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La persistencia de Macondo

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La persistencia de Macondo

Me encontraba ya con el general en su laberinto en Santa Marta tras un recorrido literario afanoso, inquietante y didáctico, por toda la vida, batallas, amores, desamores y controversias del héroe americano por antonomasia, cuando un texto inalámbrico de mi hija Amaya, a 27 horas de vuelo de distancia, comunicaba la noticia del fallecimiento de Gabriel García Márquez. De guía tenía a Marie Arana, del Washington Post, y su excelente Bolívar: American Liberator, ganador este mismo mes del Los Angeles Times Book Prize en el apartado de biografía.

Con autoridad de exploradora académica acreditada, atinado sentido político, erudición envidiable y un inglés exquisito, la periodista y novelista peruana construye la semblanza y circunstancias de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco en el contexto americano y europeo, y, sin proponérselo -concluye este atrevido escribano-, desdice de quienes destinan Cien años de soledad al anaquel de las obras de ficción. Nuestro continente es Macondo; y la lucha por la independencia en esta parte del mundo, la historia reciente con su retahíla inacabable de caudillos, dictadores, políticos y figuras públicas, constituyen un retablo de ese realismo mágico que en modo alguno pertenece exclusivamente al ámbito de la literatura.

La ficción por estas latitudes no es el fruto de la creatividad de un autor, sino realidad que por sus características raya en hipérbole. Tan cerca de la exageración imposible, cuando no de la caricatura o la farsa, el devenir de estas geografías confirma lo que la prosa del escritor colombiano recién desaparecido capturó con galanura y selló la corriente literaria que retornó la América Latina al mapa de las grandes obras literarias. El cisma entre realidad y ficción queda resuelto en la obra de García Márquez, y de ahí que represente un relato certero, una síntesis cuasi perfecta de la verdad latinoamericana. El Quijote dejó de ser la referencia obligada en las letras castellanas, y bien que correspondiera el honor a un hijo de estas tierras. Porque es aquí donde el español se ha expandido y enriquecido con el aporte del mestizaje, de otras experiencias y mentalidades. De justicia es, pues, que el español de las antiguas colonias destrone o comparta la ortodoxia proveniente de la metrópolis y que, amplificado por la diversidad de voces, plantee la unidad en la babel macondiana.

En Santa Marta, a donde le llegó el final de su vida y, poco antes, de sus sueños y glorias, un español acaudalado acogió a Bolívar en su hacienda. El héroe de la Campaña Admirable, quien había advertido en un decreto a los españoles y canarios en Venezuela que contaran "con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América", y ordenado a Juan Bautista Arismendi la ejecución de 886 prisioneros desarmados, terminó sus días amparado en la hospitalidad de un peninsular, sin dinero para pagar al médico francés que lo atendía, impedido de ingresar al territorio patrio por disposición de uno de sus aliados militares más importantes y a la sazón presidente en Caracas, José Antonio Páez.

Así son nuestros héroes, de carne y hueso, destinados como cualquier otro humano a pasto de gusanos a menos que la ingratitud de sus generaciones y el fuego, no del infierno sino de la cremación, los releguen a cenizas. Nacieron, crecieron, vivieron y murieron bajo el signo de las contradicciones, hijos legítimos de un Macondo que persiste en el tiempo y que la modernidad y posmodernidad no han logrado borrar. Sirve de arquetipo ese Bolívar que Arana rediseña, apartado de la elegía oficial, reducido a su propia verdad que al mismo tiempo es ficción, como en los textos de García Márquez. El Libertador, el portavoz de la libertad y democracia desde el norte al sur, del este al oeste de la América Latina, retrasó casi una semana la expedición militar que organizaba con la ayuda de Pétion, en Haití, a la espera de que llegaran las faldas ansiadas de Josefina -Pepita-- Machado, su amante de entonces. Los oficiales alemanes y británicos, soldados de fortuna que participaban en la aventura militar financiada por un Haití empobrecido a causa de su propia guerra de independencia, desconocían las pasiones macondianas de estos terrenos. Lo suyo era otra realidad, no menos dura, matizada por las guerras napoleónicas y el fracaso de la Gran Armada. Desconcertados, amenazaron con abandonar los barcos anclados a la espera de la mantuana caraqueña. Solo el poder de convencimiento del almirante Luis Brión impidió la deserción provocada por otra causa, para Bolívar comparable en nobleza aunque no en urgencia con la gesta liberadora: los favores de una hembra que lo tenían desquiciado por el tiempo largo que mediaba desde el último ayuntamiento carnal.

