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Para callar a Rojas

Se sienta y vuelve a tomar en sus manos aquellas páginas mecanografiadas en una maquinilla de los años 50, probablemente una Underwood, según le dicta su olfato de perro perdiguero inglés. Se cierra la bata de casa para proteger el pecho, que es un fuelle enloquecido por la bronquitis y el cigarro. Hace frío en Washington y sin querer piensa en su madre, una humilde conserje polaca que lo dejó huérfano, siendo muy niño, tras ser abatida por las mordeduras de una neumonía viral. Vuelve a cerrar aún más la bata, "...por si acaso" -piensa. Y es cuando decide llegarse hasta la cocina a calentar el agua para un té, al que con gusto cambiaría por un trago generoso de "Jack Daniel". Pero no puede.

Tony Ulasewicz está mal de salud y también de ánimo y dinero, lo cual, obviamente, es estar más que mal. Las cosas no han salido como debían y mañana tiene que volver a testificar ante la comisión del Senado que investiga el escándalo Watergate. Le pedirán de nuevo ("Oh, Dios, ¿hasta cuándo?") que les explique, sin olvidar el más mínimo detalle, sobre lo que llaman "Operación Sandwedge", que para él se inició con una llamada rutinaria de Kalmbach, quien dijo tener a su lado a John Dean, como era habitual que se le comunicase cuando recibía alguna encomienda secreta del presidente Nixon. Por supuesto, se le llamaba a él y no a otro, porque Tony Ulasewicz es un profesional de los pies a la cabeza, alguien a quien se podían confiar las mismas tareas escabrosas que venía cumpliendo desde hacía décadas; una especie de dechado de eficiencia que funcionaba como un reloj suizo, siempre y cuando se supiese aceitar adecuadamente su mecanismo.

Tony Ulasewicz, el hijo ambicioso de un humilde sastre polaco llegado a New York, como parte de la ola de ojos espantados y rostros crispados por el horror de las persecuciones de los nazis, se sentía morir ahora, lejos de su apartamento neoyorkino, a miles de millas de su bar habitual, embutido en una tétrica habitación de hotel, esperando ser detenido, de un momento a otro, por el más que evidente delito, que acabaría confesando, de haber entregado $ 154 mil dólares para que la abogada Dorothy Hunt repartiese entre los siete "plomeros" de Watergate, con el objetivo felón de coser sus bocas y borrar sus recuerdos.

"Ya nada es como antes -suspiró entre toses- Es el fin de los tiempos..."

Se sirvió la maldita taza de té a la que agregó, con asco, una cucharada de miel y unas gotas de limón. Volvió a la mesa, tomando una vez más las hojas amarillentas que, sin saber cómo, se habían deslizado entre el fajo de documentos de su archivo, con los que esperaba armar una buena defensa y evitar quedar entre las sardinas, no los tiburones, que desmenuzarían los senadores.

"Años 50 -suspiró de nuevo- La verdadera vida..."

Comenzó a leer y se obró el milagro. Las paredes se alzaron y la primavera brumosa de Washington retrocedió hasta convertirse en un mes de marzo espléndido. Está otra vez en New York, vestido como un hombre joven, fuerte y saludable, que tiene el mundo a sus pies y un futuro por delante. Tony Ulasewicz fuma ahora impunemente, sentado en el salón para pasajeros distinguidos de la Grand Central Station, mirando las piernas de las damas irreprochables que pasan por su lado, paladeando una línea de su whisky preferido, cuando llega Stanley Ross, siempre con las manos sudorosas y husmeando, como es habitual, con sus ojillos de rata almizclera. Lo esperaba.

Stanley Ross es periodista, o mejor dicho, un condottieri de la pluma, que se suele entregar al mejor postor con el júbilo de una sierpe emputecida. Fue corresponsal de "The New York Times" y de "Associated Press" en países latinoamericanos, donde se restregó con todos los tiranos que quisieron pagar por sus servicios, "...los mismos que me pagan a mí"-piensa Tony, para ser justo, aunque él no vendía chismes ni calumnias, sino protección a tipos importantes, de paso por la ciudad, como eran Eisenhower, Kennedy, Trujillo y Batista.

Precisamente de Trujillo le está hablando ahora aquella sombra macilenta y lo hace deslizando bajo la mesa un sobre donde duermen, apretados, 10 billetes de mil dólares.

"Un regalo del Generalísimo por tu cumpleaños, que debe ser algún día -sonríe.

Los toma, cuidando de no hacer contacto con aquellos dedos de momia y los guarda en el bolsillo interior del saco cortado por su padre. Sin muestra alguna de excitación y mucho menos de gratitud, Tony Ulasewicz pregunta ahora por la tarea y es cuando escucha, por primera vez, sobre cierto profesor vasco de la Universidad de Columbia, refugiado republicano que, de paso por Ciudad Trujillo, gozó de la confianza del Jefe y terminó traicionándola, huyendo a los Estados Unidos. Stanley Ross se crispa, con furia senil y ademanes de eunuco espantado, cuando lo describe presidiendo en su segundo exilio, sociedades de poetas y de derechos humanos y peor aún, escribiendo tesis doctorales y novelas burlonas destinadas a desacreditar al Egregio.

