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Un paréntesis diplomático

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Un paréntesis diplomático

Mil novecientos noventa y tres. Despuntaba el verano. Dirigía Última Hora en sus momentos de esplendor, anclado ventajosamente en el competido mercado de lectores. Había comunicado, sin embargo, mi salida del periódico tras las pugnas familiares por el control de la Editora Listín Diario, dueña de aquel medio y del matutino que aún lleva su nombre, el más viejo del país.

Casi exhausto el año del quinto centenario, 1992, moría a destiempo Rogelio Pellerano, el buque insignia de su apellido en la historia dominicana contemporánea de los medios impresos de comunicación. Las pasiones por el control de los dos periódicos se salieron de madre. Los accionistas más débiles se coaligaron contra el más fuerte y lógico heredero, Máximo Pellerano, quien sin exigencia de cuentas claras había soltado las riendas empresariales al hermano fallecido. Quedé atrapado entre la lealtad y las ambiciones de mansos y cimarrones, aferrado a mi sentido del honor y, eso sí, a obtener la mejor compensación posible por mis trece años de director.

Nunca me he preguntado si en las sumas a plazos del arreglo amistosamente negociado con el vencedor de la debacle familiar quedaron debidamente compensados mis años de dirección, el acoso político disfrazado de acusaciones por difamación e injuria nunca probadas, la única carta pública con pretensiones de mordaza de un presidente en ejercicio a un director de periódico, y las tantas emboscadas sorteadas sin el auxilio de un GPS. De ese tiempo para acá he aprendido que en la contabilidad hay más que números.

Con las maletas hechas mentalmente, llegó a mi mañana de director vespertino un querido amigo y político, quien ocasionalmente me visitaba para hablar de los tópicos más variados y enriquecer con su formación sólida mis horizontes de periodista. Aunque no lo veo porque no coincidimos en los cruces de los caminos de la vida en los últimos calendarios, mi respeto a Fernando Álvarez Bogaert no mengua. También he aprendido que a los afectos y a los agradecimientos no se los lleva el tiempo cuando son sinceros. Tras el intercambio de saludos y los inicios de una conversación en la que no me concentraba, le confié que me marchaba del periódico. Sorprendido por unos instantes, replicó de inmediato que debía entrevistarme con Joaquín Balaguer, en ese entonces reelegido una vez más luego del retorno imposible de 1986 y el triunfo electoral en 1990.

Le argumenté la inutilidad de tal encuentro, pero Álvarez Bogaert atribuía a mi trabajo una importancia que yo no veía (y sigo sin verla pese a que no soy ciego) y una renuncia caía en la cuestión de Estado. No dijo una palabra que contrariara mi decisión de abandonar el barco en el que había nuevo capitán. Solo insistía en que debía informar a Balaguer. Se paró de la silla y me dijo que iría inmediatamente a gestionar una cita.

Nunca he tenido simpatías reformistas ni por partido alguno. Soy un hereje por convicción de la política partidista y a ese descreimiento atribuyo que tenga amigos en todas las denominaciones que intervienen en la riña por el poder. A Balaguer lo critiqué siempre. Con dureza y convencido de que sus credenciales democráticas no eran las mejores. Curiosamente, siempre he recibido un trato inmejorable de sus seguidores. Y del viejo zorro que aún es el mejor maestro para buenos y malos en el absurdo de la política criolla, no importa bajo cuáles siglas se cobijen, solo recuerdo deferencia en las ocasiones en que nos relacionamos. En algún libro del quizás futuro aparecerán las referencias de lugar.

La prisa que caracteriza la preparación y cierre de un vespertino me hicieron olvidar prontamente las cuitas de Álvarez Bogaert. A la hora del almuerzo, una llamada anunciaba que el doctor Balaguer me esperaba al mediodía siguiente. El amigo se había tomado en serio lo de la entrevista. Nunca dudé que su preocupación por mí fuese genuina, que la idea de mi desempleo a la vuelta de la esquina no encajara en su diagrama mental.

