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El terror en el calendario eterno

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El terror en el calendario eterno

El lugar es ahora un jolgorio, aposento de estrépitos, estropicios y turistas que con la urgencia de aprisionar en una visita las consecuencias de años y décadas de desencuentros, políticas erradas e intereses abiertos y soterrados que determinan las decisiones de las grandes potencias y las no tan grandes.

No visita, sino otras razones me llevan a la periferia de donde antes estuvieron las Torres Gemelas y hoy se eleva el edificio más alto de Nueva York: la Zona Cero que generosamente acoge el Memorial 11-S. Metal y vidrio se combinan para romper la gravedad y ascender 541 metros en testimonio material de la creatividad de dos portentos de la arquitectura moderna, Thomas Boada y David Childs.

Al tumulto de los visitantes se suman columnas de obreros empeñados en reemplazar las ruinas con seis rascacielos más, señal inequívoca de que el capitalismo sigue vivito y coleando, que la Bolsa de Nueva York ha roto récord este año y que Osama Bin Laden carece de tumba conocida.

La fecha dista ya trece años y se inscribe en el calendario de la memoria eterna. Pasarán los años y el mayor y más osado atentado terrorista de la historia de hasta ayer será un hito por el hecho en sí y, tanto o más, por las derivaciones y excesos aparejados al advenimiento de un mundo cuyos empeños en garantizar la seguridad generan, paradójicamente, inseguridad. Dos mil setecientas cincuenta y tres personas murieron, y hace apenas una semana se produjo la identificación de otra de las víctimas. Patrice Braut, belga de Bruselas, 31 años, se suma así a las 1639 identidades certificadas por los legistas. Vaya paradoja: este europeo trabajaba para Marsh & McLennan Companies, empresa dedicada a servicios profesionales de seguros y evaluación de riesgos.

Hay un antes y después de ese 11 de septiembre. Así, sin necesidad del año para completar la fecha y anclarlo con exactitud en el tiempo. La posterioridad ha sido terrible. Ha confirmado sin asomos para la duda que hay odios y sinrazones que sólo se transan con violencia. La duda se aplica al camino escogido para enfrentarlos y que nos ha desviado hasta un recodo en que se achica nuestra lejanía moral de los terroristas.

Porque, y ha sido el eco insistente en esta última Asamblea General de las Naciones Unidas, hay distintos raseros para describir, condenar o medir la violencia. Cientos de niños murieron en este verano endiablado en la Franja de Gaza, acribillados, hechos migajas o descuartizados con proyectiles y armas manufacturados en el Occidente que nos ha dado a Beethoven, Shakespeare, Cervantes, Rousseau y a Martin Luther King. En la misma geografía donde se puso punto final a la autocracia, freno a las monarquías y se escribió con letras imborrables la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esas fotos de niños en una agonía que no alcanzan a comprender, mutiladas su inocencia y extremidades, parten el alma y generan congoja inenarrable. Porque de ellos no debería ser solo el reino de los cielos, sino un espacio donde crecer y desarrollar plenamente su potencial humano.

Se incorporan nuevos términos a la fraseología de la diplomacia y declaraciones rimbombantes para referirse a las armas químicas en manos de la dictadura siria, y al rastro de destrucción dejado por estas fórmulas científicas para extinguir la vida. Silenciosos, de tecnología aún más avanzada, los drones destruyen arsenales y jefes terroristas, pero también a un número mayor de inocentes, infortunados moradores, muchas veces fortuitos, de los improvisados campos de batalla en los intestinos y corazones asiáticos y africanos.

Con precisión quirúrgica y a suficiente distancia para no escuchar el ruido de las explosiones ni los gritos desgarradores de los heridos y moribundos, alguien comanda esas operaciones y alguien oprime el botón fatídico o teclea el código para desatar el micro Armagedón. Y desde barcos surtos en radas quietas o columpiados por las olas de mares tibios, se envía la muerte a cientos de kilómetros de distancia sin que luego se sepa con certeza si a los objetivos buscados hay que sumar otros.

Cuando una historia había terminado, la de los encontronazos ideológicos encapsulados en una guerra fría que en oportunidades estuvo a punto de tornarse bochornosa, se iniciaba otra. Esta nueva versión guarda consonancia con las ideas originales de Toynbee, reformuladas por Samuel Huntington en El choque de las civilizaciones para rebatir a Francis Fukuyama y su concepción hegeliana del final de la historia: el fundamentalismo islámico contra la civilización judeo-cristiana.

Revivir aquella mañana de un septiembre con el final del verano a cuestas es adentrarse nuevamente en la espesura del salvajismo, y en la contemplación de un dolor angustioso para el que no había remedio. El terror llegaba en directo por vías de la televisión y pronto se comprobó que no fue accidental la incrustación de aquel primer avión en la anatomía metálica de la torre norte. Poco después, otra aeronave, de United Airlines, sobrevolaba los rascacielos del distrito financiero neoyorquino para impactar con violencia en la materia dócil de vidrio y acero de la torre sur.