"Trabaja también esta meretriz-silba la sierpe-para la CIA y el FBI y cree que eso lo protegerá. Su nombre en clave, el que aparece en los informes que rinde, es el de Rojas..."

Tony Ulasewicz sale a la calle y se funde con el torrente de gente bien vestida e indiferente que camina por las avenidas de New York, en este día de marzo de 1956 que volverá a vivir en la habitación de un ridículo hotel de Washington, un día de mayo de 1973, enclaustrado, viejo, enfermo, quebrado y temeroso, esperando ser detenido de un momento a otro.

Pero eso será 17 años después. Ahora camina con el paso seguro de quien tiene el mundo en un puño, como le recuerda el cariñoso roce de los billetes ocultos en su bolsillo. Va directo a la dirección indicada, el apartamento 15-F del número 30 de la Quinta Avenida, al que le han ordenado "limpiar" de todo documento comprometedor, pues hace casi una semana, como le contó Stanley Ross, su inquilino ha sido engullido por la tierra, borrado del universo conocido y enviado, cogido del cogote, a que refresque su dura cabeza vasca, en las aguas del dolor y la expiación.

A Tony Ulasewicz no le cuesta casi nada abrir con una ganzúa, la cerradura del apartamento y entrar al espacio donde, un día, moró alguien que debe desaparecer sin dejar huellas. Se pone los guantes y comienza a hurgar, dejando lo inservible en su lugar y apartando lo que considera de valor en un sobre de manila grande. Es entonces cuando siente los chirridos de las gomas de varios autos ante el edificio y al asomarse, discretamente, ve por la ventana a varios policías uniformados entrando. Comprende, de golpe, que la sierpe lo ha enviado a una trampa, por supuesto que cumpliendo órdenes superiores y que si no se esfuma de inmediato, mañana matará a su padre del corazón al figurar en las primeras planas como el secuestrador abatido en un intercambio de disparos, tras ser sorprendido en plena faena.

Sale, usando la escalera, no el elevador. Vuelve al agradable fresco de las avenidas, rodeado de gente elegante y despreocupada; se aleja de la emboscada, entre sonriente y vengativo. Él mismo se esfumará, por varias semanas, lo cual no es difícil con tanto dinero en los bolsillos.

Las paredes vuelven a encogerse y el sol de marzo se troca en la sucia bruma de un día de mayo, en Washington, 17 años después. Regresa a la bata de casa absurda, al dolor quemante en el pecho, al sabor pervertido del té y a la intranquilidad del que no tiene salud ni dinero. Tiene en sus manos las hojas mecanografiadas y las vuelve a revisar: páginas de una novela inconclusa, titulada "Seguiremos a caballo", donde el profesor plagiado se burlaba del clan familiar del Jefe; recibos de pago a su nombre emitidos por libreros y editores fantasmas creados por la CIA y el FBI; informes sobre comunistas infiltrados en los exilios cubano y dominicano de New York; notas cruzadas con Stanley Ross, "puta alimaña" -pensó-cuando este era el editor de "El Diario", el mayor periódico hispano de la ciudad, en el cual, por cierto, colaboraba el occiso…

Tony Ulasewicz está agotado y acabado, lo sabe de sobra y decide tener un último gesto de grandeza, antes de que termine el juego, para irse como corresponde. Mete las hojas mecanografiadas en un sobre y las prepara para ser enviadas por correo. Calienta un poco más de agua para prepararse otra taza de aquel brebaje infernal, preludio de la abstinencia que le espera en el infierno. Tose y carraspea como el viejo que es y se sienta, no sin antes cerrar la bata de casa sobre su pecho, dedicando un segundo a la memoria de su madre, la conserje.

Es entonces cuando comienza a escribir su libro "El ojo privado del Presidente", que editará Mc Graw Publishing y en cuyo primer y prometedor párrafo podrá leerse:

"Después de una larga y honorable carrera en Bossi, el Buró de Investigaciones y Servicios Especiales del Departamento de Policía de New York, el recuerdo de mi infancia miserable y mis debilidades y ambiciones personales, me llevaron a prestar servicios inconfesables a tramposos desalmados como el general Trujillo, de República Dominicana y el presidente Richard Nixon... En el primer caso actuaba como intermediario una sierpe emputecida llamada Stanley Ross, que como periodista de alquiler, había fundado antes el diario "El Caribe", de Ciudad Trujillo y luego "El Día", de New York, además de ser actor de primera línea y testigo clave en el secuestro y asesinato de..., desparecido de la ciudad, recuerdo bien, un 12 de marzo de 1956…"

Va directo a la dirección indicada, el apartamento 15-F del número 30 de la Quinta Avenida, al que le han ordenado "limpiar" de todo documento comprometedor, pues hace casi una semana, como le contó Stanley Ross, su inquilino ha sido engullido por la tierra, borrado del universo conocido y enviado, cogido del cogote, a que refresque su dura cabeza vasca, en las aguas del dolor y la expiación.