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Pasado perfecto e imperfecto

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Pasado perfecto e imperfecto

En puridad de verdad, los años son una suma de tiempo. No así la edad, a la que Terencio atribuye la bondad de hacernos más sabios. Excepciones habrá, y muchas, pero ciertamente envejecer suele acarrear prudencia, tranquilidad de espíritu y una conformidad ante lo inevitable que a los ojos del joven resulta inaceptable. Madurar define la adquisición del pleno desarrollo físico e intelectual, pero también la puesta en punto de una idea o proyecto con la ayuda de la meditación.

Con el acumulo de añadas adviene esa nostalgia por los tiempos idos, por circunstancias y hechos que marcaron inflexiones o que simplemente informan la memoria en un ejercicio que por repetitivo se convierte casi en una pasión. Anhelos quizás de experiencias que nunca podrán ser repetidas porque el tiempo ya no alcanza o porque fueron tan únicas que no admiten doblaje. Sábato no andaba descaminado cuando introdujo la noción de que todo tiempo pasado siempre parece mejor.

En nuestro país de amores y calores, el pasado histórico surge como punzada, jolgorio o épica, de acuerdo siempre a quien lo evoca. Es, sin embargo, una constante que se advierte con fuerza en los medios de comunicación y no deja dudas de cuánto cala el colectivo como reafirmación o construcción de la idea patriótica. Tenemos grandes y pequeñas fechas, pero todas encuentran acogida en unas ansias inexplicables de acomodar el pasado, revivirlo, exaltarlo o condenarlo. La prohibición del olvido parecería una de las enseñas nacionales y por eso tanta crónica que año tras año vuelve sobre lo andado sin añadir nada nuevo porque las huellas son las mismas o nunca existieron.

Demasiada e innecesaria seriedad, a veces. Me gusta el humor británico en la celebración del intento de quemar el parlamento en 1605. Culpable Guy Fawkes, quien peleó con los españoles en la Guerra de los Ochenta Años. Lo descubrieron antes de que hiciera estallar los barriles de pólvora que había llevado a la Cámara de los Lores. Cada cinco de noviembre, los británicos reviven el episodio con una lluvia de fuegos artificiales por doquier y la quema de la efigie del desafortunado católico, quien se rompió el cuello cuando saltó del cadalso antes de que lo ahorcaran.

Admito que hay episodios encartados en la historia de los pueblos que permanecen como un recordatorio de la sorprendente capacidad humana para dañar, cometer desafueros o devolvernos a las cavernas. Es entendible y conveniente que de tiempo en tiempo, cuando se creía que las heridas habían cicatrizado sin dejar rastros, se levanten voces admonitorias para impedir que la desmemoria se convierta en una injusticia mayor.

Coreanos y chinos no olvidan las crueldades innumerables durante la invasión japonesa en el siglo pasado. Alemanes y franceses han legislado contra la negación del Holocausto. Pese a la proscripción legal, la intelectualidad turca ha logrado que no muera el tema del exterminio de miles de armenios. Sudáfrica, Chile, Argentina y Uruguay escarbaron una y otra vez hasta encontrar la verdad terrible de la represión y violencia institucionalizadas durante los años del apartheid, en el primer caso, y de las dictaduras militares en los demás. Recordar y perdonar no tienen por qué se realidades polarizadas en sociedades signadas por desventuras inducidas en el pasado desde el poder. El trauma se enraíza cuando el olvido deviene política para esquilmar la verdad, y el silencio así forjado adquiere categoría de complicidad. La verdad es liberación, y paso indispensable para la aceptación voluntaria de situaciones que son ya hechos irreversibles.

A qué viene, sin embargo, resucitar ciertas jornadas de abril y subsiguientes meses del 1965 desconectadas de un todo que siempre dirá más. Es solo un ejemplo entre muchos otros. O buscar año tras años resquicios inexistentes en el fracasado intento guerrillero de Francisco Alberto Caamaño Deñó, aventura de la que se sustrae el factor cubano, determinante en todo el calvario del coronel abrileño. Reinventar la historia de acuerdo a las circunstancias y sin el esfuerzo de la investigación seria me parece tarea indigna. España se liberó del fantasma de Francisco Franco pese a que este sobrevivió a su amigo Rafael Trujillo un cuarto de siglo. Todavía discutimos si hubo progreso durante ese período infame, aceptamos pendencias con los familiares y prestamos atención a las palabras necias de quienes buscan camorra y preminencia trayendo al ruedo alegadas bondades del dictador en contraposición a las acciones de quienes lo enfrentaron y eliminaron. No hay validez ni ganancias en esos repasos fútiles del pasado.

Escribí hace ya años que la verdad de la dictadura y los años en democracia aún no nos llega en todo su esplendor a esta geografía de media isla. Y de medias verdades. Por el contrario, hay un esfuerzo consciente en rincones de la sociedad dominicana para impedir que reluzca. O se ha consignado a la ficción un relato escrito con sangre en la realidad de un pueblo. No se trata de levantar el dedo acusador o de prevalecerse en el bíblico ojo por ojo para iniciar, tal vez a destiempo, el castigo de esos carroñeros que se cebaron en lo mejor de la dominicanidad, en los soñadores, en los anticipos del reclamo por una vida en acuerdo con un Estado de derecho. La sociedad dominicana ha cambiado, pero se necesita un empuje más dinámico, una prueba de vitalidad democrática, de designio consciente para reconocer las injusticias y recompensar a las víctimas y sus herederos con el reconocimiento abierto de las desgracias que se les causaron.

