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Cuarenta años después

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Cuarenta años después

Treinta y ocho años, treinta y ocho calendarios, siete presidentes, escribía hace dos años. Actualizo: cuarenta años, cuarenta calendarios y ocho presidentes. Sin embargo, el asesinato impune de Gregorio -Goyito- García Castro continúa como espina afincada en la conciencia de quienes rehusamos olvidar a un gran periodista y una persona de una calidad humana inconmensurable. Atrincherados en el tiempo, nos resistimos a que se diluya ese instante angustioso de nuestra historia reciente, convencidos de que no se trata solamente del deber afín a la amistad y solidaridad con un colega: es un compromiso con el país y la lucha por un Estado de derechos.

Tanto o más que de una muerte alevosa, hay que hablar de un sacrificio por la libertad de expresión, la madre nutricia de las demás libertades . Colocada en el contexto adecuado, esa ejecución al amparo cobarde de la oscuridad el 28 de marzo de 1973 y a escasos metros de dos periódicos importantes del país, Última Hora, donde servía García Castro como jefe de redacción, y el Listín Diario, constituye un hito trascendente en la historia del periodismo dominicano y en el proceso demasiado largo de transición hacia la democracia, traspuesto ya con creces el medio siglo.

De manera consciente, Goyito apostó por un periodismo riesgoso. Cuando muchas voces callaban, la suya sonaba vigorosa, molestosa para la intolerancia vigente, apasionada y decidida a favor de quienes sufrían los embates de la represión y luchaban por la apertura política. Sus análisis descubrían una realidad que sin esa columna incisiva que rompía a diario silencios y desinformaciones, hubiese pasado inadvertida. Recomponía y descomponía los acontecimientos en tarea fecunda de imaginación, animado por un olfato periodístico innato acrecentado en sus años de ejercicio dentro y fuera del país. Veía la noticia en donde otros apenas atisbaban hechos sin mayores consecuencias. Ataba cabos sueltos, hilvanaba datos que su memoria prodigiosa guardaba como archivo imborrable al que todos podíamos acceder en esos años en que no había internet para que el sabihondo se acodara. Su conocimiento de la élite y de las principales figuras políticas de la época orillaba lo enciclopédico. Pese a su periodismo severo, crudo, a menudo hiriente, mantenía relaciones estrechas con importantes funcionarios y militares, con algunos de los cuales había compartido exilio y vivencias. Incluso Joaquín Balaguer figuraba en su largo listado de amigos.

Era el autodidacta por excelencia. No descuidaba su formación, sino que la había convertido en un esfuerzo personal que, pese a las múltiples ocupaciones en que se embarcaba para saldar los requerimientos familiares y personales, atendía solícito. No presumía de intelectual ni buscaba impresionar con teorías abstrusas, mas respetaba y estimulaba el progreso de los demás. Su inteligencia, sentido práctico y apego a la lógica cartesiana le valían el respeto en cualquier círculo. No había semana en que no reparase en algún rincón de la geografía nacional, como conferencista invitado. En más de una oportunidad lo acompañamos sus abanderados en el oficio.

Goyito había pregonado su muerte en la redacción de Última Hora y en los círculos de sus muchos allegados. A veces lo decía con una convicción absoluta, como si se tratara de una revelación divina a la que solo faltaba la fecha exacta de concreción. A veces lo decía en un tono que sonaba a broma, antes de lanzar un requiebro impetuoso a la encantadora recepcionista en cuya anatomía exuberante su vista se posaba sin sonrojo a la menor oportunidad. En su yo profundo albergaba la certeza de que no moriría en la cama, y que esa columna entrometida, esos textos contundentes que hendían la doblez política y explosionaban en los vericuetos inexplorados por un periodismo que no había roto del todo sus amarras trujillistas, serían la causa.

