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La libertad de las jicoteas

Su trabajo es relativamente sencillo, aunque bastante arriesgado; del tipo de los que puedes vivir de ellos plácidamente y hasta envidiado por el resto de los mortales, pero en los que basta un soplo adverso, el tenue aleteo de la fatalidad o un descuido, para desatar la tragedia.

Este hombre que ven aquí, ceremonioso, satisfecho, encanecido, algo tenso y de gesto ruin es el encargado de tramitar, en la Junta Central de Partido Dominicano, las autorizaciones para que se puedan pronunciar enjundiosos discursos, sesudas conferencias, panegíricos interminables, ditirambos aburridos, apologías bochornosas o estridentes anatemas, casi siempre a favor del Elevado Personaje o en contra, las menos, de sus enemigos reales o supuestos.

Es quien, como se dice en la calle "corta el bacalao" y por supuesto, siempre a su favor. En el fondo, es el hombre exacto para la tarea. Ni más ni menos. Es gris, cruel con los subordinados, perruno con los jefes, ególatra y la mar de mediocre, aunque ciertas poses de sus manos, el gesto torvo del linchador cobarde y la alta estima que de sí mismo lo invade en los momentos de reposo y melancolía, lo hacen parecer a los ojos de todos como alguien realmente importante, recto, intransigente, incluso, hasta inteligente. En el fondo es y no podría ser de otra forma, un pobre diablo. Pero una nulidad pomposa, más que pagada de sí misma.

Sus orígenes son difusos. Eterno segundón en su familia, pero inclinado hacia los estudios, recordaba en algo a aquellos infanzones vascos, carentes de mayorazgo, cuyos parientes los aventaban a América a conquistar; a las sacristías y púlpitos a predicar o a la Flota Real, a marear y ser mareados. Todo con tal de evitar disputas en las sucesiones, división de los bienes o poner en peligro la casa solariega. Siempre fue y sigue siendo, como se deduce, un estorbo.

En honor a la verdad, hemos de decir que intentó ser diferente y que en cierta época estuvo a punto de lograrlo. Fue en su ya lejana juventud, cuando coqueteó con ser parte de una obra de redención animal, por supuesto que nada política, pues pasta de mártir nunca tuvo, sino desde las heladas aguas de las buenas acciones, pero de esas en las que no se sabe bien dónde empieza la bondad y sigue el cálculo. En aquellos lejanos días, sobre los que suele pensar como un desperdicio de su tiempo y su genialidad, toda su bondad se volcó hacia la recogida de perros y palomas de la calle, la construcción de casitas donde los pájaros pudiesen anidar y la excavación de una zanja, en las márgenes de una poza de agua fangosa, por donde las jicoteas pudiesen escapar del asedio de los muchachos. De más está decir que se pasó semanas alabando su buen corazón, desde el periódico mural de la escuela.

Este es, en resumen, el hombre ceñudo y regañón, que mira por sobre el hombro y con nariz elevada, cuando entra algún empleado tembloroso y con los ojos bajos, para depositar sobre su monumental escritorio, las solicitudes del día. Porque aunque parezca mentira, todas las peticiones para impartir conferencias, llegadas de todas las regiones del país, terminan sobre su mesa y son recomendadas con una marca de tinta verde o rechazadas con un manchón rojo.

Ahora mismo, para no ir más lejos, pasa la vista con desgano, pero sin dejar de mirar, por si las moscas, sobre los nombres de las conferencias y los conferencistas que se proponen. Y en lo hondo de su alma; en los meandros profundos de sus enrevesados pensamientos, no puede contener una carcajada silenciosa ante el listado: el 15 de enero, en la propia Junta, quiere disertar un decano universitario sobre "El desarrollo pecuario en la Era de Trujillo"; el 17, el Presidente del Partido en Villa Tapia pide autorización para hablar sobre "Trujillo: héroe epónimo del año 1930 y su obra floreciente de patricio esclarecido"; el 19, un tal Apolinar Sanabria solicita el visto bueno para asombrar a su auditorio con el tema "Distribución de la economía, seguridad de empleos y verdadera democracia en la Era de Trujillo" y el 21, en San Cristóbal, otro sujeto llamado Orestiano Herrero propone una charla bajo el título de "Trujillo frente a la doctrina antisocial del comunismo" .

En el fondo, este hombre que aquí ven, con aire docto de quien tiene al tiempo y al destino encerrados en su puño, no es más que un pelele cínico. No cree más que en su bienestar personal y en su conveniencia, ni siquiera en el Jefe, por lo que podría ser tildado, por supuesto, en caso de conocerse, de que se trata del más execrable hereje y el más artero traidor que pisa el sagrado suelo de la Patria Nueva. Claro, y reitero, en caso de saberse, lo cual es imposible pues nada que pueda afectarlo saldrá jamás de sus labios.

Por si acaso, estampa las marcas verdes en las conferencias que versarán sobre las vacas y la heroicidad epónima del Caudillo, mientras reserva el infamante manchón rojo para las que se proponían explayarse en la economía y el anticomunismo. Por supuesto, no porque tenga algo en contra de ellas, sino porque, en su eterna soberbia y engreimiento, le jode y mucho, que unos absolutos desconocidos quieran escalar socialmente y empezar sus carreras políticas de manera tan deleznable y segura, o sea, sin arriesgar nada.

