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Dislates e incorporaciones dilatadas

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Dislates e incorporaciones dilatadas

Leo y me alarmo al enterarme de que flaquea la cultura de la diáspora nuestra en los Estados Unidos de la manera más visible: se vuelven gordos, aunque desconozco si colorados. Apuntan los datos de un estudio recién publicado en la revista de la Asociación Americana del Corazón que "la epidemia de obesidad entre los hispanos no tiene precedentes y continúa empeorando".

Me remito a las cifras, y se me encoge el optimismo que suele invadirme cuando el calor acosa y las vacaciones son perentorias, porque la vida útil diplomática tiene sello de caducidad cada canícula anual: el 18 por ciento de las mujeres y el 12 por ciento de los hombres tenían niveles de obesidad "que ameritaban una preocupación especial por los riesgos de salud". Las consecuencias son severas. Los hispanos, como se cataloga incorrectamente a los que han sentado reales en los Estados Unidos provenientes de la América que habla español y portugués, ocupan lugar propio en las estadísticas lúgubres. Suyas son ya las secuelas: niveles insuficientes de lipoproteínas de alta densidad, o "colesterol bueno", y un alto grado de inflamación medida por un marcador llamado proteína C-reactiva, según el estudio. "En cuanto a la presión sanguínea, más del 40 por ciento de las personas en este grupo tenían niveles altos y más del 25 por ciento tenía diabetes, añadió la investigación."

Aunque las mujeres han sido tradicionalmente modelos ideales para el insigne Botero, los jóvenes y sobre todo los hombres cargan con el mayor peso. Por lo visto el machismo también entra por la boca y lleva al cementerio. Morir de amor es una manera romántica de exponer la debilidad del corazón. La inmensidad corporal es realidad que mata, implantada en una cultura popular que privilegia unos hábitos alimenticios reñidos con la buena salud. Nuestros inmigrantes se han contagiado e ingresado con desparpajo a las colas de los McDonald´s y otros templos de la comida chatarra.

Realidad palpable (¡ciertamente!) y pesada (¡ciertamente!), los obesos latinoamericanos caminan lenta pero seguramente a inclinar la balanza demográfica en la sociedad norteamericana. Otra contribución no esperada al "melting pot". O al revés, porque hablamos de conducta aprendida en el territorio anfitrión. Salta a la vista sin necesidad de espejuelos para un miope como yo, a quien todavía asombra la marcada diferencia de volumen entre, digamos, cualquier europeo continental y su homónimo de la gran y única potencia mundial. Tanta gordura por doquier me llama la atención y mi asombro es mayor porque los calores de estos veranos insoportables acarrean economías de prendas y la abundancia corporal se muestra en todo su esplendor.

Si aceptamos como válido que se trata de un serio problema sanitario, la conclusión amerita recetas inmediatas, urgentes. A la vuelta de una treintena de años, los Estados Unidos contarán con una población mayoritariamente enferma y su sistema de salud acusará una presión altísima por la demanda de atenciones de millones de hipertensos, diabéticos y discapacitados. En términos económicos, la industria textil no podrá compensar las pérdidas enormes que entraña un problema que se insinúa ya con perfiles gordos. No se trata de una broma pesada, sino de una realidad preocupante. Incluso para unos isleños como nosotros, ansiosos de un desarrollo masivo (económico, humano) que a muy pocos llega, pero a quienes nos separa una distancia geográfica delgada del gran país del norte cuyos hábitos y cultura que aquí se reproducen gracias a un efecto demostración casi instantáneo como la comida basura. Los endocrinólogos dominicanos han dado ya la voz de alarma. Tantas hamburguesas, pizzas perros calientes y fríos y tanta fritura me llenan, pero de pesar.

Me preocupa el peligro que aguarda con propósitos funestos al presupuesto nacional. Habrá un aumento de la mortalidad en la población inmigrante dominicana y los requerimientos de repatriación de cadáveres con saldo a las cuentas públicas engrosarán con los kilos ganados de peso. Previsible la repetición del caso de la dominicana insolvente y de familia igualmente famélica de recursos que murió en Galicia, y que ahora se plantea con visos de urgencia nacional. Marchó voluntariamente a tierras extranjeras en un acto privado, pero ahora se exige que su muerte, infortunada como todas, se socialice. Como si el entierro en la patria fuese un derecho innato que trasciende frontera y que embajadores y cónsules están obligados a garantizar so pena de un cañoneo mediático más estúpido que atiborrarse de grasas para asolar al pobre corazón.

Ni los países ricos, de esos que aventajan sobradamente a la República Dominicana en recursos y obesos, consignan fondos estatales para tareas funerarias de ultramar, excepto, claro está, si se trata de soldados o servidores públicos caídos en cumplimiento del deber. Atenaza corazones, al borde o no del infarto por la ingesta desproporcionada, que a una dominicana la entierren en los verdores de la Galicia húmeda, pero obviamos el olvido de los cementerios y la profanación de las tumbas para robarse las últimas pertenencias. La España adoptiva, donde rindió sus fuerzas productivas la infortunada dominicana, la premia con una fosa común. En cambio, se exige al erario dominicano el retorno de los huesos al país del que se partió voluntariamente y quién sabe al que nunca más se querría regresar. Indolencia del Estado, no. Estulticia de unos cuantos para quienes el paternalismo estatal es una cuestión de conveniencia tan elástica que se extiende hasta los muertos.