Esas escenas de gente saltando a la muerte desde los pisos superiores al área impactada aún producen escalofríos. El estrépito de la primera torre doblándose sobre sí misma al tiempo que sus pisos se amontonaban uno sobre el otro y colapsaban con furia, permanece invariable en el recuerdo. Luego, una maraña de escombros y una espiral de polvo que llenaba y cubría todo. Poco después le seguía la torre sur, espejo de la estructura y del destino final de la otra. En poco menos de dos horas, el centro neurálgico del capitalismo mundial había mutado en hecatombe y a su alrededor, un pandemónium de mujeres y hombres en retirada desordenada con los rostros demudados y una nube de polvo en persecución. Son las imágenes que bullen en mi cerebro mientras lucho contra el terror del tránsito endiablado y la maraña de calles de la punta sur del Manhattan insular.

Aparte de la inseguridad aneja, el 11-S ha provocado un dilema ético y moral del que no hemos escapado sin daños severos a los principios que sustentan la civilización occidental. ¿Es posible combatir el terror sin sacrificar derechos consubstanciales al hombre y que nos separan de la irracionalidad de los fundamentalistas? La seguridad se ha convertido en psicosis y conducido a decisiones controvertidas, como las torturas, la cárcel de Guantánamo, detenciones sine die y el transporte ilegal de sospechosos secuestrados en cualquier parte del mundo hasta cárceles en países reconocidos por la dureza de sus regímenes. Como corolario, la ocupación de Irak y Afganistán y las secuelas de violencia que han dejado más norteamericanos muertos que en la catástrofe de Wall Street. En adición a esas estadísticas sangrientas, se calcula que la violencia en Irak durante y luego de la invasión extranjera se ha cobrado cerca de un millón de seres humanos, sin contar los incontables daños materiales y al patrimonio cultural de un país milenario. ¿No merecen esos nombres otro memorial, otro recordatorio de que las víctimas inocentes de la violencia son todas iguales?

A trece años de la fecha trágica, las amenazas de nuevos atentados terroristas son una realidad en todo el mundo. Gran Bretaña ha descubierto decenas de tramas para entintar de sangre las ciudades, luego de sufrir un embate de explosiones en el transporte público, en julio del 2005, que costaron la vida a 56 personas y heridas a más de 700. Ha surgido el Estado Islámico (EI), auto designado califato que sobrepasa Al Qaeda en fundamentalismo y comisión de horrores. De consolidarse, sería el primer estado terrorista del mundo, responsable de una era de violencia oficializada peor que la Inquisición: mutilaciones genitales, destrucción de iglesias y mezquitas, decapitaciones sumarias, torturas, palizas y conversiones forzosas. Sus creadores nos sirven en vídeos a domicilio ejecuciones barbáricas de gente tan inocente como los niños exterminados en Gaza, Siria o los tres adolescentes judíos secuestrados y luego asesinados vilmente en las cercanías de Jerusalén por desalmados palestinos.

El daño a las libertades públicas está vigente en sociedades de larga tradición democrática. El miedo al terror se ha saldado con una disminución aceptada de la intimidad. El espionaje público es moneda de curso legal. Si creemos a Edward Snowden, el técnico de la estadounidense Agencia Nacional de Seguridad (NSA) exiliado en Moscú, millones de compatriotas y extranjeros, sin excluir jefes de Estado aliados, son espiados rutinariamente y sus conversaciones escuchadas. Gran Hermano más sofisticado y menos notorio, pero igualmente destructivo de las libertades individuales y que ha abierto una dilatada controversia en todo el mundo

La batalla contra el terror dista del triunfo o de un final previsible. Por el contrario, las sinrazones se hermanan en un nudo gordiano que no hay manera de desatar. Cristina Fernández, la presidenta de Argentina, puso una pica en Flandes en su discurso cargado de ironía pero también de verdades de a puño en esta última magna asamblea de la ONU. ¿De dónde vienen las armas con que combaten los terroristas del EI¿No eran acaso de las brigadas de “freedom fighters” a los que se estimulaba desde el Occidente a sublevarse contra gobiernos árabes medievales?

Vale la pena citar textualmente las palabras duras y precisas de la señora Fernández: “Y yo creo que acá está el otro problema que tenemos frente a la inseguridad y frente al terrorismo. Que desde las grandes potencias se cambia con demasiada facilidad el concepto de amigo-enemigo o de terrorista-no terrorista. Y el problema es que tenemos que definir de una buena vez por todas, que no podemos seguir utilizando a la política internacional o a la posición geopolítica para poder dirimir posiciones de poder”.

La ecuación arroja un balance favorable a los mensajeros de la intolerancia y la muerte. Es otro resultado fatal del 11-S: seguimos aterrorizados, tanto por las amenazas de los yihadistas y fundamentalistas como por el juego perverso que entraña la resolución de esas posiciones de poder.