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El Mito de la Mujer Yemenita

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El Mito de la Mujer Yemenita
Las mujeres yemenitas están orgullosas de sus burkas.

"Esas mujeres no conocen otra cosa". Aquella frase, utilizada frecuentemente por mujeres occidentales para referirse a las musulmanas, refleja la amplia brecha que separa las dos culturas, como si las mujeres fieles a la religión de Mahoma vivieran en la edad de piedra, ajenas a los medios de comunicación que dominan el mundo moderno.

Hace unos meses, mientras me encontraba en Santo Domingo visitando a mi familia, acudí a un programa de televisión donde la presentadora, antes de entrevistarme, comenzó a llorar por el prolongado sufrimiento de la mujer musulmana. Aquella reacción, aquel sollozo, mientras lo trataba de encajar con las experiencias que he tenido con las mujeres de Yemen, parecía una pieza redonda en un rompecabezas cuadrado.

A pesar de que la mujer musulmana es en ocasión abusada y maltratada, usualmente de la misma manera en que maltratan a la mujer latina o anglosajona, la gran mayoría de mujeres musulmanas están sumamente satisfechas con su condición de vida, y son las principales promotoras de las costumbres y tradiciones que deja boquiabiertos a muchos en occidente.

Abeer es una mujer moderna bajo los estándares yemenitas. Maneja su propio vehículo, trabaja de ocho a cinco, y se acaba de graduar de la universidad. A pesar de todo, Abeer rehúsa mostrar su rostro, y el velo que lo confirma es su más grande tesoro. "Nosotras, las mujeres musulmanas, cuidamos de nuestro cuerpo como si fueran templos sagrados", me dice con ojos achinados, prueba de la sonrisa que se esconde sutilmente bajo la tela negra que me impide ver sus labios.

"Tengo la firme convicción de que la mujer occidental es lo más barato bajo el sol. Solo tenemos que prender la televisión para darnos cuenta que no dejan nada a la imaginación", me dice duramente, su tono presuntuoso revelando lo orgullosa que se siente bajo las vigas de su tradición, y reflejando el mismo problema que tenemos en occidente: la tendencia a llevar al extremo las idiosincrasias de otras culturas. "Y para que no te sorprendas, llevamos una vida social muy intensa", me dice mientras invita a mi madre a una reunión con sus amigas, que andaba de visita en Yemen durante esos días.

Aquella tarde, mi madre se sumergió de lleno en el íntimo mundo de las mujeres yemenitas por más de seis horas. Después de habernos dicho que la pasáramos a buscar a las siete de la noche, al llamarla a esa hora, nos rogó que la dejáramos "unas cuantas horitas más". Unas horas más tarde llegó a nuestro encuentro brotando de felicidad. Con pies y manos destellando un elaborado diseño de Henna, un tipo de tatuaje temporal que utilizan las mujeres para adornar sus cuerpos, su rostro fulguraba de emoción como si hubiera descubierto una ciudad legendaria en medio del Amazonas. En aquel momento, antes de que mi madre abriera la boca, me di cuenta que todos los prejuicios que ésta había tenido sobre el mundo de las mujeres musulmanas se habían disipado aquella tarde. "No se imaginan lo que gozamos", nos contaba mientras caminábamos por la ciudad vieja.

"Las mujeres llegaron con sus burkas y baltos, y de repente, al alzarse el camisón negro, hermosos vestidos cubrían sus cuerpos. Algunas llevaban ropa bastante provocativa", nos decía a mi padre y a mí mientras la miraba sin aliento.

"Luego prendieron la radio y algunas comenzaron a bailar 'la danza del vientre', algunas dominando el movimiento de sus abdómenes con suma destreza", nos contaba candorosa.

El hombre yemenita, hastiado de vivir en un mundo dominado por el calloso contacto masculino, sueña como un poeta enamorado con el día de su unión al sexo opuesto, enaltecido por las canciones de amor y de boda que suenan por todo lo largo y lo ancho de esta apasionante nación. Mientras tanto, las mujeres siguen riéndose debajo de sus burkas, viviendo la libertad de su supuesto anonimato. Pero claro, "esas mujeres no conocen otra cosa".

Detrás de su burka, la mujer yemenita conoce al mundo, pero el mundo no las conoce a ellas.