Interesantes son otras nostalgias, las que remiten a un pasado que brota manso, sereno y dulce en las exposiciones de quienes reverencian lugares, personajes y tradiciones desaparecidos para siempre. Las veo como consecuencia de la edad, de la madurez que permite acrisolar las ideas, combinarlas y enriquecerlas. Hay un sentido de satisfacción personal y de orgullo en el recuento. Es una memoria jubilosa con ventajas frente a quienes no la vivieron y por tanto desconocen. Sus narradores son la voz autorizada para alimentar la conversación pública con las vivencias de un ayer no tan remoto y cargado de lecciones de ciudadanía, solidaridad y tolerancia para los nuevos dominicanos.

No daña rememorar el espíritu de camaradería en el barrio ya inexistente. Tampoco en retratar con pinceladas sociales a esos personajes que con su paso anecdótico definieron la rutina de toda una generación, asida hoy a esas imágenes que identifican el tránsito por las tantas etapas en que se divide la existencia humana. Yerran quienes piensen que se trata de mañas de viejos pasados, vencidos por la posmodernidad o los cambios acelerados en la tecnología. Envejecer conlleva un aprendizaje y otra manera de relacionarse y de ser gregario, no de renuncia a la vida y todo lo que en ella reclama pasión. No necesariamente la nostalgia revela inseguridad en el presente o temor del futuro, más bien conforma una reafirmación de lo que hemos sido, hecho y aportado. Es reencontrarnos en la aceptación de cuánto hemos cambiado con los años, pero también el entorno, la familia, los amigos. La inexorabilidad de la vida es una realidad que aparece desdibujada en esas descripciones amenas de lo que fue y no será.

Las comparaciones son obligadas, mas no conducen irreflexivamente a una condena del cambio. La sabiduría que debe acompañar la edad provee las herramientas para establecer diferencias en base a parámetros más eficaces y alejados de ventajas pasajeras. Vencer las pasiones en el juicio del pretérito resulta más fácil con la distancia que acarrean los años. No puede evitarse, sin embargo, un dejo de tristeza cuando se advierte la destrucción innecesaria de hitos importantes, el desprecio de huellas históricas ya sea en la arquitectura o en el paisaje. Porque en nombre de la modernidad se han cometido crímenes inenarrables contra el patrimonio de todos y pretendido borrar trazos importantes de la cultura, de la historia común. Duele comprobarlo, mucho más cuando media la experiencia personal y se tiene una idea acabada de lo que se ha perdido para siempre. La resurrección consciente del pasado es alegría y también congoja. Así de complejos somos, incapaces de evitar las contradicciones o las trampas de las coyunturas. Lamentablemente, el recorrido de la calle de los recuerdos implica un inventario de pérdidas. Se han ido barrios enteros, ha cambiado el paisaje y otras costumbres se han impuesto a convenciones que creíamos de validez eterna. Los calendarios acumulan fechas de otras partidas, la de seres queridos, amigos y familiares que son protagonistas de nuestra pequeña historia.

Discernir sobre el pasado será siempre tarea ímproba. Incluso con la ventaja de la edad. Controversias las habrá sin que baste una vida para resolverlas. Las nostalgias son subjetivas y generan sentimientos encontrados. Puede que para otro sean simplemente caprichos pasajeros o una obsesión con un pasado que nunca fue o tuvo la coherencia con que ahora se trae al presente. Hablamos, empero, de vivencias personales, de narraciones que no pretenden correspondencia con la historia oficial o aceptación plena. Es una realidad particular la que se expresa en esas páginas ancladas en épocas ya transcurridas. Me divierte la espontaneidad en las narraciones, cómo ingresan a escena y hacen mutis los personajes sin que estén sometidos a juicio alguno. Congelados en un momento, se escapan de los vaticinios y de la posibilidad de que el más adelante les robe el candor. Hasta cierto punto, hay una desconexión entre los hechos de entonces y las añoranzas. ¿Y qué importa? La memoria siempre será selectiva y en estas andanzas literarias la sociología carece de espacio.

Me pregunto si la nostalgia es tal por la imposibilidad de convertir el pasado en presente, por el sello proustiano con que se la cataloga. Importa poco. Rememorar nos acerca más a nosotros mismos. Si lo que pudimos ser arranca lágrimas, lo que no fuimos puede que provoque una sonrisa. O quizás una carcajada.

(adecarod@aol.com)

Discernir sobre el pasado será siempre tarea ímproba. Incluso con la ventaja de la edad.

Controversias las habrá sin que baste una vida para resolverlas. Las nostalgias son subjetivas y generan sentimientos encontrados.

Puede que para otro sean simplemente caprichos pasajeros o una obsesión con un pasado que nunca fue o tuvo la coherencia con que ahora se trae al presente.