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Juegos de niños

No hay espacio para la infancia. En un país donde un tercio de la población es menor de edad, faltan parques y canchas deportivas para los niños y jóvenes. Esta ausencia no solo mutila su desarrollo, sino que acarrea consecuencias para la sociedad en su conjunto. Ha llegado la hora de entenderlo: los juegos de niños son cosa de adultos. 

Un rocío de sudor emana quieto de la frente morena de Joan Manuel Abreu. Son las diez de la mañana de un martes cualquiera de agosto, y el sol ya está hecho brasa. Al niño, de 12 años, eso no le importa. Ni a él, ni a sus amigos, que corren de un lado a otro para tratar de encestar en el aro que pende en el único parque de La Ciénaga, a escasos metros del río Ozama. 

La plaza se recorta como un oasis entre los techos de lata corroída que lo avecinan. Son cinco mil metros cuadrados de asfalto limpio y parejo en un sector donde abundan los hoyos y parches improvisados. Los juegos, pintados a rayas verdes, azules, rojas, amarillas y rosas, emulan a los dulces infantiles que los dominicanos llaman “canquiñas” y cuyo nombre sirve para designar también a estos parques de caramelo.

 

Una leve brisa se pasea entre los árboles. Joan Manuel cuenta que va a la escuela por la tarde, y que aprovecha estas horas para jugar. Que antes, hace cuatro años, venía donde mismo, a pesar de que era un “desalojo”: un terreno vuelto baldío cuando, a fines de los ochenta, se reubicó a los moradores para asentar allí una planta de tratamiento de aguas del Distrito Nacional. Se construyó la planta, se construyó un destacamento policial, se construyó un dispensario médico, y quedó ese pedazo de tierra vacía a la espera de su futuro.  

—Me gusta más como está ahora –reflexiona el niño-. Porque tiene columpios y una cancha de básquetbol.

No sabe que, para que él y sus amigos tuvieran este espacio, los líderes comunitarios tuvieron que transformarse en centinelas. Con el paso de los años y la ausencia de un proyecto en esa área, los pobladores aledaños vieron una oportunidad: 

—Un día, hace como una década, amanecimos y el terreno estaba invadido –cuenta Felipe Ramos, presidente de la junta de vecinos del sector-. Estaba dividido como en veinte partes, con alambres y estacas, para hacer casas. Lo habían hecho durante la noche. 

Junto a “unos cuantos compañeros”, fueron a buscar ayuda a la Marina y la Policía. A fuerza de palos y hachas botaron la toma. Cercaron el sitio, y mantuvieron la vigilancia hasta que en 2008 el ayuntamiento construyó, finalmente, la “Canquiña”.

—Lo que pasa es que siempre tuvimos un sueño de tener un parque o un play para los niños –explica Ramos-. Porque este barrio tiene demasiados niños que necesitan parques, canchas y cosas. Y aquí ellos se divierten mucho, aunque estén medio descuidados por los padres.

Y con una risa, asume el costo del proceso: “Todavía tengo enemigos de aquella vez”.

Uno de cada tres. Un 36% de los habitantes de República Dominicana es menor de 18 años, según el censo poblacional de 2010. Son casi tres millones y medio de niños y adolescentes que necesitan de espacios recreativos para su salud física y mental, y que no cuentan con las herramientas para exigir lo que les debería ser otorgado. 

Porque el juego no es un capricho: es un derecho. Así está establecido en la Convención sobre los Derechos del Niño, que el Estado dominicano ratificó en 1991 y que exhorta a los firmantes a fomentar “actividades culturales, artísticas y recreativas” para niños y adolescentes. Sin ir más lejos, a nivel nacional la Ley 136-03 -conocida como Código de Menores- establece la obligación del Estado de garantizarles el “derecho a jugar”.

Algunos, como los guardianes de La Ciénaga, han intuido la importancia del tema. Otros han sucumbido a lo que consideran asuntos prioritarios para la niñez: educación, salud, vivienda. No saben que el juego es el hilo que une todas esas aristas.  

