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Los años del arcoíris

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Los años del arcoíris

Se sabía de antemano que esta partida no la ganaría y que pese al material férreo de su arquitectura femenina mordería el polvo como todos sus predecesores y sucesores en el ejercicio del poder, no importa si en el cosmopolita Londres, el Washington gentil o en el caótico Santo Domingo. La diferencia está en el rastro, y el de Margaret Hilda Thatcher, Baronesa Thatcher de Kesteven, conduce claramente a un lugar de precedencia en la historia. Resaltará la estampa de un carácter tan recio como las convicciones que impulsaron una carrera política simpar y desataron una verdadera revolución mundial, con innúmeras controversias anejas.

¿Quién ha sido grande sin incurrir en pequeñeces? ¿Quién hace Historia sin historias, o camina los trechos de la gloria sin tropezar? La Dama de Hierro ya no será la excepción. Quien pretenda juzgarla comete un error de bulto si margina del análisis el yo y mis circunstancias de Ortega y Gasset, aunque las meditaciones del madrileño pertenezcan al Quijote castellano. Coincidieron parcialmente esas circunstancias con mis años de estudiante en Gran Bretaña y la llegada de los conservadores al poder, en medio de la incertidumbre política provocada por convulsiones sociales que remitían a los pronósticos de Carlos Marx escritos desde una poltrona en la biblioteca del Museo Británico, pero poco más de un siglo atrás.

"Ahora es el invierno de nuestro descontento", reza la línea de Shakeaspeare en su Richard III, y de ahí el bautizo de aquel período de 1978-79 en que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte se enrumbaba hacia el abismo a marcha forzada. Quizás eran los prolegómenos del cambio climático y de ahí que el termómetro marcara temperaturas bajas inusuales y se dijera que no se había visto nada igual en los tres lustros anteriores. A la miseria del invierno cruel, con nevadas y tormentas constantes, se sumaban los tormentos de las muchísimas huelgas. Los zacatecas rehusaban enterrar los cadáveres y los recolectores de basura permitieron que Londres deviniese un gran estercolero, con pilas de bolsas negras por doquier, salpicadas o cubiertas por la nieve. El frío las congelaba y misericordiosamente impedía la descomposición del contenido.

En los hospitales, apenas las emergencias funcionaban. De nada valía la Policía en contra de las protestas obreras frente a las fábricas, reforzadas por lo que llamaban piquetes secundarios encabezados por ciudadanos comunes o trabajadores de otras áreas que acudían a solidarizarse con los huelguistas o simplemente atizaban el fuego social que devoraba a ese gran país europeo. Las exigencias de aumentos salariales eran la causa aparente. La cúpula obrera se negaba a aceptar los límites a los aumentos acordados en el pacto social suscrito con el gobierno laborista. La inflación desbordaba la política económica y, lo nunca visto, Londres debió tocar a las puertas del Fondo Monetario Internacional, en ese entonces el bastión de donde soplaban con fuerza los vientos de la Escuela de Chicago. La libra esterlina, la moneda fuerte sobre la que se asentó el imperio donde verdaderamente no se ponía el sol, rodaba cuesta abajo hacia la paridad con el dólar norteamericano.

Había más que huelgas. En verdad, el Estado benefactor que siguió a la Segunda Guerra Mundial hacía aguas sin un reemplazo a la vista. La decadencia británica asomaba y el país ocupaba categoría de potencia de segunda. La lucha de clases era una realidad y el buenazo de Jim Callaghan, el primer ministro que creía que todo hombre honrado debía estar en cama a las diez de la noche, no sabía cómo presidir en la vorágine. Agitadores y troskistas sedientos de cambios radicales infiltraban el Partido Laborista. En mi despiste caribeño avistaba una monarquía comunista cuando salían los autobuses desde mi universidad con las tropas estudiantiles hacia el frente de batalla de las huelgas obreras.

