente había sacado del cajero automático la noche anterior.

En segundos aparté por muy mala la idea de abandonar el equipaje de mano y perseguir el taxi que se alejaba lentamente por la acumulación de vehículos de los cuales descendían pasajeros con Morfeo posado en los ojos. Mucho riesgo. A correr con el bagaje.

Reducida mi velocidad por el “carry-on” a rastras, me quedé sin aliento por la inutilidad del esfuerzo físico. Pregunté a otro conductor estacionado más adelante si cumplida su misión los taxistas se integraban a la larga cola en el estacionamiento correspondiente, a la espera del pasaje recién llegado. No, regresan directamente a Barcelona. Ya estaba más despierto que un centinela y mi mente, turbada, se empecinaba en inventariar el contenido en aquella pequeña pieza de piel lustrosa que por mi descuido rodaba hacia destino desconocido.

Obtener la tarjeta de embarque añadió peso a mi desazón. La tanda de preguntas de seguridad corría a cargo de la empleada del mostrador de la aerolínea, y al por qué paraba en los Estados Unidos añadió las ya sabidas repeticiones y retorno al punto de partida inquisitorio para determinar inconsistencias en las respuestas. La chica, anodina en mi preocupación de pasajero sin cartera, se extremaba en el interrogatorio y hasta exigió qué había hecho la noche anterior, horario incluido. ¿Sospechoso yo o detrás de la pregunta necia había algún propósito lujurioso? ¿Como saber si al abrigo de la oscuridad me había paseado por los clubes de alterne barceloneses, las casas de masaje tántrico o había participado en algún aquelarre de alborotos sicodélicos?

Solo había asistido a un concierto de jazz antes de recluirme y esquivar las tentaciones de las noches en la ciudad condal, donde la onda festiva se extingue con el desayuno y los rayos del sol más arriba del horizonte. Me preguntó dónde, y ahí bajó la guardia. Frecuentó ese local por años; y en su reacción, brillo súbito en los ojos y tono de voz diferente, creí advertir que el nombre de aquel recoveco le despertaba más que recuerdos musicales. De seguro —me conminé a creer—, ahí vivió momentos de pasión, de encuentros y desencuentros ahora perdidos en la niebla de la memoria y que de repente este pasajero caribeño, atormentado por otras razones, le había devuelto al presente, con claridad total. Siguió un trato cómplice y me dio las coordenadas, sin reparar en lo inusual de mi requerimiento por el destacamento policial en aquel aeropuerto que pese a la hora temprana era ya un estropicio.

Toqué el timbre y nadie respondió. Me escabullí en el interior cuando un policía uniformado abrió la puerta mientras se ajustaba el chaleco blindado para iniciar una ronda de patrullaje. Apareció una mujer policía y le conté lo que me había ocurrido. Nada que hacer, respondió con las pocas ganas que le quedan a alguien que no ha pegado los ojos porque amaneció de guardia. Muy poco tiempo había transcurrido, era una pérdida no un robo y cabía siempre la posibilidad (imposibilidad para mí) de que retornaran la billetera a su dueño. En resumen, que no podían tomarme una declaración formal y proporcionarme un atestado.

De vuelta estaba el policía que por mera coincidencia me franqueó la puerta. Curioso, se integró al diálogo y me preguntó por mi nacionalidad. Mencionar dominicano abrió otra puerta, no ya al recinto policial sino a la cordialidad, a un afán sincero de ayudar y disipar las tribulaciones del pasajero. Me dijo que había tenido una amiga dominicana, una maestra de matemáticas de Santiago, a quien apreciaba mucho y que ahora vivía en Cataluña.