Solo en el desarrollo de habilidades, las ganancias son enormes. El estudio de Unicef “Deporte, Recreación y Juego” lo resume como sigue: estas actividades “enseñan importantes lecciones sobre el respeto, la capacidad de liderazgo y la colaboración”. ¿Ejemplos? Durante la primera infancia, el juego estimula el cerebro y permite que el niño conozca el mundo. Para la etapa escolar, se constituye en la base de la socialización. En los adolescentes, permite la comunicación y el descubrimiento de la propia identidad. 

Rosalía Malla, psicóloga clínica y terapeuta familiar e infantojuvenil, enumera los efectos de una infancia sin juegos: “Hiperactividad, menos habilidades sociales, menos tolerancia a la frustración, menos posibilidades de negociar”. El resultado a largo plazo son “adultos prepotentes, inseguros, con menor capacidad para interactuar con otras personas”.

Ese no es el único aspecto a considerar. En el mundo del juego, el tipo de espacio donde se desarrolla no da lo mismo. “El encierro físico muchas veces también provoca un encierro mental”, explica Marianka Herrera, psicóloga clínica infantil. Un estudio realizado en la ciudad de Chicago, publicado por la revista especializada Environment and Behavior, determinó que los niños que jugaban en áreas verdes tenían niveles de creatividad significativamente mayores que aquellos que lo hacían en espacios sin naturaleza. 

En cuanto al efecto en la salud y los crecientes índices de obesidad infantil, un dato a tomar en cuenta: un estudio en el sur de California arrojó que los niños que vivían cerca de los parques tenían un menor índice de masa corporal que aquellos sin acceso a estos espacios. 

 

Todos disfrutan. En el parque de La Ciénaga, la comunidad goza en plenitud. “Los muchachos no andan dispersos, casi todos vienen acá. Así los papás han hecho más inversiones, les compran patines y bicicletas, porque es más seguro”, dice Yobanny de Jesús Guzmán, presidente de la asociación de propietarios del sector. 

—Aquí se hacen todo tipo de actividades, como los evangélicos. Todo el mundo usa este espacio, porque esa era la idea –asegura.  

El efecto no es nuevo. Estudios internacionales han comprobado la variedad de beneficios que traen los espacios públicos a la sociedad en su conjunto, como la seguridad, el fortalecimiento de los lazos comunitarios, la revalorización de la propiedad, la mejoría de la salud física y mental. Cuando se trata de terrenos con áreas infantiles, las ganancias son insospechadamente mayores:

—La delincuencia no quiere nada con juegos de niños –dice José Abel Noboa, director de infraestructura urbana del Ayuntamiento del Distrito Nacional-. Es un código que parece que se respeta entre los antisociales. En los espacios donde hemos colocado juegos infantiles, los ciudadanos cuidan y defienden más el parque. 

El crimen no solo disminuye, sino que se previene: 

—El ser humano busca el esparcimiento y la diversión de manera innata. Si no lo consigue de una manera natural, entonces empiezan los vicios –explica Marianka Herrera, psicóloga clínica infantil. Ahí es donde las pandillas afloran, y lo que los parques pueden evitar al constituirse como un espacio para liberar tensiones.

El problema, dice Tahíra Vargas, antropóloga, es que “casi no hay parques con juegos y áreas verdes. La ciudad está desprovista de eso y no está pensada para la niñez”.  

Juegos peligrosos. A “Mello” se le enturbian los ojos, mira al suelo, sacude la cabeza. “No puedo hablar, es que a mí eso me perturbó mucho”, murmura con la voz entrecortada. Es su hijo de 19 años, Rainier Buret, quien asume la tarea: 

—Mi hermano se llamaba Reiny, tenía 13 años –cuenta de pie en una calle de Simón Bolívar. Este barrio, uno de los más hacinados de la capital, tiene apenas tres canchas para una población de más de 25 mil habitantes y ningún espacio verde. Es, en palabras de José Abel Noboa, director de infraestructura urbana del Ayuntamiento del Distrito Nacional, la zona “más árida” de la ciudad. “No tenemos espacios públicos en ese barrio porque no hay terreno”.