Otra de las reales razones de la crisis la veía en mi ruta de fin de semana desde el nordeste donde estudiaba hacia el Londres festivo al cruzar Dagenham, un barrio londinense que alberga desde 1930 una enorme fábrica de la Ford. Constantemente había allí huelgas y los consabidos piquetes, situación que en vez de mejorar empeoraba la obsolescencia de la planta, la necesidad de nueva tecnología y cambios en la organización del trabajo. Sin esas reformas, que los sindicatos rechazaban porque necesariamente implicaban despidos, era imposible una operación eficiente y rentable. En Dagenham hoy en día ya no se fabrican coches sino motores. De cuarenta mil empleos en su punto máximo, apenas trabajan allí cuatro mil personas. Gracias a las reformas laborales introducidas por Margaret Thatcher, la planta fue modernizada y se evitaron el cierre y la pérdida de todos los empleos.

Escalado el liderazgo tory sin contemplaciones, Margaret y sus asesores no esperaron mucho antes de que Callaghan se viese obligado a convocar a elecciones, en mayo de 1979. Muy innovadora para su época y Gran Bretaña, la campaña electoral conservadora, ingeniada por la publicitaria Saatchi y Saatchi, determinó junto a la crisis que el ocupante del 10 Downning Street fuese una mujer por primera y única vez en la historia británica. La revolución thatcheriana es materia conocida. Cambió el curso de la economía británica y derrotó no solo a los criminales de la Junta Militar de Argentina, en las Malvinas, sino a los sindicatos todopoderosos. Bastó cambiar las reglas del juego e imponer la votación de todos los miembros y una mayoría calificada antes de ir a la huelga, amén de prohibir los piquetes secundarios. Su frase feliz de "the lady is not for turning", la señora no da marcha atrás, ejemplificó una conducta decidida, en disposición permanente para romper lanzas, sin espacio para la retirada ni las dudas. La dijo en los inicios de su gobierno y cuando al invierno del descontento proponía un otoño de sentido común. Esa inflexibilidad fue una virtud y también razón de su caída. La impopularidad creciente de sus medidas, sobre todo de un impuesto colectivo, atizó el complot ministerial que puso fin a sus años en la calle Downing, como titularía uno de los dos volúmenes de su carrera pública (The Path to Power y The Downing Street Years), lectura indispensable para todo estudioso de la política o de uno de los períodos más importantes de la historia contemporánea.

Su retórica encendida a favor de la libertad empujó el desmoronamiento del Muro de Berlín y el epílogo de la Unión Soviética. El mejor testimonio a su grandeza política, capacidad de visión y dotes innegables de liderazgo lo escuché de labios de un testigo inesperado. Acompañaba en el viaje de ida y vuelta de Miami a Santo Domingo a Mijail Gorbachov, el último gobernante de la Unión Soviética, cuando inauguró las instalaciones de Diario Libre en uno de los hitos del periodismo dominicano de principios de siglo. En conversación distendida, totalmente diferente a la atmósfera en la entrevista televisiva que le hiciera, le pregunté sobre sus experiencias y las personas que admiraba. No lo pensó mucho y mencionó a Margaret Thatcher. A seguidas acotó que no se llevaron bien de inmediato en su primera reunión, en 1984. Fue una conversación de fin de semana, en la casa solariega de los primeros ministros británicos, en Chequers.

Sin embargo, me dijo el protagonista de la perestroika y la glasnost, luego se desarrolló entre ambos una gran amistad. Fue de los invitados selectos a Londres para la celebración de los setenta y cinco años de la ex-premier. Esta vez no pudo asistir a los funerales por razones de salud, pero su calificación de Margaret Thatcher en declaraciones a raíz del anuncio de su fallecimiento concuerdan con lo que me dijo: "una persona excepcional".

