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Sin noticias del cartero

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Sin noticias del cartero (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Estos tiempos con vientos veleidosos que soplan a favor de populistas como el británico Boris Johnson, provocan lluvias diluvianas o huracanes empecinados en destruir. Con sus innovaciones tecnológicas, igualmente sepultan o rehabilitan al periodismo sabidas ya las trampas en Facebook, Twitter, redes sociales y demás comodines. Es la era de la comunicación instantánea, de una realidad virtual o real sin otra opción que el retiro y entonar un réquiem. No al encuentro sabatino con el lector, sino al género epistolario. De haber nacido en esta época, Evelina se hubiese quedado sin cartas.

Pocos las escriben y a veces se pierden en el camino, mucho menos encierran sabor a gloria, esperanzas, olor a rosas, sabor amargo, a lágrimas, espinado, salvo en las letras imperturbables de la canción de Juan Carlos Calderón, en la voz inigualable de Nino Bravo. Sepultada la época, pues, de buscar en las cartas amarillentas “mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió”.

Lo que llega son textos de pocas palabras y mucha jerga, correos electrónicos o emails, mensajes de voz, recordatorios alegres o alevosos, y todo sin necesidad de carteros, sellos y buzones físicos. El tornado tecnológico engulló las cartas amarillas, el color señal inequívoca de años, otoño, valor, añoranza. La filatelia sí que es ya material de historia.

Épocas hubo en que los sobres estampados y con nuestra dirección abrían un mundo de conjeturas. Nos asomaban a verdades ya conocidas pero nunca suficientemente reiteradas. En la duda se anidaba la prescindible inseguridad humana, con un antecedente de cuestiones irresueltas y cuitas, de pensamientos depresivos y vacíos. En el lapso entre escribirlas o recibirlas, se reavivaban la desazón y la curiosidad. Personaje deseado era el cartero, con su fajo de correspondencias a recaudo de ojos indiscretos y blanco siempre de la pregunta inquieta de los desafortunados en el reparto. Sobres multicolores, y en algunos, de papel más suave que el ordinario, las rayas incipientes carmesís que anunciaban correo aéreo.

Aún entregan sobres en las latitudes desarrolladas, pero casi siempre con facturas, estados de cuenta si no se ha optado por el envío digital, y alguna que otra invitación confirmando la ya cursada por la vía electrónica. Lamentablemente, también llegan las multas de tránsito; y, cada vez menos, literatura comercial con propuestas de todos los calibres y colores. Sin envoltura, la mayoría.

Se enseñaba a redactarlas en la escuela, con el protocolo invariable de la fecha, lugar y destinatario, más los saludos y despedidas clásicos. A tono con la caligrafía Palmer que recuerda Margarita Cordero en su novela Nosotras, las de entonces, y en la que se sirve de cartas para transmitir un mundo íntimo de añoranzas, verdades y experiencias de vida.

El ritual de aprender a componer cartas cambiaba cuando la educación era comercial, y entonces se acudía a fórmulas diferentes pero más estandarizadas. La tenían difícil las secretarias, perdón, asistentes ejecutivas en la contemporaneidad, obligadas a una compostura escrita rígida, sin absolución para los errores mecanográficos o mala transcripción de los dictados tomados en taquigrafía. Para los tímidos de corazón o escasez de sesera, había manuales con cartas para declaraciones de amor, pedir perdón, terminar relaciones o, simplemente, describir con ayuda ajena sentimientos propios. Ya en la Antigüedad había escritores profesionales de epístolas, oficio que el analfabetismo ha preservado a través de los siglos.

El correo fue una institución en todo el mundo. Funcionaba hasta en época de guerras y desastres naturales. El Royal Mail garantizaba la entrega de la correspondencia de primera clase al día siguiente en cualquier lugar de Gran Bretaña, y había repartos dos veces al día. En los Estados Unidos, Argentina y México, por ejemplo, se ha tipificado como delito el “fraude de correo”. A los soldados norteamericanos les entregaban la correspondencia en el frente mismo de batalla. No es casual el título del controvertido filme bélico de Clint Eastwood, Cartas desde Iwo Jima.

El correo también recorrió la ruta privada para convertirse en “courier”, con una eficiencia que sorprende. Un fajo de documentos llega del otro lado del mundo en cuestión de horas, lo mismo que paquetes de contenido y tamaño diversos. En los grandes y pequeños aeropuertos, los aviones de las grandes empresas de paquetería y transporte de correspondencia oficial y privada recuerdan un servicio para el que las distancias son inexistentes.