—Fue allí que se cayó, atrás de eso –apunta Rainier a una construcción de dos pisos por donde asoma una estructura de hierro-. Una chichigua se fue en banda y él subió a buscarla. Y se resbaló y se cayó. Pasaron cuatro meses y se puso malo, le dolía mucho la cabeza. Lo llevaron al médico y cuando amaneció, amaneció muerto. El doctor dijo que quizás la caída le causó la muerte.

Mientras habla, tres chichiguas de fabricación artesanal –dos palos cruzados pegados a una funda de almacén- se asoman detrás de su figura. Sobre los techos, encaramados quién sabe cómo, tres niños hacen volar sus modestos cometas. Las alternativas cuando no hay espacio son dos: la azotea o la calle. Los peligros: el cableado eléctrico y los carros.

 

De acuerdo a datos censales, los más “apretados” del país se encuentran en el Distrito Nacional. En este municipio, la densidad poblacional es de 10,595 habitantes por kilómetro cuadrado, en comparación a los 196 de todo el territorio dominicano. 

La Circunscripción N°3 de este municipio –la que bordea los ríos Isabela y Ozama- es, por lejos, la más hacinada. En ella, la trilogía compuesta por los barrios Capotillo, Simón Bolívar y 24 de abril están entre los más comprimidos y los que menos áreas verdes, canchas o clubes tienen. Solo en 24 de abril, la densidad supera a los 44 mil habitantes por kilómetro cuadrado.  

A las cuatro de la tarde, los callejones y principales vías están llenos de niños. Las aceras son demasiado estrechas para ser utilizadas. Asfixiados en casas pequeñas, los menores convierten la calle en la extensión forzada del hogar. Unos dibujan pistas con tiza en el asfalto; un par de hermanas de corta edad trata de saltar “a la cuerda” con un lazo plástico; la vitilla manda por defecto. 

Ajenos a los peligros de su exposición, los niños sonríen. 

 

Ese verde engañador. Es difícil saber cuántos espacios recreativos hay, exactamente, en la ciudad. Bajo el ítem “áreas verdes” no solamente se entienden los parques: el término incluye zonas que difícilmente servirían para pasar un rato, como las rotondas, isletas, o terrenos sin intervenir. 

—Está comprobado que si dejas un espacio sin amoblar, sin bancos o iluminación, nada más lo dejas así y dices “este es el parque de la comunidad”, la gente no se identifica con él –dice Omar Rancier, decano de la Facultad de Arquitectura y Artes de la UNPHU-. Al final se va a convertir en un basurero, va a crecer la hierba, y nadie le va a poner atención.  

La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que existan entre 10 a 12 metros cuadrados de espacio público de uso por persona. Rancier calcula que en el Distrito Nacional esta cifra está muy lejos de la realidad: “El polígono central tiene un déficit de más del 90% de lo que debería tener”.

Un estudio del Ayuntamiento del Distrito Nacional le puso cifras a esta impresión: en la Circunscripción N° 3, solo existen 0.02 metros cuadrados de espacio público por habitante.

La ley, bienintencionada pero coja, exige que las urbanizaciones entreguen a los ayuntamientos entre un 6% a un 8% del terreno para espacio público. ¿Se cumple esto? Sí, pero con más de un detalle de por medio: “La mayoría de las urbanizaciones nos entregan terrenos que no son aptos para hacer áreas recreativas”, explica Jesús María Martínez, director general de obras públicas municipales de Santo Domingo Norte. 