A cualquier amago de argumentos tales como dignidad, respeto y conceptos insalvables, respondamos que toda la parafernalia aneja a la idea cristiana del reposo eterno tiene un vallador: el otro. Y donde la libertad de conciencia tiene rango constitucional debería caer como pedrada en el ojo que lo que es de todos, mansos y cimarrones, cristianos y agnósticos como yo, se utilice para el embalaje y transporte carísimo de huesos, que suficiente tienen, aunque a muchos suene cruel, con cualquier espacio en cualquier lugar.

En estos tiempos estivales los hoteles de carretera en los Estados Unidos suelen estar repletos de familias que se desplazan en ánimo de descanso, cerradas ya las escuelas. Los restaurantes parecen una convención de obesos no anónimos, donde el acceso ilimitado a la estación de alimentos constituye el tema principal.

Si alguien con autoridad en el aula se apercibe de que un alumno muestra signos de violencia, de seguro que los padres serán llamados a capítulo. Habrá la intervención de visitadores sociales y el Estado actuará con severidad si se comprueba que el maltrato es la regla en el hogar de referencia. Comentaba a un médico amigo por qué si la obesidad es una enfermedad y los síntomas, harto evidentes, no se tiene el mismo cuidado que en los casos de violencia intrafamiliar. Al final de cuentas, la alimentación descuidada, hipoteca sobre la salud presente y futura, comporta la misma vocación dañina, física y sicológica.

La obesidad acarrea un sello de clase. En gran medida, tiene que ver con la educación, el nivel de ingreso y todos esos índices que no caben en los textos de sociología y economía, determinantes para el quién es quién y el lugar en la escala social. Sin otro laboratorio que mi propia imaginación desprovista de estadísticas, estaba convencido de que la prevalencia de la obesidad era mayor entre los afroamericanos. Ahora me apercibo con las pruebas vertidas en el estudio de la Asociación Americana del Corazón de que también toca a los latinoamericanos. Tanto o más que una enfermedad, es una condición social.

Quizás la vastedad del territorio norteamericano inspira la generosidad de las porciones que se sirven en los comederos populares y hasta en los restaurantes refinados, excepto si son franceses. No todos los estómagos tienen la capacidad para embuchar cuanto se les pone a sus dueños en las mesas. Impensable en otras latitudes, el doggy bag es una institución en América. "¿Se lo preparamos para llevar?", es pregunta obligada en el repertorio de los camareros, a quienes siempre les advierto entre ceja y ceja la preocupación por la propina. En los deportes, hay otra competencia que se desarrolla en los pasillos y las graderías colmados de puntos de venta de alimentos cuyo común denominador es el alto contenido calórico. Todos pertenecen al apartado del junk food, o comida chatarra. Inimaginable que los partidos de la Copa del Mundo puedan verse sin una cerveza de alto contenido calórico y picadera abundante.

Con los vuelos obligados de las vacaciones me invade la aprensión y mi cabeza gira como una veleta una vez en la sala contigua a la puerta de salida o en la fila para abordar. Repaso las anatomías de los viajeros y me pregunto si algún voluminoso me tocará al lado. Me veo inmisericordemente atrapado, aplastado contra la ventanilla o en pugna silente contra la ley de la impenetrabilidad de la materia para continuar en el asiento asignado.

El debate es casi interminable y el consenso gira en torno a la obesidad como una condición médica en muy pocos casos y más como la consecuencia de una decisión consciente: comer más de lo necesario y llevar una vida sedentaria. Rebajar requiere de voluntad pero no es imposible. Si una tercera parte de los norteamericanos cae en la categoría de obeso de acuerdo a una fórmula que relaciona el peso, la altura y masa corporal, se debe -insisto-, a que determinados hábitos alimenticios y estilos de vida se han convertido en elementos de una cultura a la que se adscriben más y más los inmigrantes latinoamericanos. Tantas horas frente a la televisión en compañía de bolsas también gigantescas de papas fritas, de cocaleca bañada en mantequilla o grasa vegetal y de raciones desproporcionadas de comida precocinada muchas veces repleta de aditivos y colorantes, se combinan para gradualmente convertir al ciudadano en una bola humana.

Por supuesto, hay que excluir a los obesos como consecuencia de desórdenes hormonales u otros padecimientos, los verdaderamente enfermos por razones que escapan a su control. No es el caso de la mayoría de gordos que cambian la fisonomía de la sociedad norteamericana y provocan gastos anuales estimados en 147,000 millones de dólares, o sea casi tres veces el producto interno bruto de República Dominicana.

Como todo ser humano, los gordos merecen respeto al margen de las causas determinantes de su estado físico. También los flacos y quienes nos oponemos a que los fondos públicos se utilicen para repatriar cadáveres. De antemano adelanto que conmigo no habrá problema. Si falla el corazón en tierras remotas, y no porque esté obeso, que nadie se moleste en traerme. Con haberme ido basta.

adecarod@aol.com

El debate es casi interminable y el consenso gira en torno a la obesidad como una condición médica en muy pocos casos y más como la consecuencia de una decisión consciente: comer más de lo necesario y llevar una vida sedentaria.

Rebajar requiere de voluntad pero no es imposible.