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Toques digitales

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Toques digitales (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Como brotes primaverales, surgen por doquiera las advertencias y quejas sobre cuán intrusa ha devenido la tecnología digital, arrollada la intimidad por instrumentos que nos espían a cada paso y osan predecir nuestro futuro. Somos víctimas de algoritmos y arietes cibernéticos que nos controlan, forman y deforman, manipulan y reducen a piezas de una maquinaria que lo mismo persigue propósitos autoritarios que adentrarnos en el mercado de consumo.

En la era digital, lo privado es una utopía. Se perfila una distopía cuyas facetas ficcionales mutan a exceso de velocidad en realidad avasallante. Encendemos el ordenador, nos valemos de algunos de los buscadores comerciales para indagar sobre el material preferido para los saris y como por arte de birlibirloque aparece el reclamo de la ubicación. Caímos en la trampa, y no hay por qué extrañarse si luego nos bombardean con ofertas de excursiones a la India, hoteles, tejidos sedosos y cuanto puede derivarse de esa prenda de vestir asiática y que con tanta gracia suelen llevar jóvenes y ancianas en el Subcontinente.

Se nos adscribe a tendencias y con cada incursión en el móvil, la tableta o la computadora dejamos una huella digital imborrable que nos delata querámoslo o no. El vae victis a todos toca —a unos más que a otros—, consecuencia de los daños colaterales que la revolución tecnológica ha deparado. A la merma de privacidad se suma el peligro de las noticias falsas y la erosión de la buena imagen provocada por rumores perversos, acusaciones perniciosas amparadas en el anonimato y el espionaje invasivo.

Como aves de rapiña, las grandes compañías sobrevuelan los mercados conocidos y potenciales. Tienen sus ojos instalados en la tecnología que facilita la vida, nos viste y desviste sin que seamos conscientes de que se nos escapa la individualidad, que la identidad importa en tanto revela hábitos de consumo, costumbres, apegos culturales y afectos. Son insumos que la inteligencia artificial convierte en informaciones de gran utilidad para las corporaciones que controlan las redes y se valen de ellas para ese bombardeo constante que ha convertido al mundo en una prisión de la que tienen las llaves Facebook, Instagram, Google, Microsoft, Amazon y un corto etcétera.

Recién regreso de unas jornadas diplomáticas, organizadas con brillantez por el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. El título denota ingenio: “Asuntos futuros. Berlín 2019”. La pregunta central que mueve el coloquio desata un huracán de neuronas: “¿La revolución digital “reseteará” la política de poder global?” Se baraja la idea de si, ante la embestida del Gran Hermano, corresponde incluir la intimidad entre los derechos humanos. El nuevo panorama creado por la revolución digital supone cambios tectónicos en la relación de poder, habida cuenta de que durante un largo período de tiempo las revoluciones industriales garantizaron el dominio geopolítico a los países que las lideraron.

Como alerta, “se estima que solo en China se habrán instalado 300 millones de cámaras de vigilancia y se espera que 20.000 millones de sensores loT recopilen datos en todo el mundo para el año 2020. Las máquinas no solo tendrán un perfil preciso de casi todos los ciudadanos, sino que también podrán predecir nuestros sentimientos y reacciones a través de la inteligencia artificial emocional”. Hablamos de un caballo de Troya en cada instante de la cotidianidad, un voyerista de nuestras decisiones y actos más nimios en aras de no sabemos cuál cerebro robótico.

Viejo al fin, ante esta vorágine de cambios que trastorna positiva y negativamente la vida, que acarrea solaz e incertidumbre, he cavado una trinchera, también digital, para proteger mis afectos. En el recorrido de la comunicación diaria, tropiezo a propósito con recuerdos a los que he limpiado de dolor para que me devuelvan a la verdad de la existencia y guarden la compañía de las personas a las que quiero y me quisieron.

Así, en mi listado de contactos permanecen los nombres, direcciones de correo y hasta los mensajes de mis amigos que han muerto. No los borro ni borraré porque ver sus nombres, sus fotos y palabras que fueron escritas solo para mí, equivalen a una presencia constante con una carga de emociones que compite en intensidad y calma con el dolor que me produjeron sus partidas, casi todas a destiempo. Me corrijo, siempre la pérdida de alguien querido está fuera de agenda, a contrapelo de la esperanza de que el final, inscrito en el ADN cuando nacemos, retardará indefinidamente su llegada.

Su número crece, y con ello el recordatorio de esa temporalidad que con tanta facilidad desdeñamos. Hay un poco de complejo de eternidad en nosotros y a hurtadillas nos aferramos a la idea falsa de que es irrepetible en mí lo que le pasó al otro.

Sé que esos números de teléfono ya no les pertenecen, que de timbrarlos responderá otra voz o recibiré un aviso de inactividad. Poco importa. He vencido a la tecnología porque ya no necesito del WhatsApp ni del wifi. Con solo ver el nombre, la comunicación es instantánea. Y de doble vía, porque de inmediato afloran recuerdos en los que hay mensajes que me llegan hondo, incontaminados de maledicencias, imposibles de torcer, a prueba de veleidades conductuales o insinuaciones envidiosas. Reconforta saber que ya nadie podrá interferir con esa amistad, que los afectos llegaron para quedarse mientras gane vida.

Las fotografías se descoloran y las cartas amarillean o se extravían con las tantas mudanzas, tanto de ánimo como de domicilio, país y compromisos laborales. Aunque lo escrito, escrito está, el papel asemeja un doble nuestro: se debilita, envejece y corre el riesgo de la destrucción a cargo de bichos tenebrosos. La ventaja pertenece a la tecnología. Los correos electrónicos se guardan en físico o en unos rincones desconocidos, intangibles, inasibles, a los que la realidad comercial no les ha robado ese toque poético: en la nube.

Confieso que la impericia tecnológica me jugó una mala pasada, de la que no logro reponerme. De ordinario soy inmune a la fiebre de cambio que provoca la aparición de los nuevos modelos de teléfonos inteligentes, encumbrados los grados térmicos por un mercadeo aún más inteligente que presenta la obsolescencia programada como una bendición. Cambié de móvil porque el rezago que acusaba frente a los nuevos modelos me hacía parecer, en persona, una antigualla similar cuando lo manejaba en público. Nunca pude rescatar los últimos intercambios de mensajería con ese amigo que también era mi superior inmediato, poco dado a manifestaciones afectuosas, celoso de sus sentimientos, puntilloso en la intimidad que siempre mantuvo a recaudo de ojos indiscretos.

No los he olvidado, empero. Al “sabes que mi afecto para ti es mucho” seguía un intercambio para reunirnos nuevamente, en su casa en La Romana, una vez regresara de otra visita médica más a Texas, donde recibía tratamiento para la enfermedad incurable que le robó la vida cuando aún con energía sorprendente se desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores, en la primera administración del presidente Danilo Medina. Debía coincidir su regreso al país con otro viaje mío de trabajo, desde Washington, donde entonces representaba al país. Sin que fuese su decisión, Carlos Morales Troncoso emprendió otro viaje del que nunca ha vuelto. En cambio, junto a otros amigos igualmente queridos, nunca se ha ido de mi lista de contactos, con varios números telefónicos que no tienen por qué timbrar o vibrar.

Los milenials son otros, y por lo pronto yo apago el móvil en el teatro. No así la memoria emocional, con rastros digitales que ningún artilugio puede desentrañar.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.