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Espejismo y realidad

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Espejismo y realidad

El desierto ha florecido y alumbrado rascacielos, barriadas y hoteles de lujo faraónico, avenidas encendidas 24/7 por el sol avasallador o el neón fantasmagórico, sexo a cualquier precio, ilusiones, y sueños truncados. En las arenas condenadas a la esterilidad ha crecido, sin embargo, un mundo de ficción que gira en las ruletas o se construye y destruye en las mesas del azar.

Las Vegas se ha reinventado como ciudad y destino turístico, mas no se recupera aún de los efectos virulentos de la enfermedad inmobiliaria que allí no ha sido un juego. A unos metros de aquel universo que desafía la imaginación a lo largo de Las Vegas Boulevard, mejor conocida como "The Strip", están las evidencias ruinosas de la crisis que cortó sin miramientos uno de los crecimientos urbanos más espectaculares, impulsado por el crédito fácil y una inmigración que duplicó el número de habitantes en apenas una década.

La fantasía ha devenido realidad y paradoja. Las ampliaciones y nuevas instalaciones hoteleras son cada vez más ostentosas, en una competencia alucinante. La hipérbole es la regla. Y, al mismo tiempo, las edificaciones abandonadas, con puertas y ventanas tapiadas, ofrecen a la vista un mensaje de desolación y pobreza. Los sintecho duermen por doquier o se agrupan por centenares en unos túneles formados por tuberías gigantescas de drenaje, al final de la avenida de los sueños, del glamour de las estrellas y de las limusinas con las luminarias del espectáculo. Aquello debe ser el infierno con tanto o más rigor que el descrito por Dante, porque en esta canícula infinita en el estado de Nevada pese a que el verano apenas inicia, las temperaturas ya suben a los 40 grados, y siguen altas mucho después que el sol se ha perdido entre las montañas y el desierto, allá en el occidente lejano.

Estos otros veganos apostaron a que la demanda y el precio de los inmuebles aumentarían ininterrumpidamente, aupados por las hipotecas baratas concedidas por bancos con sus bóvedas repletas de efectivo. Historia por conocida no aprendida, la industria de la construcción se vino abajo como un castillo de naipes. Las ejecuciones de las propiedades con hipotecas impagas es tres veces el promedio nacional. La municipalidad está en bancarrota, incapaz de afrontar los gastos más elementales a no ser que se hunda más en las deudas.

En las crisis económicas de envergadura como la que aún sacude a los Estados Unidos, la suerte es un damnificado más. Arribó el día después de la francachela. Edificios gigantescos de apartamentos están aún a la espera de clientes que no llegan o que se fueron, y los esqueletos de acero no escapan a la vista de los turistas, aun los despistados que acuden en tropel a la llamada Ciudad del Pecado. Fracasaron los condo-hoteles, presentados años atrás como un lugar seguro de inversión dado el auge de Las Vegas. Los planes apuntaban a la construcción de decenas de miles de unidades, pero apenas ocho mil fueron terminadas antes de que se impusiera el silencio a las grúas.

En solo dos años, la gigantesca industria hotelera perdió seis mil millones de dólares, casi el 11% del producto interno bruto dominicano. Se evaporaron 140 mil puestos de trabajo, la tasa de desempleo alcanzó oficialmente el 14%, la más alta de todas las grandes ciudades norteamericanas. Contrario al decir, la casa también ha perdido y no ríe: tres mega casinos se fueron a la quiebra. La voz del capitalismo clama exhausta en el desierto y las estadísticas reflejan una reducción de dos millones de visitantes al año.

Empezando por su nombre, Las Vegas es una gran mentira. La torre Eiffel del hotel París es por supuesto una copia de pobre gusto, igual que la pirámide del Luxor o los rascacielos del New York New York, que oferta sus habitaciones al precio ridículo de 58 dólares en la red. Los canales en el megaresort The Venetian y The Palazzo son tan simulados como la voz de los gondoleros que llevan a los turistas de un lado a otro bajo un cielo eternamente pintado de azul y en un ambiente piadosamente refrigerado. Con los años, las fachadas de algunos de los edificios en las plazas venecianas replicadas en el centro comercial con 80 boutiques de lujo ya no disimulan el cartón del que están hechas.

Las dificultades han obligado a la diversificación y a buscar otros ganchos aparte de los gigantescos casinos con cientos de traganíqueles y mesas de apuestas. El erotismo de las revistas musicales no es el mismo, y la sexualidad domesticada sirve por igual a adultos y adolescentes. Se hace hincapié en atracciones para la familia, como por ejemplo el archifamoso Cirque du Soleil, con seis representaciones simultáneas en igual número de hoteles.

En los años del bum, todos los grandes chefs se sintieron obligados a abrir restaurantes en los imponentes recintos hoteleros: Charlie Palmer, Michael Mina, Joel Robuchon, Emeril Lagasse, Wolfgang Puck, Todd English, Gordon Ramsay, Julian Serrano, José Andrés; el discípulo aventajado de Paul Bocuse, Jean-Georges Vongerichten, y Carla Pellegrino. A tono con la opulencia de la ciudad, el restaurant Picasso, al frente de cuyos fogones está el renombrado Julian Serrano, de grata recordación en el lugar de sus comienzos, el Masa, en San Francisco, exhibe permanentemente varias de las aclamadas obras de arte del maestro catalán. Desde una de las mesas de ese templo culinario, con dos estrellas Michelin en su haber, puede verse el espectáculo de las fuentes del hotel Bellagio, con sus 1200 chorros de agua danzando al ritmo de la música en un arrebato de luz y color.