Llegado el día de la entrevista, cumplí con mis tareas periodísticas como siempre. Por supuesto, más por sentido del deber que por interés en una empresa de la que ya no me sentía parte y me empujaban. Además, las intrigas, manipulaciones, mentiras y maquinaciones que siguieron a la muerte de don Rogelio habían consumido muchas de mis energías y generado una apatía inocultable. Claro, yo pertenecía al bando derrotado y aplicaba plenamente el "vae victis". Cosas que sí veíamos de mi lado, en una anticipación agorera de lo que vendría, hoy son realidad. Última Hora cerró y el apellido Pellerano desapareció de la Editora Listín Diario. Quebrado, incautado y negociado varias veces, el medio de comunicación homónimo no es ya parte de la tradición de una familia con la que desarrollé los años más feraces de mi carrera periodística. Al menos existe, testimonio de una marca fuerte en el periodismo latinoamericano.

Llegué a Palacio puntual, no obstante sabedor de que la hora dominicana imperaba en la agenda siempre cargada del presidente Balaguer. En el antedespacho avisté a la infame embajadora de Argentina y cuya compañía comprobadamente vulgar deseché al ocupar el asiento más alejado. Entró Teresa Meccía de Palmas al despacho y la atmósfera se relajó de inmediato. Se me acercó el siempre afable Roberto Blandino, encargado de Protocolo, y con desenfado me dijo: "Te j.....e, Aníbal, el presidente Balaguer siempre está de mal humor después que recibe a la embajadora argentina".

Poco me importaba el humor presidencial. Solo estaba allí por la insistencia del amigo Álvarez Boagert, pero inquirí el por qué. "Porque habla demasiado y es una necia". Me correspondió comprobarlo, porque mi espera se alargó casi una hora, y un "licenciado De Castro, pase" me sacó del fastidio y modorra que les cae a los desdichados de estómagos vacíos cuando las manecillas del reloj adelantan en el pasado meridiano.

Balaguer estaba parado con las manos sobre el borde del escritorio y el asiento detrás. Si estaba enfadado luego del aluvión verbal del detrito peronista, lo disimuló muy bien. Su saludo fue efusivo, como si fuésemos viejos amigos. Con el rabillo del ojo atisbé al general Pérez Bello, el jefe de su escolta y eterno guardaespaldas, quien en silencio se colocó al fondo de la oficina, sigilosamente. ¿Testigo o fisgón? El soldado leal siempre ha tenido fama de excesivamente discreto y nada me hace pensar que divulgara lo que ahora cuento.

Expliqué que dejaba la dirección de Última Hora, las razones y los planes que tenía. Por supuesto, conocía perfectamente la intervención de Balaguer para inclinar la balanza a favor de la parte contendiente aparentemente más débil en el pleito familiar, y donde cerraban filas connotados balagueristas y abogados cercanos al entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia que decidió finalmente el control del periódico más importante del país. Justicia, y no divina ni proveniente de corte alguna, la primacía en el mercado de lectores la tiene hoy el diario cuya mayoría controla el lado Pellerano perdedor, del que fui primer director y en el que ahora digo estas cosas.

-Yo estoy al tanto, por aquí estuvo recientemente el doctor Pellerano y estuvimos hablando. Es una pena que usted se marche de ese periódico, porque yo soy un admirador suyo.

-Gracias, doctor Balaguer, me honra con sus palabras.

-Por el contrario, le diré algo. Todas las tardes leo sus editoriales, bueno, no, me los leen como usted entenderá. Usted es el mejor editorialista del país, sus editoriales son muy buenos, muy bien escritos y pensados, yo lo felicito.

Nuevamente las gracias y esa sensación de ego recrecido combinada con la salvedad de que estaba frente a uno de los políticos más sagaces que ha producido esta media isla, a un verdadero encantador de personas, pero también alguien a quien nunca había distinguido con mi periodismo, a quien no debía ni me debía. Por el contrario, si algún apelativo me encajaba era el de antibalaguerista.

