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El hombre providencial

Por casualidad de la vida, que da tantas vueltas, ella y él eran mis vecinos. Bueno, no exactamente mis vecinos, porque yo no tengo dinero para vivir en este bario de clase alta, donde cada casa vale lo que no me he ganado yo en mis treinta años como cartero. Lo que quise decir y digo, es que tanto la sra Abigaíl Mejunchio de Ferrández, como el Dr Enriquillo Martín viven en la zona donde reparto cartas y telegramas, llevo revistas y periódicos, recojo lo que se deposita en los buzones y peino, cada Navidad, en busca de un aguinaldo más que merecido.

Podría decirse, y digo, que ambos eran mis vecinos ya que los atiendo desde hace años, creo que más de diez. Los saludaba, muy cortésmente, cuando estaban visibles y eran ellos mismos los que me abrían las puertas, a veces, tras haber tocado el timbre, muy suavemente, como corresponde.

Cuando me he cruzado con ellos en la calle, les he dado siempre los buenos días, quitándome urbanamente el casco blanco de corcho que he de llevar y llevo, por reglamento, y que me daba un cierto parecido con esos exploradores del Nilo que he visto en las películas de aventuras. Se trata de una delicada dama y de un cumplido caballero, gente que a uno lo distingue tratar, aunque todo se reduzca a saludarlos, entregarle su correspondencia, o hacerles el favor de recoger en sus casas la que debieron haber depositado en el buzón de la esquina, pero que saben yo recogía, directamente, de sus manos.

Fuimos, casi, como una familia y a mí me gustaba usar esa comparación. Me sentía enaltecido y orgulloso de tratar a gente tan fina, y no me ocultaba para decir que me adornaban, tanto como mi placa de bronce reluciente y el silbato que colgaba de mi cuello, para avisar a todos que se acercaba la correspondencia tan esperada: la carta del novio lejano, las felicitaciones de cumpleaños, la foto del sobrino o nieto recién nacidos, la esquela mortuoria, orlada en violeta, gris o negro, donde se anunciaba el nombre y las supuestas virtudes de los que se fueron...

En realidad, mis obligaciones no eran complicadas, más bien rutinarias. Bueno, a decir verdad, no debían serlo y no lo eran, pero eso cambió desde los primeros años del Jefe. De entonces a la fecha, las cosas han ido transformándose y no precisamente para bien. Por ejemplo, no debía ser, y no era, obligación de los honrados carteros de la República, el abrir la correspondencia que trasegamos, o el anotar los nombres de destinatarios y remitentes de cada carta, revista o telegrama que se entregue o recoja en ciertas casas marcadas por el celo de los agentes secretos del Gobierno. Mucho menos fisgonear dentro de las casas mismas, cuando nos abren las puertas, debiendo informar, e informando, si dentro había alguna reunión o reparábamos en algún detalle extraño.

Yo he debido hacerlo, aunque repugne al código de una profesión que llevo como si fuese una medalla. He debido informar y he informado, incluso, sobre personas tan distinguidas como la sra Mejunchio de Ferrández, Directora del Museo Nacional, y el Dr Martín, quien fuese, y sigue siendo, médico personal del general Horacio Vázquez.

Desde que el Jefe asumió el poder las cosas se han puesto raras y pocas profesiones han escapado a esta ola de recelos y vigilancia, fisgoneo y chismes, rumores y denuncias que han terminado por pervertir, por puro miedo, el alma de todos, sin excepción, desde el más alto al más bajo. Incluyendo a la prestante dama y al cumplido caballero, a los que me preciaba de servir y que son, y siguen siendo, por órdenes superiores, objetivos predilectos a espiar. Bueno, quise decir, y digo, que en mi caso no eran ellos a quienes debía controlar, sino a la correspondencia que enviaban y recibían.

Y eso acababa de hacer, en este tremendo mes de abril de 1935, apenas unas semanas después de ser develado un artero complot contra la vida del Benefactor, o como dicen mis colegas, "El Primer Cartero de la República", por aquello de que fue el mensajero escogido, por Superior Designio, para traer a República Dominicana, orden, paz, moralidad, trabajo y progreso. Y quise calificar, y califico, de tremendo a este mes, porque en él nos hicieron trabajar como a esclavos, zarandeados nosotros, honrados carteros de la República, por la fiebre y angustiosa necesidad de descubrir emboscados, revelar traiciones, hallar pruebas de laborantismo y desenmascarar hipócritas. Como si ese debiese ser, sin serlo, nuestro trabajo.

