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La señora Mélida

Don Fe siente como si la carta que sostiene en sus manos le hubiese clavado los dientes. Se mira para calcular el daño, buscando los hilos de sangre que debían estar ahí tras la dentellada, pero no los ve, o mejor dicho, no puede verlos. Pero están y la sangre ha comenzado a gotear, invisible pero tenaz, como ocurre con las heridas muy profundas, esas que no son del cuerpo, sino del alma.

Por prurito de hombre, pocas cosas pueden serle más angustiosas a Don Fe que un delator exhibiendo, por escrito, sus llagas. Y eso es lo que ha hecho el autor de esta carta que tanto le ha dolido. O mejor dicho, la autora, porque se trata de una mujer.

Por supuesto que Don Fe no es un ángel celestial, ni un alfeñique. De serlo no habría saltado de la cárcel, donde estuvo encerrado por un año, al alto despacho ministerial que hoy ocupa, nada más y nada menos que una Secretaría de Estado, lo que le ha permitido disfrutar la colindancia con la oficina del mismísimo Presidente, que aún no es el Jefe, pero ya lo será. Se comprende fácilmente que un hombre bragado en las lides políticas, como es el caso de Don Fe, en un país donde darse a respetar requiere, a veces, repartir algunas trompadas o estar dispuesto a batirse en duelo con insolentes y desconsiderados, no es, ni puede ser, una especie de poeta romántico deshojando margaritas o dando suspiros al viento mientras tañe la lira. Pero hasta los tipos duros, curtidos, plantados y recios, suelen tener sus puntos débiles, esos que no permiten a nadie franquear, simplemente porque les causan dolor íntimo y les hacen sentir desamparados, mustios y arrugados, como gaticos con los ojos aún cerrados.

Este es el caso. Precisamente, tal predisposición explica la angustia sorda que, primero, le he ido penetrando a Don Fe hasta el tuétano y ha terminado con el corrientazo que le ha hecho sospechar que aquella carta le ha clavado en la mano los colmillos, como si fuese una sierpe. Y se reprocha, por lo bajo, tragando saliva y componiéndose, respirando hondo e irguiendo los hombros, volviendo a ser el tipo afable y familiar que es, amigo de sus amigos, pero lo suficientemente macho como para dejar seco de un tiro al tipo que le faltó delante de una mujer.

Lo que molesta a Don Fe no es su debilidad hacia la maldad flagrante, sino que ya debería estar acostumbrado a ella, porque los cuatro meses que lleva ocupando esta silla ministerial, se dice, debieron haberle curtido el alma hasta extremos que no logró la cárcel ni la observación diaria de tipos lombrosianos y brutos, hundidos en la abyección más espantosa, capaces de todas las vilezas imaginables y algunas más. Lo que le asalta ahora, tras sufrir este transitorio vahído de su integridad hermética, es la idea de que aún guarda ciertos vestigios de sentimentalismo, lo cual es una grave debilidad en esta selva y sabe de sobra que, de no corregir en breve ese defecto, sus días están contados. Por eso Don Fe necesita darse ánimo.

Echa a un lado aquella maldita carta que lo ha hecho sudar y la oculta bajo un sobado libraco de leyes. Toma otras del montón, intentando alejar de sí el texto que tanto le desagradara. Se sumerge de nuevo en su rutina y comienza a desfilar bajo sus ojos el tropel de asuntos pendientes, peticiones de favores, quejas y propuestas, muchas absolutamente descabelladas e inútiles, que son el pan de cada día de su despacho. Está consciente y hasta le agrada saber, que su deber es funcionar como un inmenso filtro humano, una muralla donde se estrellen los empalagosos, los calculadores, los charlatanes, los ambiciosos y también, por desgracia, los desamparados, los menesterosos, los desesperados que, de no ser por su celo, robarían el tiempo precioso del Presidente, que todavía no es el Jefe, pero ya lo será.

Esta carta que ahora sostiene en sus manos, por ejemplo, se la envía el sr Puesan, del departamento de cobros de "La casa de los pobres", almacén de muebles y novedades y la escribe para reclamarle el pago de una maleta entregada al sr Mañón, mayordomo de Palacio, adquirida el 5 de agosto por el Presidente saliente. La respuesta de Don Fe es tajante, y va estampada al final de la propia carta. "Este es un asunto personal del sr Licenciado Rafael Estrella Ureña, a quien debe dirigirse..." Nada mal, para ir calentando el brazo, piensa mientras lo escribe.

Esta otra le satisface menos y sin saber por qué, lo remite de nuevo a la carta sepultada bajo el libro. Es de Juan Pepino Encarnación, un viejo conocido, que tras murmurar contra el personal puesto a su mando en el puesto concedido, al que tacha de "poco entusiasta y sin beneplácito marcado hacia la nueva situación", se extravía en comentarios políticos, sin hilación alguna y, bordeando la maledicencia, concluye pidiendo le autoricen a portar un revólver y ofreciendo "...tenerlo al corriente de todo cuanto sea necesario o conveniente para el Gobierno". Escogiendo las palabras con la punta de los dedos, Don Fe respira aliviado cuando lo despide con un seco "Gracias por sus valiosas noticias. Las atenderé debidamente" Y nada más.