Aún así, bajo amenazas que resultaron ciertas y pese a las advertencias de que pisaba terreno movedizo, no cejaba. Incluso, analizaba con osadía las diferencias en la cúpula militar que alimentaba Balaguer como parte de su estrategia de poder. Hasta ese 28 de marzo de 1973 en que lo perdimos y aprendimos a valorar su entereza. Nos sorprendió el silencio eterno a que lo condenaron de repente con unas onzas de plomo infame. Ex post, todo está muy claro: sabíamos que las aprensiones de Goyito tenían fundamento, pero nos resistíamos a aceptar que la indolencia oficial y las pasiones políticas y personales del momento se atreverían a aceitar el gatillo. Que de nada valdrían sus esfuerzos que encaminaba bajo cobija para que en las alturas bloquearan los planes criminales. ¡Qué ilusos, y cuánto duele aún cuarenta años después haberlo sido!

Periodista a carta cabal, inquisidor, curioso, de una capacidad deductiva impresionante, García Castro había encontrado un hogar propicio en el vespertino Última Hora donde, junto a su director Virgilio Alcántara y un grupo de periodistas entre los cuales era yo el más novato, buscábamos un nuevo espacio entre los medios de comunicación y ensayábamos un periodismo diferente.

Augusto Obando y Miguel Franjul, del Listín Diario y a escondidas de su director, nos daban la mano. Las plazas centrales eran ocupadas por Guarionex Rosa, Juan Bolívar Díaz, Julio César Rivera Espaillat y Diógenes Céspedes, y posteriormente se nos unió César Medina, debutante en la profesión a quien Goyito tutelaba con afecto y contribuyó a convertir rápidamente en periodista ducho, el mejor de la crónica policíaca en ese entonces. Ahora es embajador en Madrid luego de romper con sobrado éxito los moldes estrechos de la televisión tradicional.

En esa disposición para compartir sus destrezas y experiencia, de tratarnos a todos como compañeros, radicaba una de sus mayores virtudes. Y él, como maestro afectuoso, nos unía en la tertulia amena, en las copas y secretos culinarios y en los amagos de buen periodismo. Fue, sin que lo advirtiésemos, el prohijador de lazos fraternos que han sobrevivido al tiempo y a su partida.

Los afanes de mercadeo y ventas recaían sobre otro protagonista de la camaradería, el dilecto Ubi Rivas, santiaguero generoso como Goyito y su camarada y alumno, bromista ameno y con vocación en ciernes del periodismo de opinión que luego ha cultivado por décadas con prosa erudita y elegante. Nuestro jefe de redacción, maestro, amigo, era un libro abierto, y no le molestaba en absoluto que otros lo leyeran.

Trabajador incansable, llegaba primero y se iba de último. Como yo ocupaba más tiempo en tareas de edición en la sala de redacción que el resto de los compañeros, pude observar de cerca cómo armaba con maestría y rapidez las crónicas con los datos suministrados por teléfono por corresponsales y periodistas, urgidos todos por la prisa de cerrar a tiempo un vespertino casi meridiano. Su ingenio brotaba a raudales cuando, una vez el director decidía la noticia principal, titulaba. No olvidaré uno de esos encabezados brillantes, a propósito de las andanzas represivas de un sargento apodado Tizón que las había tomado con los periodistas, cosa común en esos años: "Tizón arde de rabia contra los periodistas". Era el mismo fuego que luego le exterminaría la vida.

Las guerrillas de Caamaño de febrero del 1973 fueron un punto de inflexión en la carrera de Goyito. Pusieron a prueba su capacidad de análisis y, como a muchos otros, no le pasaba por la mente que se tratara de una aventura visto lo reducido del contingente y lo inapropiado del terreno escogido para emular la hazaña de Fidel Castro. Cada día, Goyito traía al periódico datos nuevos, conjeturas, rumores militares, y barajaba una y mil hipótesis. El levantamiento armado se prestó a una de las historias periodísticas de mayor repercusión y que catapultó a Última Hora al primer plano con una tirada récord. Juan Bolívar Díaz logró entrevistar a Toribio Peña Jáquez, bautizado con atino por Goyito como el guerrillero sin montañas porque se extravió en el desembarco y se refugió en Santo Domingo.