Estaba yo en España sin cartera y sin ministerio, porque mi desempeño diplomático es en otro país europeo. Animado por la cordialidad, rompí mi regla de oro y me identifiqué. Le expliqué que mi insistencia en un atestado obedecía a que mi carné de acreditación diplomática estaba en la cartera olvidada en el taxi. Ya me ahogaba mentalmente en un mar de profundidades burocráticas en agosto, con medio país de vacaciones, y yo a la espera de otra identificación diplomática, de otro carné de conducir. Y sin la primera, estaba impedido de reingresar al espacio Schengen cumpliendo la normativa vigente.

Me llegó como un susurro: “Es que son novatos, hay que decirles todo”. Dicho y hecho. Sus instrucciones fueron precisas para que formalizaran mi declaración con la descripción del contenido de la cartera y las circunstancias del extravío. Mi sorpresa desbordó los límites de la compostura para mutar espontáneamente en un “¡cómo”! cuando el policía preguntó en alta voz en la comisaría desierta: “¿Sabían ustedes que la República Dominicana fue el único país de las Américas que después de independiente quiso ser español de nuevo?” No esperó respuesta para añadir orondo: “Eso fue en 1863”.

¡También la fecha!

Difícil imaginar que en un destacamento de la guardia civil, en El Prat, me sintiera como en casa. Aquel agente hizo realidad un imposible. Ordenó que llamaran a la agencia donde se supone los taxistas llevan los objetos perdidos al final de la jornada, y que estuviesen atentos a mi billetera con el documento diplomático. También que cursaran una advertencia policial interna en caso de que el taxista la depositara en alguna comisaría de Barcelona.

Temía que el próximo pasajero que se subiese al taxi de mis infortunios encontrase la cartera, se la apropiase y adiós mi dinero, documentaciones y tarjetas de crédito. El policía amable trató de tranquilizarme al reponer que quienes abordaban taxis eran diferentes, que se la entregarían al conductor.

Con mi atestado en manos me dirigí a la puerta de embarque, corto ya de tiempo. Mientras aguardaba en la comisaría había enviado varios textos para que me cancelaran las tarjetas de crédito y determinaran el procedimiento diplomático a seguir. Por momentos pensé en posponer el viaje y ahorrarme el engorro de los trámites de visado y explicaciones asociadas para ingresar nuevamente a Europa. Pero no, perdería el boleto y, claro, en agosto casi toda la Unión Europea toma el tradicional descanso anual. Poco podría hacer.

Ya en mi asiento, recibí información sobre las cancelaciones de varias de las tarjetas de crédito. En algunos casos, debía anularlas en línea. Afortunadamente, en el móvil tenía a recaudo fotos de todas las tarjetas, carnés y una vez en la República Dominicana procuraría un duplicado de mi cédula personal de identidad y electoral. Si de consuelo me servía, mis pasaportes estaban en la mochila y a esta no la había olvidado. A veces se tiene suerte, a veces no. Ya en una oportunidad, también en Barcelona como último punto europeo antes de cruzar el Atlántico, me hurtaron la mochila luego de romper uno de los vidrios laterales del automóvil. Creí que estaba suficientemente escondida entre los asientos delanteros y traseros. También tramité la denuncia en la Policía y nunca recibí respuesta pese a que el robo se produjo debajo de una cámara de vigilancia del parqueo público de superficie.

“¿Es usted Aníbal de Castro?”, me preguntó la chica con el uniforme de la aerolínea. “Un taxista trajo su cartera que al parecer dejó olvidada”. Me pasó la billetera y de repente me sentí transportado a un nirvana, músculos relajados, despierto y en duermevela con una Barcelona feliz en la cabeza.

“¿Está todo en la billetera?” No, faltan los euros . “Ya me imaginé que habría dinero en una cartera con tantas tarjetas”. Me arrellané en la butaca y poco importó si el taxista tomó los euros como compensación o si un pasajero, antes de entregar la billetera al conductor.

Tenía todos mis documentos y ya repondría las tarjetas canceladas. Un sorbo de agua y a otra cosa. Tan solo ha sido el taxi más caro en toda mi vida.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.