La tercera carta, por suerte, le alegra un poco la vida y le quita el sabor amargo de las otras. Se la envía ese buen tipo que es Curro Talante. Ríe, por lo bajo, al leer sus ocurrencias y la manera desenfadada y cómica en que pide ayuda, como todos, tras el paso del Horroroso Huracán. "A mí no solamente me tocó el ciclón -afirma- También me agarró otro, pues he tenido que acoger en mi casa y a mi cargo a nueve personas de la Compañía que traje de Cuba y, como buenos cómicos, ninguno tenía dinero; gracias que haciendo postales me he podido defender para poder comer todos. Yo le suplico, encarecidamente -concluía- que de la cuentita que tengo pendiente para cobrar, haga todo lo posible para mandarme algo". Don Fe se alegra de saber por esta carta, que los alegres mulatos del Trío Matamoro, con los que disfrutó bailando sones en las noches de la ciudad que pronto sería anegada y desgarrada por la furia de los vientos, habían librado con bien, bajo el ala maternal de Curro Talante. "No hay, por ahora, dinero... Ya se verá" -responde de puño y letra y cierra la puerta de un solo golpe, como debe ser, ante las narices del simpático remitente.

Sin darse cuenta y a pesar de haberse ocupado con el resto de la correspondencia, Don Fe sabe que ha estado mirando de reojo el filo de la carta manuscrita que ha tratado de olvidar y que, desafiante, sobresale por debajo del libraco. Lo ve danzar ante su cara; lo ve crecer y llegar al techo, donde el calor hace refugiar a las moscas. Sabe de sobra que aquellas dos hojas de papel, con caligrafía impecable y casta redacción, donde se le trata de "Vos", lo están retando, a ver -se dice- qué tan hombre soy... Y es cuando aparta de un manotazo el libro y coge a la carta por los cuernos...

"Me dirijo a Usted -lee- desde Conuco, a ver si teniendo en cuenta mis servicios prestados y mi reconocida fidelidad me recomiende ante el sr Presidente (que aún no es el Jefe, pero ya lo será, piensa aquí Don Fe) a mi hermano Chichí, para comisario de Villa Tenares; a mis hijos Bienvenido y Gloria, como Conserje de Sanidad de Duarte y profesora de La Jaquita o Los Pomos... Solicito el puesto de La Jaquita por ser la profesora actual esposa de un contrario en ideas políticas... Tenga la bondad de recomendar ante el Honorable Presidente al sr Fulgencio Navarro, de Salcedo, un celoso defensor del Gobierno... Sería mi mejor deseo -concluye la remitente- intercambiar impresiones con ustedes para mantener el ánimo de estas regiones, siempre al día y bien dispuestas, pues aunque estos laboriosos y sencillos moradores no son políticos, les agrada que el Superior Gobierno sepa que ellos son sus simpatizantes y defensores..."

Otra vez Don Fe sintió en su mano la mordida. Otra vez se miró buscando la sangre. Otra vez la angustia y el dolor en el pecho... Una mujer llamada Mélida, era la remitente de aquella carta y lo peor, pensó para sí, es que otras similares comenzaban a llegar, como pirañas atraídas por la sangre de un novillo.

Duro trabajo el suyo.

Con un suspiro de alivio pudo poner aquella carta en el montón, pensando que le ayudaría a reprimir su rabia una respuesta tipo "...sin dudas, sra, usted es acreedora de todo lo que pide y más, pero las circunstancias por las que atraviesa el país no permiten...". Más calmado, se sumergió en otras misivas, donde le anunciaban, por ejemplo, el envío de una caja con tortugas "...para que las comas y te acuerdes de tus amigos" o la de un agrimensor muy activo, que proponía un plan de reubicación de familias campesinas pobres "...para sacarlas de la capital..."

Dos horas después, Don Fe dio por terminada la jornada del día. Había oscurecido y no se había percatado. Tomó en sus manos la pila de cartas leídas y una de ellas se deslizó hasta el suelo. La recogió con gesto de fastidio y al mirarla de soslayo, se enfrentó de nuevo a la bella letra de la sra Mélida.

"Identificados como estamos, con las ideas del Presidente -leyó, no recordando haber notado antes ese fragmento- veríamos con agrado que el país entero formara un partido único, pues tengo a bien manifestarle que todo cuanto he hecho, no es a título de uno u otro partido, sino a título de trujillista, no abrigando ninguna ambición personal..."

Entonces, en la soledad de su enorme despacho ministerial, tan diferente a la celda de la Fortaleza donde había purgado por un año la sangre derramada por su virilidad, Don Fe se sintió desfallecer y se sentó en el suelo, como un enorme pez boqueando fuera del agua. Había comprendido algo terrible y grave: aquella carta diabólica, suma de todas las maldades, se escribía sola, hasta el infinito, agregando nuevas ideas terribles, nuevas propuestas criminales en una especie de guión demoníaco que, y era lo más sobrecogedor, sería puntualmente puesto en escena por el Presidente, que si bien no era aún el Jefe, ya lo sería.

Solo tenía que cumplir, paso a paso, los designios de la sra Mélida...

Había comprendido algo terrible y grave: aquella carta diabólica, suma de todas las maldades, se escribía sola, hasta el infinito, agregando nuevas ideas terribles, nuevas propuestas criminales en una especie de guión demoníaco que, y era lo más sobrecogedor, sería puntualmente puesto en escena por el Presidente, que si bien no era aún el Jefe, ya lo sería.