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Como en un bolero

Se va el año y vienen los recuerdos acompasados por la prosa elegante de don Pedro Delgado Malagón, rescate a bordo de El Caribe de su aporte al libro El bolero: visiones y perfiles de una pasión dominicana, agotadas ya sus dos ediciones. Textos vigorosos, cuidados en la forma y el fondo, que interpretan ajustadamente la mente creativa del amigo entrañable, sin dudas una de las más excelsas de estos rincones caribeños.

En esos artículos de colección, el bolero despliega toda su magia al compás de la descripción magistral de épocas, artistas, autorías, nostalgias personales: una aproximación sin parangón a la verdad de un género que encapsula como ningún otro aspectos trascendentes de nuestra cultura y la de pueblos hermanados en idiomas de raíz común y templados por un ritmo que ha mecido a toda Iberoamérica. Desde los cuatro puntos cardinales de la geografía que se expresa en las lenguas de Cervantes y Camões nos ha llegado la misma música en diferentes versiones. El bolero nos ha acercado en la manera de enamorarnos, de expresar desconsuelos, congojas y alegrías, pero sobre todo en la comunicación de emociones y un romance que no se ha agotado en el tiempo.

Para la generación -años más, años menos- que se asomó al mundo cuando la intensidad del bolero abrasaba tanto como el sol cuyo trayecto nos intersecta, esas viejas melodías son un bálsamo con frescor de presente y acopio de experiencias. Más que nada, un inventario de recuerdos, una introducción a un mundo en cuya puerta de entrada dejamos la ingenuidad como pago, o quizás contribución adelantada para acceder a nuestra naturaleza. La evocación de esas letras y notas musicales transita por nuestra historia colectiva y personal, y he ahí parte del mérito que atribuyo junto a muchos otros al derroche de talento con que nos ha enriquecido y alimentado don Pedro en estas semanas vespertinas de un año con guarismos de leyenda: 2013.

En mi iniciación a la vida no entendía el bolero. Veía una conducta inexplicable en los chicos y chicas que inesperadamente cambiaban la expresión cuando de la radio brotaban esos acordes con letras de un vocabulario desconocido, y cuando en el baile los cuerpos se aproximaban al escándalo. No alcanzaba a descifrar la pasión por esos ritmos que después supe adelantaban otras pasiones. Embelesadas, las gentes de mi entorno, por supuesto con más años que yo en el presupuesto de vida, repetían las canciones de Lucho Gatica. Era este chileno la referencia más romántica del bolero. Su voz reunía los atributos del macho que se dibujaba en el imaginario popular: varonil, vibrante, fuerte y siempre en contraste con la dulzura de las intérpretes del género opuesto. "Esa es una voz de hombre", era el comentario obligado cuando el artista de pelo bien peinado y abrillantado en las fotos que ocultaban cuán bajo es de estatura, pedía al reloj, por ejemplo, que no marcara las horas para evitar la locura insinuada por la partida de la amada al despuntar el día.

De seguro que Roberto Cantoral nunca imaginó que sus composiciones, aparte de compendiar los sentimientos humanos multiplicados por el romanticismo latino, eran lecciones de buen español. La idea es y sigue siendo que las manecillas del reloj no detuviesen su camino porque las despedidas son inevitables y si definitivas, desgarrantes. Es una realidad perpetua, y así aprendí un adjetivo nuevo cuya acepción me parecía tan pesada como después, con los años, mi pequeña poesía de adioses. Con el permiso de Horacio Ferrer y su Balada para mi muerte. Esos boleros eran un diccionario abierto, pórtico por el que se escapaban retos lingüísticos y que provocaban discusiones. No todas las palabras llegaban con la claridad precisa, y descifrarlas desataba debates y apuestas. Como en La Barca, esclarecí mi pensamiento al aprender de memoria letras y signos a los que luego buscaba el significado.

Despojar a las palabras de su carga secreta es tarea que un poco de curiosidad infantil facilita. Verse reflejado y participar en el tinglado de emociones y sentimientos que es la lírica de los boleros requiere madurez. Género musical para adultos, no da cabida a la inocencia. Los enamoramientos de entonces se aliviaban con las letras como mensajero de intenciones o descripción de los incendios consumidos en pareja. La intimidad se da por descontada; en la manera de bailarlo hay una aproximación de cuerpos y voluntades, y una dispensa de movimientos que potencia los aires de romance y libido ya presentes en las letras y en la música. La invitación a bailar un bolero en esos años de aprendizaje de la vida era un contrabando no bien oculto de deseos, una formulación rítmica y elegante de tener Algo contigo.

En la sutileza de las estrofas, algunas de alta poesía, yace parte de las razones por las cuales el bolero ha perdurado y devenido repertorio obligado de artistas a quienes se les veía como íconos de juventud. Luis Miguel, por ejemplo, nunca hubiese llegado a los altares supremos de la música popular sin esa antología de Romances. Para sorpresa de muchos, desmitificó el andamiaje de suposiciones sobre el gusto musical de la juventud latinoamericana, entusiasmada con el desarrollo de un rock vernáculo. Con la ventaja de unos arreglos excepcionales, amplia orquestación y aprovechamiento de las nuevas técnicas de grabación, el artista mexicano encadenó generaciones diferentes a través del bolero. Descubrió una vitalidad preterida y devolvió todo el esplendor a las creaciones de autores como Armando Manzanero, Chico Novarro, Roberto Cantoral, Julio Gutiérrez, María Grever, César Portillo de la Luz, Vicente Garrido, Álvaro Carrillo, Gabriel Ruiz y Luis Demetrio, entre otros. ¡Y pensar que el joven artista grabó la selección simplemente para satisfacer compromisos con su casa disquera! La obligación contractual se convirtió en un hito, en una inflexión en la historia del género y que ha llegado a contagiar culturas extrañas.