¿Coronel Aureliano Buendía? Tuvo más de una existencia, y no solo en la mente prolífica de García Márquez. Lo encontré en las pinceladas sobre José Tomás Boves en Bolívar: American Liberator. De él tenía nociones lejanas por Boves, El Urugallo, parte de la trilogía fascinante de Herrera Luque. Las hazañas del sangriento caudillo de la guerra de independencia relatadas por el siquiatra venezolano fueron llevadas recientemente al celuloide bajo el título de Taita Boves. Ficción no, realidad, un asturiano encabezó una de las fuerzas militares más temibles y contra las que no pudieron el genio militar ni la valentía de Bolívar. Acomodado a conveniencia bajo la enseña española o sus propios intereses y delirios, Boves unió a pardos, indios, negros y mestizos en una acometida sangrienta contra toda autoridad. Los oprimidos aliados a los opresores en batallas encarnizadas contra los libertadores. O'Leary, el asistente de Bolívar citado por Arana, narra que "de todos los monstruos producidos por la revolución… Boves fue el peor". La autora juzga: "Fue un bárbaro de proporciones épicas, un Atila de las Américas…" Sus llaneros, explica, eran jinetes consumados y solo comían carne que ataban en los flancos de sus monturas y curaba el sudor de los animales cuando galopaban. Por donde pasaban sus caballos, tampoco crecía la yerba. Tenían licencia para matar, incendiar, violar y robar. Su propósito apocalíptico buscaba borrar a los criollos de la faz americana, y faltó poco para que lo lograran.

De extravíos, torpezas, turbiedad y traiciones rebosa Macondo. Francisco Miranda podría ser definido como un verdadero patriota y un aventurero también, curtido en la revolución francesa, mariscal en las guerras napoleónicas y soldado a carta cabal en Crimea, Florida, Marruecos y España. Hasta aseguran que visitaba con asiduidad el lecho de la emperadora rusa Catalina la Grande. En su casa en Londres, en el número 54 de Grafton Way, recibió a Bolívar cuando junto a otros venezolanos buscaba apoyo británico para la causa independentista. Hoy día es la sede del Bolívar Hall, un espacio de cultura que Venezuela comparte generosamente y del que nuestro país se ha aprovechado para mostrar su arte.

Guerrero en cuatro continentes, amigo de Thomas Paine, George Washington, Thomas Jefferson y otras grandes figuras de su época, Miranda se adelantó a Bolívar en la idea y el combate por una América unida, independiente. Contagiado del espíritu bolivariano retornó a la patria, tomó las armas y enfrentó al ejército español, del que había sido ya un oficial destacado en la Península. En un acto premeditado de traición, Bolívar y un grupo de sus seguidores le tendieron una celada y lo entregaron a los realistas. Miranda, el sobreviviente de mil batallas, tretas y alta y baja diplomacia, murió con un grillete al cuello en una cárcel en Cádiz. Su tumba en el Panteón Nacional de Venezuela está vacía porque sus restos, arrojados a una fosa común, nunca han sido recuperados.