A veces el porcentaje se otorga bajo la forma de múltiples áreas (o sobras) que no alcanzan para parquecitos. En otras ocasiones, el terreno es una porquería:

—En muchos casos, las urbanizaciones dejan las cañadas como espacio público, áreas inaccesibles. Es lo que ocurre en la urbanización Villa Satélite: hay un área bastante grande donde se le solicitó a la alcaldía construir un estadio deportivo, pero resultó que exactamente por el centro cruza una cañada. Se hizo una cancha en un extremo pero está abandonada porque los que juegan no se acomodan ahí por la pestilencia. Es un terreno prácticamente abandonado. 

Mr. Kennedy y sus muchachos. Tenía 25 años, un contrato para boxear en Estados Unidos, y las ganas de comerse el mundo. A Rafael Pérez (72 años), vecino del barrio 24 de abril, buen conversador y miembro ilustre de la comunidad, una bala lo llevó por otro camino. 

—Vino la guerra. Me dieron en un brazo y me lo tuvieron que cortar –narra, vestido en una camisa de manga corta que no oculta la ausencia de su extremidad derecha. Volvió al país el 69, y “los muchachos”, como llama a sus amigos, lo animaron a formar un club donde pudieran jugar dominó alejados de la calle. Lo llamaron Simón Bolívar, “porque antes todo esto se llamaba así”.  

La historia cobró vida propia. De alquilar un solar en una esquina por 20 pesos, pasaron a la compra. Movieron piedras, construyeron columnas y levantaron un segundo piso por ellos mismos. “Comenzamos a hacer rifas para juntar cheles”. 

El club creció y absorbió las necesidades de cada época. Empezó a ofrecer boxeo y karate, hasta el básquetbol de hoy en día. La prestancia de ánimo ha sido su único motor: el centro cuenta apenas con media cancha donde los adolescentes deben jugar por turnos, y se administra gracias a Fundsaco, la fundación comunitaria de la zona. 

—Nuestro interés es hacer lo que dijo Kennedy: “Quiero dar algo de mí sin recibir nada” –dice. Y agrega, con orgullo, que cinco atletas representantes del país han salido de ese club. 

El 21 de septiembre el centro cumplirá 43 años de existencia propia y de escasa ayuda estatal. Es el único club-cancha del barrio 24 de abril. 

 

Canchas sobre ruedas. En 2005 se realizó el primer –y hasta ahora, único- Censo Nacional del Deporte. La encuesta arrojó que en el país existían 3,128 entidades deportivas, de las cuales un 44% declaró practicar en colegios privados, donde los horarios son restringidos. Solo un 22% contaba con infraestructura propia, y apenas un 19% utilizaba recintos estatales. 

Dinaldo Mustafá, viceministro de instalaciones deportivas del Ministerio de Deportes y Recreación (MIDEREC), explica que el trabajo del ministerio está centrado en la recuperación y mantenimiento de los espacios ya existentes. Construir es caro y no cuentan con la cantidad de fondos necesarios: “El año antepasado se nos solicitó el equivalente a 5 mil millones de pesos en pequeñas canchas y estadios de béisbol. Logramos una aprobación de 400 mil pesos”. Es decir, por cada 12,500 pesos solicitados, se aprobó uno. 

La política del MIDEREC es apuntar a la profesionalización del deporte. Su foco no es la recreación, aunque cuenta con un plan de canchas móviles: canastos de básquetbol con ruedas que se dejan a disposición de las comunidades.  

En Simón Bolívar y 24 de abril conocen estas canchas. Cuando hacen torneos, cierran las calles. Para el día a día, sin embargo, los vecinos cruzan los dedos para que nadie atropelle a los niños o, como Argentina González, asumen el rol de vigías: 

—Me siento aquí para darle seguimiento, porque a veces hay mucho motorista indeseable, a veces son carros, y el que está jugando ahí es nieto mío –dice con un ojo puesto en los niños que corren descalzos sobre la calle hirviente. 

Y vocea, por sobre el ruido ambiental que se dice música: “¡Hey, atención, un camión!”.