Porque este hombre que ven aquí considera y lo cree firmemente, eso sí, que ocupar el cargo que ocupa desde hace cinco años y decidir sobre la cuota de felicidad que corresponde a los demás, en medio de la intemperie de una sociedad como la sociedad en que vive, no se logra jamás sin entregar algo a cambio. Y siendo tanto lo que puede ser entregado, ¿por qué beneficiar con el salvoconducto de su tinta verde a unos tacaños en sacrificios y oportunistas en las miras; a esos que pretenden abrirse paso en la selva con la sola melodía de sus trinos y las falsas metáforas de la adulación?

Por ejemplo, sabe de casos de otros funcionarios que han tenido que entregar sus esposas e hijas o denunciar a sus propios hijos y hermanos. Otros han actuado como perros rabiosos escribiendo dicterios por encargo contra gente inofensiva. Los hay, incluso, escritores de prestigio, historiadores esclarecidos, pensadores profundos, que han tenido que firmar y redimir de sus burradas groseras a folletos destinados a alabar o atacar, como son los casos, recuerda ahora, de "Trujillo, Libertador dominicano", "El bacilo de Marx" o "Trujillo y la revolución dominicana". ¿Puede alguien desear para sí, en caso de respetarse intelectualmente, figurar ante los dioses de la filosofía, la literatura y las ideas, el Día del Juicio Final, portando como obras distintivas aquellos bodrios? Y ya han quedado marcados para siempre, con la indeleble ceniza de su desgracia, estulticia o aprovechamiento cortesano.

Pero este hombre que ven aquí, da por terminada su dura jornada laboral, este enero de 1959 y se apresta a partir para su casa, en el auto que ha puesto a su disposición la Junta Central del Partido Dominicano. Va tranquilo, seguro y confiado. Su paso es sonoro y su saludo más que suficiente cuando se digna a contestar a quienes le desean un feliz resto del día.

No es que confraternice mucho, de hecho jamás acostumbra a hacerlo, pero hoy se siente especialmente condescendiente y magnánimo, satisfecho de sí mismo tras haberle cerrado el paso, para Mayor Gloria del Jefe, a dos incipientes trepadores. Porque uno nunca sabe de qué piedra puede salir un alacrán y mientras menos competencia surja, más segura tendrá sus digestiones y siestas interminables, arrullado por el recuerdo de las jicoteas a las que un día salvó.

Llega al parqueo y se cala sus lentes de sol, aprieta bajo el sobaco su cartera de cuero que no contiene más que "El Caribe" del día y cierto ejemplar de novela sicalíptica que le proporciona, con tapas falsas del boletín del Instituto Trujilloniano, un librero catalán de su absoluta confianza. Busca con la vista a su auto, que es de inmediato llevado ante él por Ambriorix, su eficiente chofer.

Se arrellana en el asiento trasero y se percata de que Ambriorix busca sus ojos por el retrovisor. "Don Polibio, no se olvide de su fiel chofer cuando lo asciendan -dice- Porque Usted si que está montado y como sabe, yo tengo ocho bocas que mantener, sin contar con el estorbo de mi tía renga"

Y este hombre que ven aquí, muellemente sentado en su auto con placa oficial, se deja querer. Por supuesto, está más que convencido que lo que su chofer le vaticina está escrito en el libro del Destino y que si sigue prodigando machones rojos, más cerca estará de lograrlo. Y también piensa que, llegado el momento, quizás le convenga de chofer alguien más refinado y menos pedigüeño que este Ambriorix, por eso lo tranquiliza con un "No te preocupes, hombre, que tú vas conmigo adonde yo vaya". Y ríe cruelmente, para sus adentros.

Este hombre que se aleja en su auto, tan satisfecho y seguro de sí mismo, tan orondo y pomposo, ya era para ustedes apenas un recuerdo en la estela de humo de su vehículo cuando un frenazo brutal hace que este se detenga y un confuso murmullo, que se convertirá pronto en alarido de miedo, les pone los pelos de punta.

-"¡Maldito cabrón, Ambriorix!-grita con todas las fuerzas de sus pulmones, sin reparar que los transeúntes se han detenido, helados por la sorpresa y que miran hacia él, que se agita como un cachorro enorme- ¿Cómo te callaste eso? ¿Cómo no fuiste capaz de alertarme antes, coño? ¿Es así como me demostrabas tu fidelidad? ¿Es así como querías acompañarme adonde fuese?... ¿Y qué piensas que va a pasar ahora, cuando ya lo hecho no tiene remedio? ¿Crees que alguien va a entender que yo no tenía ni puta idea de que Apolinar Sanabria y Orestiano Herrero son los pseudónimos del general Ramfis Trujillo y que lo supiste desde ayer, cuando uno de sus mensajeros, que tú conoces por ser del mismo pueblo, depositó esas solicitudes a sus nombres, aquí en la Junta? A ver, ¿qué culpa tengo yo de que quiera limpiarse ante el Jefe, intentando pasar como autor de textos laboriosos y sesudos escritos, como todos, para glorificarlo?"

Y es entonces, como pueden apreciar, que este hombre tan seguro de sí mismo se derrumba, en medio de un largo sollozo, mientras siente como un enorme manchón rojo lo cubre y se agita, lamentable y definitivo, como una monstruosa jicotea atrapada.

Porque este hombre que ven aquí considera y lo cree firmemente, eso sí, que ocupar el cargo que ocupa desde hace cinco años y decidir sobre la cuota de felicidad que corresponde a los demás, en medio de la intemperie de una sociedad como la sociedad en que vive, no se logra jamás sin entregar algo a cambio.