La valentía de Juan Bolívar, el más veterano del grupo y con quien había sellado amistad desde el inicio mismo de mi carrera, me impresionó. El director Alcántara, mi mentor y otro amigo querido de toda la vida como todos los del equipo de ese Última Hora, sopesó cuidadosamente los riesgos y recabó ayuda legal antes de dar la luz verde. Sólo nosotros tres estábamos al tanto de los detalles, de las circunstancias de la entrevista, de las medidas de seguridad y quién sirvió de intermediario. Pero es una historia que pertenece a su protagonista, Juan Bolívar Díaz Santana. Pecaría de indiscreto y de inamistoso si revelara cómo se produjo el encuentro con Peña Jáquez, a quien muchos periodistas conocíamos porque antes de su andadura revolucionaria había fungido de técnico de teletipos, en aquella época el artilugio para recibir las noticias internacionales.

Al jefe de redacción se le mantuvo al margen para no abultar más sus penurias con los estamentos de poder, y librarlo de las presiones que sin duda le vendrían de sus amigos funcionarios para redimirlo del secreto profesional. Con la rotativa para la edición histórica rodando, el consenso generalizado fue que nos escondiéramos el fin de semana hasta ver qué pasaba. Con decenas de miles de ejemplares en la calle, a Goyito lo vieron caminar por el Parque Independencia sin temor a las consecuencias de esa audacia periodística. Luego comentaría sin barrunto de amargura que aunque sin aviso previo de la célebre entrevista, estaba seguro de que se la atribuirían. Días después era asesinado.

Detrás de un rostro y actitud severos, Goyito ocultaba un gran sentido del humor y un carácter gregario. A menudo nos invitaba a comer -siempre pagaba-a su rincón favorito: un restaurante que había en la escuela masónica de Ciudad Nueva. Allí nos regalaba comidas opíparas, precedidas, acompañadas y seguidas por su bebida favorita, el whisky White Label, que con gracia pronunciaba tal como se escribe. Debatíamos la política, nos divertíamos con los chistes irreverentes del gran Ubi, compartíamos versiones, criticábamos a los demás medios, y al calor del espíritu escocés alejábamos las aprensiones que ensombrecían al amigo y colega.

La generosidad proverbial de García Castro no se limitaba a nosotros, sus compañeros de redacción y contertulios en esas tenidas memorables. Era el paño de lágrimas de esas mujeres valerosas cuyos maridos militaban en la izquierda revolucionaria y habían perdido la vida, sufrían cárcel o extrañamiento. Intercedía por ellas frente a sus amigos poderosos, las ayudaba económicamente o alimentaba con informaciones esperanzadoras. Cuando algunas también marcharon al exilio, se ocupó de que lo hicieran con decoro, respetados su honor y convicciones. Amigos en la izquierda, amigos en la derecha. Ese era García Castro, en la búsqueda constante de la verdad como único equilibrio.

Igual solidaridad manifestaba con todos sus familiares. En fin, que nadie buscó en sus bolsillos que no los encontrara abiertos, aunque en más de una oportunidad estaban vacíos por culpa de su generosidad y un gasto cónsono con una vida personal desorganizada, apresurada por las presunciones funestas que a menudo anclaban su ánimo en una melancolía vaga que yo intuía en la inmadurez de mi juventud y los desbordes anejos.

A ese gigante, padre amoroso que hasta en la elección de los nombres de sus descendientes, Taína y Dominicana, celebraba su apego patrio, le destrozaron la vida, amores e ilusiones esa noche muy negra de marzo, --inolvidable, punzante, dolorosa, sin relevo diurno--, cuando con una estratagema lo sacaron de sus labores para acallarlo y castigar su hombría periodística.

Cuarenta años. Cuarenta calendarios. Ocho presidentes. ¡Prohibido preterir! Porque con el recuerdo imperecedero, a falta de condena de los verdaderos culpables materiales e intelectuales, también se hace justicia. No pudimos o no supimos evitar la primera muerte. Contra la segunda, la del olvido, estamos todos prevenidos.

A ese gigante, le destrozaron la vida, amores e ilusiones esa noche muy negra de marzo, - inolvidable, punzante, dolorosa, sin relevo diurno-, cuando con una estratagema lo sacaron de sus labores para acallarlo y castigar su hombría periodística.