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La desgracia del buena paga (1/3)

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La desgracia del buena paga (1/3)

Una historia basada en la realidad.

Conocí a Susana cuando llegó a mi casa para ayudarnos con la bebé. Su rostro, aunque cansado, inspiraba ternura y maternidad, y sus arrugas confirmaban decenas de años de experiencia criando sus dos hijos y los de muchos más en su rol de “nana”.

Luego de un tiempo, Susana le habló a mi esposa de la necesidad que tenía de un aumento salarial. Alejandra, aunque más que satisfecha con su trabajo, quiso entenderla mejor, pues todavía no llegaba al mes trabajando con nosotros.

“Doña”, le dijo, “es que estoy cansada. Llevo este trabajo los fines de semana, y no he dejado el de lunes a viernes, pues estoy metida en muchos líos de los que no sé cómo es que voy a poder salirme.”

La empleada se desahogó. Además del cansancio, llevaba varios meses viendo a sus hijos en la loma de San Cristóbal sólo dos días al mes. Aunque ahora ganaba más, y que pagaba y pagaba sus deudas, éstas no bajaban y ya hasta a un usurero tuvo que recurrir, desesperada.

“Susana”, le respondió mi esposa. “Tranquila. Revisaré tu pago, para que sólo trabajes con nosotros, pero habla con Alejandro, para que él entienda qué te pasa, y quizás te ayude a desenlíarte.”

El origen de los líos

“Don, yo lo único que he querido ha sido construir mi casita, para mí y mis dos hijos”, me explicó Susana, tímida, pero con seguridad en sus palabras, una tarde mientras acompañábamos a la bebé.

“Comencé a construir mi casita, poniendo varias filas de blocks, con un san que organizaba mi hermana allá.”

Susana prosiguió, mientras acomodaba la niña para su leche: “Entonces hace un par de años, me visitaron de un banco que prestaba para la vivienda y para las PYMES, como le dicen.”

“El primer préstamo fue por RD$35 mil, y con eso puse una viga y una de las columnas. El del banco me estaba ofreciendo más, que me prestaba hasta RD$90 mil, pero yo le dije que no.”

“Como siempre pagué bien, porque yo seré pobre, pero cumplo y pago, al final del primer crédito ellos me prestaron RD$50 mil, y seguí con mi casita.”

“A los pocos meses, vinieron de otro banco, ofreciéndome RD$100 mil. Y que era con mejores condiciones que el pagaré que yo debía en ese tiempo.”

“Acepté ese préstamo. Hice la parte del frente de la casa, la que tiene una pequeña galería. También cancelé el préstamo anterior, y me quedé con uno solo.”

“Yo no sé cómo fue que ellos sabían de mí, pero poco tiempo después otro banco me ofreció una tarjeta de RD$10 mil.”

¿Qué compraste con la tarjeta, Susana?

“Usted sabe, Don. Al pobre lo que nunca le falta es la necesidad. Con eso hice dos o tres compras, en un comercio que hay en la ciudad misma de San Cristóbal.”

Asentí, escuchando con atención, mientras la niña intentaba gatear en el piso.

“Susana, pero usted nunca se financió con la tarjeta, ¿verdad? Es decir, ¿siempre hacía el pago total de lo que compraba?”

“¿Y cómo, don Alejandro? Yo pagaba lo que me decía el banco, o lo que ellos le dicen el pago mínimo o algo así.”

“Nana, ¿pero no vio lo caro que le salía financiar sus compras así?”

“¿Dónde se ve eso?”, me preguntó.

Sorprendido le dije, “¿Cómo que dónde? En el estado de cuenta que te mandan mensualmente. Ahí sale lo que gasta y lo que paga si se financia con la tarjeta.”

“Don Alejandro, yo no sé lo que es eso.”

“Y entonces, ¿cómo sabía lo que tenía que pagar? Porque siempre está al día.”

“Fácil. En mi día libre, yo bajo a San Cristóbal. Voy a la sucursal, y ahí hay un teléfono. No hablo con alguien, sólo con el aparato. Ahí sale cuánto tengo que pagar, el mínimo le dicen, y todo lo que debo.”

“Por cierto, don Alejandro, ¿cómo es que si yo siempre pago lo que me dicen, sigo debiendo lo mismo, mes tras mes?”

“Luego revisaremos eso, Susana, pero cuénteme... ¿Le debe a alguien más?”

“Sí. A los tres meses, del banco de la tarjeta me llamaron para decirme que me aprobaron un préstamo. Que sólo tenía que pasar por la sucursal. RD$25,000.”

“¿Lo aceptó, Susana?”

“Usted sabe que sí, Don. Aunque yo no lo solicité, al pobre siempre le falta...”

“Ese mismo mes también me sacaron otra tarjeta, con un nombre en inglés, de un cuarto banco... ¡Nunca imaginé que tantos bancos diferentes me prestarían!”

La amargura del deudor

Susana no había terminado. Montada sobre el torbellino de aquellos líos, para mantenerse al día con el pago, utilizó avances de efectivo de una de las tarjetas, para saldar préstamos con préstamos.

Recurrió, incluso, a un tercer préstamo bancario, del banco que originalmente le había prestado. Como ese quedó corto también, fue donde “Ramírez”.

“Él me prestó RD$20 mil, y yo le pago RD$2,850 por quincena. Lo bueno de él es que no me cobra mora, y si no puedo pagarle una quincena, le pago la otra”, me explicó Susana, hasta con cierto agradecimiento hacia su prestamista local.

No pude esconder mi preocupación, al confrontar la situación financiera de mi compañera aquella tarde, y aun menos al calcular la tasa de interés a la cual el amable Ramírez le prestaba a Susana.

La bebé descansaba ya en los hombros de su nana, durmiéndose plácidamente escuchando el intercambio financiero, ajena a la dura realidad que analizamos.

Mientras Susana la mecía, aproveché para estimar cuál era su carga financiera.

“Nana, ¿sabe cuánto le paga a los bancos y al usurero todos los meses?”

“No, Don. Yo no me he sentado a tirar esos números... Imagínese. Lo que sé es que siempre pago, de una forma u otra.”

“Estoy muy cansada”, me reiteró. “Hay noches que ni dormir puedo, pensando en estos líos, y sin saber cómo salirme de ellos. No puedo seguir trabajando el mes entero, y me preocupan los muchachos.”

Yo sí sabía.

Las cuotas sumaban RD$19 mil al mes. Es decir, más que todo el sueldo que Alejandra y yo le pagábamos.

Es decir, trabajaba para pagar deudas. No se lo dije. “Tranquila, Nana. Va a ver que le buscaremos la vuelta. Juntos.”

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