Continuó la conversación por derroteros amables y me asaltó la impresión de que a Balaguer no le importaba el tiempo ni la segura impaciencia de las muchas personas que esperaban en el antedespacho, a las que había visto revisar papeles y papeles con los nervios de punta y ojos de envidia por la preferencia en el ingreso al santuario del doctor Balaguer.

Me preguntó qué haría luego de abandonar el periódico. Le respondí que primero me iría de viaje por varias semanas, antes de embarcarme junto a don Máximo y Arturo Pellerano en la fundación de una revista, el tipo de periodismo que prefería hacer en ese estadio de mi carrera profesional. Se interesó en el tema y de inmediato me preguntó en qué podía ayudar. Muy pocas personas, me dijo en algún momento otro mandatario, visitan al primer ejecutivo de la nación a no ser para pedirle algo, solicitar su intervención, favor o, muy común en estos litorales en que la res publica es mamífera y tiene ubre, una posición en la que el "hacerse" esté implícito.

Conté a Balaguer que importaríamos las maquinarias de impresión para la revista y que un ahorro de dilación en los trámites aduanales sería una ayuda invaluable. En ese entonces, ignoro si todavía, la importación de los bienes industriales para los medios de comunicación gozaba de exención impositiva total, así que un olvido conveniente de obligación fiscal estaba fuera de la agenda.

Agradecí nuevamente al presidente por su tiempo, por la rapidez con que me concedió la entrevista y sus palabras generosas sobre mi desempeño profesional al frente del periódico del cual me marcharía muy pronto. Estreché la mano que tendió y yo debía encontrar a causa de su ceguera. Me disponía a dar media vuelta y avanzar hacia la puerta que Pérez Bello estaba ya dispuesto a abrir cuando vino el dardo de los partos, para usar la figura de retórica a la que aludió con acierto cuando lo visitó el diplomático norteamericano Michael Skol durante la crisis electoral del año siguiente, en 1994.

-Doctor De Castro, ¿y usted no ha pensado en la carrera diplomática?

Sentí el impacto del proyectil, lanzado con inteligencia y en el momento oportuno para captar para su gobierno a alguien que se había desempeñado en el periodismo con independencia política y esforzado en informar con el máximo de objetividad.

-Realmente no, doctor Balaguer. Muchísimas gracias por su interés, pero mi propósito es dedicarme al periodismo de revistas.

-Siempre a su orden. Que la Virgen de Altagracia lo acompañe.

Salí del despacho medio balaguerista por unos momentos. De repentí comprendí que el éxito de Joaquín Balaguer no era casual. En su amplio repertorio había un manual de cómo ganar voluntades con sutileza, si necesario, o con astucia. A este animal político de pura raza no se le juzga sin auxilio de las acusaciones más severas, entre las que destacan el cinismo y el embeleco como instrumentos de uso letal. Me arriesgo a la tacha de ingenuo al decir que en mi caso, la elegancia, los buenos modales y el trato fino que me dispensó me parecieron siempre auténticos. Soy culpable de inmodesto, porque la distinción quizás se debió a que no le pedí nada pese a los buenos amigos que me hubiesen servido con agrado de mensajeros.

Debo confesar que su interés en que fungiese de diplomático suyo continuó. De testigo tengo al querido amigo que en dos ocasiones me llevó propuestas concretas del "poeta". Una, que escogiera la embajada de mi preferencia y que las condiciones económicas eran negociables. Otra, la representación dominicana en Londres, la misma que me ofreciera casi diez años después otro presidente.

Verdad incuestionable la del Eclesiastés: "Hay un tiempo señalado para todo, y hay un tiempo para cada suceso bajo el cielo: ...tiempo de lanzar piedras y tiempo de recoger piedras... tiempo de abrazar, y tiempo de rechazar el abrazo; tiempo de callar, y tiempo de hablar..."

Verdad incuestionable la del Eclesiastés:

"Hay un tiempo señalado para todo, y hay un tiempo para cada suceso bajo el cielo:  ...tiempo de lanzar piedras y tiempo de recoger piedras... tiempo de abrazar, y tiempo de rechazar el abrazo; tiempo de callar, y tiempo de hablar..."