Ayer mismo, al filo de la noche, después de todo un día zancajeando estas calles bajo el sol y la llovizna primaveral de la tarde; apenas con unos guineos en el estómago y la cara estirada de tanta sonrisa dedicada, por reglamento, a cuantas personas nos topamos y a todos los que nos abren las puertas, tuve que volver sobre mis pasos, cuando ya me acercaba a la casita donde vivo con mi prole, alertado por un mensajero en bicicleta, enviado por mi superior, para entregar dos cartas, que tenían que serlo antes del amanecer: una para la distinguida dama de que les he hablado y la otra para el prestigioso doctor, o lo que es lo mismo, como quiero decir y digo, para dos de mis vecinos.

Por supuesto, antes de entregarlas, como establece el otro reglamento no escrito, pero de sobra por todos conocido, las dos cartas fueron sostenidas por mí ante una enorme olla de agua hirviente, en un cuartico de la Oficina de Correos, en el que el fuego nunca se apaga, ni el agua deja de bullir. El vapor se encargó de despegar la goma de los sobres, dejando ante mi vista las vergüenzas de lo escrito en las hojas. Y fue ese el momento en que, en cuestión de minutos, debí asentar y asenté lo escrito, con la mayor exactitud posible, en unas enormes libretas habilitadas al efecto, que cada mañana son recogidas y llevadas a la Jefatura de la Policía.

La carta, dirigida a la sra Abigaíl Mejunchio de Ferrández, estaba firmada por Don Emilio Espínola, Subsecretario de Estado de la Presidencia, y así rezaba:

"Por encargo de Su Excelencia, el Honorable Presidente de la República, me es grato avisar a Usted recibo de su atenta tarjeta y de su artículo intitulado "El Hombre Providencial", publicado en El Listín Diario, de ayer.

El Honorable Presidente me encarga comunicarle sus mejores gracias y aprovechar esta ocasión, para enviarle, por mi conducto, las expresiones de su reconocimiento y simpatía".

La carta, dirigida al Dr Enriquillo Martín, estaba también firmada por Don Emilio Espínola y su texto era el siguiente:

"Su Excelencia, el Honorable Presidente, se enteró de todo cuanto expresa en su atenta carta de fecha 9 del corriente mes, y en su respuesta me ha dado encargo de manifestarle que puede ir, con absoluta confianza, cuantas veces sea necesario, a prestarle sus servicios profesionales al sr, Don Horacio Vázquez.

Aprovecho la oportunidad para suscribirme de Ud, su S.S."

En realidad, nada extraordinario y poco edificante, apenas un derroche de lisonjas al Jefe por parte de la prestante dama -¿y quién no las derrochaba en estos tiempos inciertos?- y algo de apocamiento y falta de ética profesional en el cumplido doctor y caballero -¿ y quién podía llenarse la boca asegurando no haber hecho algo semejante, en medio de la borrasca?- que pedía permiso al Jefe, directamente al Jefe, para poder visitar y atender, como médico, a un anciano enfermo, debilitado e inofensivo, como era el ex Presidente Vázquez.

Debió ser, y fue, el cansancio, el estómago estragado, el ardor en la cara de tanta risa forzada, prescrita en el reglamento, el dolor de los pies andariegos, que me habían hecho recorrer kilómetros y kilómetros bajo el sol y la llovizna y quizás, hasta la vergüenza por andar metiendo las narices en la correspondencia de otros. Debió ser, y fue, probablemente, todo eso y más, pero lo cierto es que cometí un error, indigno de un honrado cartero de la República, y puse las cartas en los sobres equivocados, antes de sellarlas con goma y alisarlos, cuidadosamente, borrando todo vestigio de la violación cometida. Al menos, eso creía.

Sin reparar en tantos años de servicio a sus personas, creo que diez, tanto la digna dama como el prestigioso doctor, no tardaron en darse cuenta de lo sucedido y lejos de arremeter contra el sistema, porque de bobos no tenían, y no tienen, ni un pelo, arremetieron contra mí, a través de sendas quejas y denuncias escritas, llevadas personalmente por ellos a mi superior, no más despuntar el día.

Cuando llegaron a la Oficina de Correo los gorilas analfabetos y mal encarados que cargaron conmigo para la Fortaleza Ozama, no me dieron tiempo a dar explicación alguna. El casco de corcho les sirvió para pegarme en la cabeza y el silbato me lo hicieron tragar, antes de meter mis manos en una olla de agua bullente, idéntica a las que usábamos para despegar los sobres.

"¡Para que aprendas a respetar y cómo se debe trabajar para el Hombre...! -gritó en mis oídos el que los dirigía.

"Providencial..." -tuve tiempo de mascullar por entre la sangre y los alaridos de dolor, como debería haber dicho, y dijo, el honrado cartero de la República que sigo siendo.

El vapor se encargó de despegar la goma de los sobres, dejando ante mi vista las vergüenzas de lo escrito en las hojas. Y fue ese el momento en que, en cuestión de minutos, debí asentar y asenté lo escrito, con la mayor exactitud posible, en unas enormes libretas habilitadas al efecto, que cada mañana son recogidas y llevadas a la Jefatura de la Policía.