El espectáculo debe seguir. A Las Vegas me convocan otras razones y es el retorno al hogar artístico de la simpar Céline Dion, para quien el hotel Caesars Palace construyó especialmente un auditorio de cuatro mil asientos cuando la contrató por primera vez en el año 2002 para un total de 600 presentaciones, repartidas en cinco días a la semana durante cuatro años. La cantante canadiense, nacida en una familia de 14 miembros, ha madurado. Aquel tema de la película Titanic de 1997, My heart will go on, la impulsó hasta el firmamento de las grandes estrellas de la canción popular, con millones de discos vendidos. Con un par de gemelos de apenas 18 meses y un adolescente, firmó otro contrato para 210 presentaciones a lo largo de tres años.

Su espectáculo pasado, A new day, fue visto por tres millones de personas y está disponible en dvd. Me contaba uno de esos taxistas parlanchines cuando fui a Las Vegas en esa ocasión, que el esposo y manager de Céline, René Angelli, perdió un millón de dólares en un lapso de más de 24 horas sin parar en la mesa de las cartas el día que se firmó el acuerdo. No mucho, porque este nuevo contrato le reportará 110 millones verdes y ya antes el marido empresario se había ganado 1.6 millones de dólares en un torneo de póker.

La cantante se ha repuesto de una infección aguda en las cuerdas vocales que la mantuvo fuera de escenario por varias semanas. Esta sesión estival de sus tres años de residencia en la sala de espectáculos de Las Vegas comprende del 9 de junio al 19 de agosto, y en una de esas fechas estoy. El auditorio espera ansioso que una vez más Céline Dion llene con su voz poderosa y técnica perfecta The Colosseum, donde no hay un solo asiento vacío pese a que es mitad de semana.

Suena la música y aparece Céline en escena enfundada en un traje largo color marfil, que destaca su esbeltez y ausencia de excesos grasos. Las cortinas del mismo color que ondeaban detrás caen de repente y desaparecen formando olas para dejar al descubierto la orquesta. Primera sorpresa de la noche. Ya no se trata del conjunto de 10 instrumentos como en su debut, sino de una orquesta a la que se han adicionado 15 instrumentos de cuerda y cinco metales para una ganancia indudable en profundidad e intensidad en el enmarcado musical de esa voz que continúa con la misma potencia sin desmedro de ternura. Primero interpreta las canciones que la encumbraron a la fama y a vender más de 200 millones de álbumes, pero el sonido es diferente gracias a esos 31 músicos y la acústica impecable.

Es todo un derroche de tecnología. Los once cuadros en blanco que adornan el escenario a todo lo largo y ancho y que lo mismo semejan lámparas de lágrimas centelleantes que paisajes inverosímiles y líneas que forman todas las figuras geométricas, súbitamente se convierten en pantallas de cine. En cada una, vídeos de Céline en diferentes etapas de su vida. En todos, al igual que ella en persona, entona simultáneamente la misma canción.

Ya no están los bailarines y la impresionante coreografía de otrora, pero no hacen falta. Céline se dobla a sí misma, una en medio del público y la otra en el escenario. Al final de la canción, la Céline del proscenio se esfuma y el auditorio cae en cuenta de que no se trataba de un doble sino de un truco tecnológico que luego se repite en un dúo perfecto con Steve Wonder al piano en Overjoyed. Los sueños, si se cree, a veces se hacen realidad y nos llenan de amor.

Céline habla de su familia y un vídeo en algún lugar del escenario la muestra con los gemelos y el hijo mayor, de 14 años, de quien dice practica el béisbol. Se mofa del esposo, 26 años más viejo, porque está feliz ya que en esos días se celebra en Las Vegas un torneo internacional de póker. Y más canciones, incluyendo un breve paso por la discografía de Michael Jackson y la nueva revelación pop, la británica Adele.

En mi primera visita al oeste norteamericano en la prehistoria de mi vida, en todas las emisoras de radio sonaba la voz de Carly Simon con Nobody does it better, el tema de amor de El espía que amé, de la época de Roger Moore como James Bond. Las letras cargadas de lirismo del gran Marvin Hamlisch, uno de los pocos compositores norteamericanos que ha ganado el Óscar, Grammy, Emmy y Tony, recobran esplendor en los labios de Céline Dion, a mi entender en la mejor parte de su espectáculo. Antecedida por un despliegue magistral de rayos láser que recuerdan el estilo novedoso de presentar los créditos al inicio de las películas de Bond, Céline Dion le imprime un estilo diferente a tantos temas que fueron grandes éxitos, incluido Live and let die, a cargo de Paul McCartney y Wings. Solo faltó Diamonds are forever, y mejor, porque me quedo con el recuerdo intacto de la interpretación original de Shirley Bassey.

La noche no podía terminar sin un toque en francés, la lengua materna de Céline. Su elección, atinadísima; y al oírla compruebo que, tal como lo anunciara, es una canción en que las emociones se le escapan espontáneamente: Ne me quitte pas, la pieza antológica de Jacques Brel, cuyas notas más elevadas escala Céline a perfección.

Y aunque no quiera dejar a sus fans que vienen a verla en peregrinación como yo de todas partes del mundo, el espectáculo debe terminar. Y termina como comenzó, con un reto tecnológico. De repente, la artista se eleva un par de metros y a su alrededor empieza a serpentear la lluvia que cae de lo alto sin mojarla y que se escurre hasta las entrañas del aquel escenario donde aquella noche hubo magia. En Las Vegas, Céline Dion es una apuesta segura.