El género epistolar viene de lejos y algunos ejemplos pueblan los sermones religiosos en la tradición judeocristiana. En las epístolas que se le atribuyen, el apóstol de los gentiles aporta un testimonio de fe y una interpretación novedosa de las escrituras antiguas, pero también asomos importantes a la cultura de la época, incluido un sexismo del cual el cristianismo no termina de sacudirse por completo. Los corintios —por lo escrito—, eran unos discípulos dificultosos pues necesitaron de dos esquelas de Pablo para animarlos y contenerlos. En la primera, hay una descripción insuperable del amor, a prueba de calendarios y tecnología de punta: “El amor es sufrido y bondadoso. El amor no es celoso, no se vanagloria, no se hinca, no se porta indecentemente, no busca sus propios intereses, no se siente provocado. No lleva cuenta del daño. No se regocija por la injusticia sino que se regocija con la verdad. Todas las cosa las soporta, todas las cree, todas las espera, todas las aguanta. El amor nunca falla”.

Ignoro si en el futuro, sin WikiLeaks, Snowden, Assange y otros sabuesos informáticos, las nuevas generaciones contarán con la inspiración de los correos digitales de hoy como reemplazo del viejo género, o si tan solo conocerán el desconsuelo de las revelaciones digitales sospechosas, como aquellos intercambios entre David Petraeus y Paula Broadwell que le costaron el puesto al todopoderoso jefe de la CIA. Sin pasar por alto la cuenta privada de Hillary Clinton, la trama rusa y aquellos resultados electorales en los Estados Unidos, el totum revolutum nuevamente en la palestra con la reciente comparecencia de Robert Mueller ante el Comité de Justicia de la Cámara de Representantes.

Como el epistolario fue desterrado al pasado, atrás habrá que buscar esas joyas escritas que muestran tanto la constancia como la inconstancia humana, pero también el cultivo esmerado de las letras y por ende del espíritu. Ya lo vimos en las 1018 cartas que François Mitterrand escribió a su amante Anne Pingeot, y de las cuales dije cosas cuando fueron publicadas hace un par de años.

Nunca he leído la alegada correspondencia en que Napoleón le pedía a Josefina que prescindiera del baño unos cuantos días ya que iba en camino. Extraño en el genio militar que, sin importar dónde pernoctara o la dificultad de la batalla al día siguiente, cada noche se servía de la improvisada bañera que lo acompañaba en sus tantas campañas. Misiva real es en la que, como cualquier amante embobado, le reprocha a Josefina: “¿Qué hace usted todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante, amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, qué nuevo amante reina sobre sus días y evita darle cualquier atención a su marido? Josefina, ¡tenga cuidado! Cualquier noche placentera, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré”. Vaya final, sobre todo si el rechazo a la asepsia era cierto: “Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador”.

En la tragedia lírica Anna Bolena, Donizetti recoge con profundidad musical el drama pesaroso de la reina repudiada por Enrique VIII. Quién diría que el rey amoroso devenido verdugo pudo estampar estas líneas en una carta: “Esta incertidumbre me ha privado últimamente del placer de llamaros dueña mía, ya que no me profesáis más que un cariño común y corriente. Pero si estáis dispuesta a cumplir los deberes de una amante fiel, entregándonos en cuerpo y alma a este leal servidor vuestro, si vuestro rigor no me lo prohíbe, yo os prometo que recibiréis no sólo el nombre de dueña mía, sino que apartaré de mi lado a cuantas hasta ahora han compartido con voz mis pensamientos y mi afecto y me dedicaré a serviros a vos sola”. Por supuesto, Jane Seymour no había aparecido aún.

Scriptum est, reza la frase latina para afirmar la fortaleza de la palabra escrita. Confiada al papel y en manos ajenas, pertenece al otro el contenido, sin posibilidad de que un virus la destruya, como a un disco duro. Singular como todo lo suyo, la carta en inglés de Fidel Castro, estudiante en el Colegio de Dolores en noviembre de 1940, al presidente Roosevelt. En ella afirma que piensa mucho no obstante sus escasos 12 años y le pide le envíe, porque nunca lo ha visto, “a ten dollars bill green american (sic)”.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.