Radicalismo ausente
La campaña para las elecciones del próximo mayo se caracteriza por una notable escasez de propuestas radicales en los planteamientos de las dos principales agrupaciones en pugna. No hay, ni por asomo, promesas o sugerencias de que sectores productivos privados puedan ser expropiados o intervenidos por el Estado. Tampoco se aboga por establecer controles de precios para mantener bajo el costo de la canasta familiar de bienes y servicios. No hay indicios de que se ofrezca asignar o racionar divisas en beneficio de ciertas actividades. O de que haya intención de aplicar unilateralmente gravámenes a determinados sectores. Ni de que se esté contemplando transformar el régimen de la propiedad, el sistema bancario o la libertad de movimiento de los capitales.
Los planteamientos de los candidatos se enfocan en profundizar reformas ya iniciadas, ampliar la cobertura de los servicios públicos, crear puestos de trabajo, estimular las inversiones, reducir la desigualdad, combatir la corrupción, incrementar la seguridad ciudadana, proteger el medio ambiente, solucionar el perenne problema eléctrico, mejorar el transporte, fomentar la producción, elevar la competitividad o disminuir el dispendio de recursos estatales.
Las propuestas más osadas, que hablan de modificar estructuras productivas y cambiar el modelo económico, son lo suficientemente generales como para no despertar grandes inquietudes entre aquellos que pudieran entender serían perjudicados.
Y, más aún, se favorece que los cambios sean discutidos por todas las partes, resultantes de consensos o pactos en los que predominen los objetivos comunes y el concepto de nación, nada parecido a transformaciones socioeconómicas impuestas desde arriba.
Sea que se le califique como pragmatismo o como hegemonía de esquemas conceptuales tradicionales, la ausencia de radicalismo reduce el contraste entre las propuestas y la tensión del evento electoral.
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