Don Pedro tiene la virtud de enviar por adelantado sus artículos sabatinos a sus amigos cercanos. Vaya sorpresa, su primera entrega coincidió con el momento en que me enteraba del lanzamiento de una producción de los boleros que popularizó Lucho Gatica, esta vez duetos con una pléyade de artistas jóvenes: Miguel Bosé, Laura Pausini, Ricardo Montaner, Olga Tañón, Michael Bublé, Pepe Aguilar, Il Volo, Luis Fonsi, Beto Cuevas y Lucero. Al bolero se llegaba por la radio y los discos de 45 y 78 revoluciones por minuto, además de los de larga duración (lp, por long playing). Ya no, y tampoco es necesario el CD. Basta una cuenta virtual y el formato digital conocido como MP3 nos pone en segundos en contacto con un catálogo inacabable de música. Así me llegó un Lucho Gatica envejecido de voz pero joven aún en los recuerdos que el serial de don Pedro, en su primera entrega, levantaba.

Historia de un amor, por la canción homónima, es el título, muy apropiado. La Barca navega nuevamente y Reloj continúa impertérrito frente a los reclamos desesperados de que no produzca más tictacs. No me platiques más, Bésame mucho, Quizás, quizás, Perfidia, Sabor a mí, Contigo en la distancia, Sin ti, Somos, reaparecen en una rendición muy disminuida de aquella voz que despertó tantos amores, enardeció multitudes y atestiguó sin saberlo momentos de felicidad inscritos permanentemente en innúmeras crónicas inéditas de experiencias personales.

Sabor a mí, de Álvaro Carrillo, encarna perfectamente la substancia del bolero. La nostalgia se apunta al goce del amor cumplido en una versión de esperanza y resignación. La espoleta del desamor queda desarmada por la certeza de ese "tanto tiempo" de querer compartido. El resumen es de complejidad y paradoja, un continuum del cual es imposible excluir el sello indeleble del "sabor a mí". En esta reaparición de dudosa calidad, Gatica empareja con Bosé. De aquellos años de escandilamiento queda nada. La voz, trémula, carece ya de calidez; la carga del calendario melló para siempre la frescura de aquella tonalidad con atisbos de arrobo sempiterno que marcó generaciones. Imposible ya escalar esos vericuetos por encima del pentagrama, tarea que el portavoz del romance acometía sin esfuerzo alguno en su época dorada. Otros son los tiempos y no hay manera de recuperar terreno, no importa que la tecnología sea milagrosa.

Que Lucho Gatica consiga compañía tan distinguida en esta aventura de arte crepuscular habla de la fuerza del bolero y de la impronta que el chileno impuso en el género. Nelly Furtado y Michael Bublé son estrellas de otro firmamento, y sin embargo figuran en la entrega musical. La primera proviene de una familia portuguesa que se asentó en Vancouver y cuidó la tradición cultural latina. El crooner canadiense está casado con una modelo argentina y de él se ha dicho que es un amante de la música de estos confines. Con sus nombres, ambos suplen las deficiencias en un esfuerzo digno de mejor suerte.

Los artistas no se acostumbran al olvido. La savia les viene de la reverencia popular, de la atención inconmovible de seguidores atinadamente denominados fanáticos. Sin el favor del público desfallecen y cuanto esfuerzo hagan por recuperarlo será siempre válido. Muy pocos vencen la decadencia que adviene tras un largo estrellato y la edad que no perdona. Un caso excepcional es Tony Bennet, octogenario que aún llena las salas donde exhibe su arte, impermeable a los años. Contemporáneo de Frank Sinatra, Dean Martin y otras grandes estrellas de la canción, su voz conserva la fuerza de cuando llevó a los primeros lugares de los desfiles de éxitos musicales su I left my heart in San Francisco (Dejé mi amor en San Francisco). Hasta se mueve con agilidad en el escenario y no le importa contar a la audiencia que Charlie Chaplin, autor del sonado Smile, le escribió para decirle que su interpretación era la mejor de las tantas que se habían hecho. Historia antigua, ciertamente.

Otros se enrolan en el éxito que tuvieron algunas interpretaciones y las repiten sin cesar, sabedores de que nunca desentona una melodía que a fuerza de familiar se colgó en nuestros corazones. Vi recientemente hacerlo a Natalie Cole en un concierto en Los Ángeles, en el Hollywood Bowl, ese refugio legendario donde el año pasado debutó a casa llena nuestro Juan Luis Guerra, resguardado por un ambiente siempre poblado de estrellas, por lo menos del celuloide. La hija del legendario Nat King Cole no se ha conformado con el acierto de unir la voz del padre ya desaparecido a la suya en un dúo formidable, Unforgettable. Ahora exhibe en sus conciertos vídeos de ella niña junto al artista de voz aterciopelada que nos llenó de Ansiedad y otros boleros cantados con su español de extranjero. En un recordatorio de que segundas partes nunca fueron buenas, Natalie Cole grabó hace poco todo un CD contagiado de boleros en el idioma nuestro y también de cuarenta millones de personas en el gran mercado estadounidense.

El bolero se escucha, se disfruta y se vive. Se resiste al olvido y siempre será un doble eficiente del romance. Es ritmo y sentimiento, un inventario de remembranzas. Vivir los doce meses como en un bolero, con el corazón acelerado por la presión de la pareja, debería encabezar los propósitos para cualquier año nuevo.