Lo fue sin dudas. Nacionalista a ultranza, le dijo a Gorbachov que si alguien invadía su país como los rusos a Afganistán, ella cerraría filas con los mujadines. Siempre miró a la Europa comunitaria con desconfianza y nunca cesó el bombardeo verbal contra la política agrícola común, en la que los beneficios para el campo británico son menores en razón de una mayor productividad y eficiencia. Tampoco tenía contemplaciones para los fundamentalistas, y lo probó cuando envió un comando a rescatar los rehenes en la embajada de Teherán en Londres. Y pese al tono de clase alta en su inglés impecable y su paso por Oxford, se sintió siempre un ama de casa más, como buena hija de pulpero.

También viví en el Reino Unido los vestigios evidentes de su descalabro físico y los albores de un alzhéimer implacable, revelados por su hija periodista, Carol, en el libro A Swim-On Part in the Goldfish Bowl: A Memoir, en el 2008. Veía siempre a la señora Thatcher en los actos protocolares, sobre todo en la solemne apertura anual del Parlamento que encabeza la Reina Isabel y donde da a conocer las líneas maestras del gobierno para el año fiscal. Arribaba impecable, maquillada con esmero, togada de rojo, y se acomodaba en el asiento que le tenían reservado como miembro distinguido de la Cámara de los Lores.

Todos la miraban con deferencia, incluso los pares de la bancada contraria, el gabinete allí congregado y los integrantes de la Cámara de los Comunes que llegaban al salón luego de la llamada del ujier, en atención a un protocolo que se remonta a los tiempos en que el monarca de turno detentaba también el poder político. Muy pocas veces hablaba con la persona a su lado, sino que se encerraba en un mutismo debido a los achaques mentales.

Avisté a la señora Thatcher por última vez en Westminster Hall, cuando la visita de Estado del papa Benedicto XVI al Reino Unido. Llegué muy temprano, para ocupar uno de los primeros lugares reservados a los diplomáticos, en septiembre del 2010 y unos meses antes de ser movido a la embajada en Washington. Allí estaba la sombra de la Dama de Hierro que batía con flema británica e inteligencia aguda a sus rivales de la oposición en el tiempo de preguntas en la Cámara de los Comunes, cada miércoles al mediodía. La llevaron a la fila reservada a los pasados primeros ministros, vestida con chaqueta y falda lila claro, flanqueada por John Major, su sucesor en Downing Street, y William Hague, pasado líder conservador y ahora ministro de Relaciones Exteriores. Me lució más perdida que nunca en el laberinto ignoto de su mente otrora brillante.

En qué recovecos de su pasado se había detenido su espíritu, no lo sé. Pero mientras Benedicto XVI intercambiaba con Major antes de saludarla, la señora Thatcher hojeaba descuidadamente el programa de aquel momento histórico en que por primera vez después de la Reforma el pontífice de Roma se dirigía al Parlamento británico. No oí qué habló con el visitante ilustre. Tampoco sé si Margaret Thatcher se enteró de que en su alocución, el hoy Papa Emeritus aludió a la crisis financiera que castigaba al mundo y la atribuyó a un fallo moral, sustentándose, dijo, en un amplio consenso que ligaba las graves dificultades a la ausencia de un fundamento ético sólido.

Enjuiciado el capitalismo salvaje asociado con los años thatcherianos en el mismo lugar donde se condenó a muerte a Tomás Moro por su intransigente defensa de Roma frente a las pretensiones del taimado y mujeriego Enrique VIII. El final físico, me dije, estaba cerca. Llegó hace unos días, y de inmediato arrancó con fuerza el debate sobre su gobierno y persona, del que, afortunada o desafortunadamente, ya no formará parte.

¿Quién ha sido grande sin incurrir en pequeñeces?

¿Quién hace Historia sin historias,

o camina los trechos de la gloria sin tropezar?

Pese al tono de clase alta en su inglés impecable y su paso por Oxford, se sintió siempre un ama de casa más, como buena hija de pulpero.