Miranda favorecía abolir la esclavitud y había buscado antes que Bolívar el apoyo haitiano aunque temía que la revolución degenerara en un conflicto racial con la repetición de la barbarie acaecida en La Española. Pétion apoyó decidamente a Bolívar en dos oportunidades. Sin embargo, El Libertador impartió instrucciones precisas para que Haití no fuese invitado al Congreso Anfictiónico que convocó en Panamá, en 1826. Fue el único país excluido entre todos los que habían alcanzado la libertad para ese entonces en el Continente, con los Estados Unidos a la cabeza pese a que sus delegados llegaron tarde.

Macondo se encuentra por todos lados porque no es un lugar sino una objetividad compleja, que como en El Gatopardo de Lampedusa cambia para permanecer igual. El Caribe no escapa a esa realidad-ficción-realidad. Por ahí se repiten en confirmación oral las anécdotas de Ulises Heureaux, del general que prohibió escupir redondo, del pedigüeño que se salvó del paredón porque hizo tintinear como si fuesen monedas unos pedazos de vidrio que guardó en sus bolsillos, apercibido de que "al pobre no lo llaman para nada bueno". Si en el Macondo de García Márquez llovía a la inversa, el tirano Rafael Trujillo creó el invierno como estación válida en el protocolo de este país caribeño de agostos de 365 días. Obligatorio el atuendo de trajes de paños pesados, de la mejor lana inglesa probablemente venida de la tradición de esos telares que solventaban la estada de Carlos Marx en Londres por vía de los bolsillos del empresario textil Federico Engels. Sustantividad cruel que supera toda ficción, un abigeo rescatado y encumbrado por las tropas norteamericanas de intervención en el 19l6, se convirtió en uno de los gobernantes más feroces que hablaba el mismo idioma de Buendía, el doctor Francia, Boves, Páez o el Mariscal de Ayacucho, asesinado alevosamente cuando la fe en Bolívar se extinguía en Santafé de Bogotá.

Juan Pablo Duarte desapareció por años en Venezuela, en los llanos que eran el territorio natural de Boves. No hay nada de Ulises ni de la Odisea en ese tránsito macondiano que marca la vida del Padre de la Patria dominicano y del que se sabe poco, excepto que ejercía como comerciante modesto en medio de poblaciones indígenas. Quedan como explicación unos síntomas de depresión extrema, de melancholia para la que en aquel entonces no había Prozac ni los tantos barbitúricos que ahora elevan la heroicidad y también la paranoia o conductas propias de los páramos y recovecos mentales de Úrsula Iguarán. Las alucinaciones y amargura constante figuran entre los síntomas prominentes de la depresión, que Freud explica como el empobrecimiento del ego al producirse una pérdida interna, con el consiguiente acarreo de vaciedad y fractura de la autoestima.

El otoño del patriarca isleño no acaba de producirse, lo que remite nuevamente a Macondo. Sin embargo, García Márquez lo santiguó con sus indulgencias plenarias de hombre universal, premiado con el Nobel de literatura y legitimado por la adulación de millones de lectores. En la mejor línea macondiana, este Matusalén del poder con señas caribeñas, Fidel Castro, de la misma edad que el escritor colombiano, continúa arrimado al mando en una revolución que ya conoce dos siglos. Como la juventud no es divino tesoro y Bolívar se declaró dictador para "salvar a la república", nadie más apto que el hermano octogenario de la saga, Raúl, para continuar la tradición revolucionaria.

Entre los síntomas de la depresión se destacan, además, el descreimiento en el futuro y la convicción de que todo cambio es imposible y, como afirmó Bolívar cuando la tuberculosis había minado ya sus fuerzas de animal de galaxia y resistencia tenaz ante las adversidades, arar en el mar deviene verdad y no ficción. Si lo supo García Márquez cuando Mario Vargas Llosa le asestó un puñetazo en la cara por sabrá quién cuál razón macondiana verdadera.

adecarod@aol.com

Si en el Macondo de García Márquez llovía a la inversa, el tirano Rafael Trujillo creó el invierno como estación válida en el protocolo de este país caribeño de agostos de 365 días.