En el principio

En el principio fueron las mayúsculas. La Ortografía académica hace un repaso de la historia de la distinción en el abecedario latino, el nuestro, entre mayúsculas y minúsculas. En latín existían solo letras mayúsculas o capitales, eso sí, con varios formatos; menudos eran esos romanos. Las capitales elegantes se reservaban para libros lujosos; las capitales clásicas o rústicas, para libros comunes; para la escritura de andar por casa se recurría a las capitales cursivas, cuyo nombre procede de currere ‘correr’ porque su forma redondeada permitía trazarlas con mayor rapidez.

En el siglo II d. C. surge la minúscula cursiva. Sus trazos facilitaban y aligeraban la escritura porque permitían que las letras se enlazaran unas con otras y evitaban las pausas entre letras. Nuestra minúscula es su heredera directa.

Solo el abecedario latino tiene esta distinción en el tamaño de las letras e, incluso, en algunos casos en su dibujo. No existe en alfabetos como el árabe o el hebreo, por ejemplo.

La diferencia de trazo de mayúsculas y minúsculas es un asunto gráfico; en la lengua oral no existe tal distinción: la diferencia de tamaño no se corresponde con una diferencia de sonido; no hablamos en mayúsculas o minúsculas.

Su uso es una convención gráfica que ha evolucionado con el tiempo y que, en nuestra lengua, ha ido restringiendo las mayúsculas a contextos muy concretos, sobre todo relacionados con los signos de puntuación y con los nombres propios.

Un buen hablante, o quizás deberíamos decir un buen escribiente, debe familiarizarse con estas normas ortográficas. Unas son de obligado cumplimiento; otras dejan una pequeña hendija a la intención. Mientras tanto, apliquen la recomendación de Fundéu: ante la duda, minúscula.

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María José Rincón