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De la espera y la paciencia

Exactamente tres horas, veinticuatro minutos y ocho segundos antes de caer preso, el sr Beltrán, novio de Caruquita, había pasado a visitar a su amigo Alquimista de Peña, quien lo recibió, como era de esperar, con el rictus amargo de los pobres de solemnidad y las palabras contagiosas de los enfermos.

Por supuesto que no era una visita agradable, sino más bien una misión. El sr Beltrán sabía de sobra que en la casa de su amigo no lo esperaría ni una taza de café, ni un platico de coco rallado con queso, ni siquiera un vaso de agua fresca. Alquimista de Peña era realmente pobre, intensa e irremediablemente pobre, de los pobres que se caen a pedazos de tanta pobreza y que no necesitan alardear de saber, con lujo de detalles, el día preciso en que amanecerán atragantados de pobreza y con los ojos póstumamente desorbitados por el repudiable espectáculo de un mundo mal repartido e indiferente al dolor ajeno.

Tres horas, quince minutos y cinco segundos antes de que cuatro rasos del Segundo Regimiento de Santiago, lo zarandeasen en plena calle y le diesen los primeros bofetones y culatazos del rosario interminable que lo acompañaría, en lo adelante, el sr Beltrán, quien realmente estaba muy enamorado de la bella Caruquita, escuchaba el agrio listado de desventuras de su amigo de la infancia, a quien jamás hubiese imaginado tan carcomido y entrampado por la vida, tan cargado de hijos feos y contrahechos, tan casado con una mujer peleona y vulgar y él mismo, tan carente de espíritu para luchar y vencer, más bien de antemano vencido por avatares terribles, de cuya sucesión podría pensarse que era lo más parecido posible al cumplimiento de una devastadora maldición.

El sr Beltrán, ejemplo vivo de los impulsos inescrutables que adornan a los bienaventurados y nobles de espíritu, se había trazado la meta de llegar al tálamo nupcial, acompañado, por supuesto de su Caruquita, solo después de haber llevado consuelo cristiano a los más necesitados de su barrio. Y eso venía haciendo desde hacía varios meses, con un denuedo digno de un peregrino a los Santos Lugares, no de ahora, sino de cuando el trayecto se sabía infectado de sarracenos hostiles. Sabía que, después de contraer matrimonio con la mujer que idolatraba, se sentiría tan recompensado por Dios y tan bendecido con goces terrenales y divinos, que solo el saberse cumplidor de un deber y benefactor de los demás le ahorraría la vergüenza de ser obscenamente feliz entre infelices.

Porque en eso pensaba el sr Beltrán, exactamente tres horas antes de ser emboscado por los cuatro rasos de su desgracia, no más doblar una esquina: en lo terrible que debía ser para un hombre, aún achicado y estrujado de alma, como era su amigo Alquimista de Peña, el haber tenido que escribir a cierto prohombre de la capital, en este mes de julio de 1931, las palabras que le leyó y que, de manera optimista, podrían traducirse como un parpadeo de esperanza en el corazón de un ser enconadamente pesimista y evidentemente derrotado:

"La escasez de recursos me tiene sin indumentaria, a tal extremo, que no he podido presentármele al presidente Trujillo, a quien deseo conocer personalmente: dicho escuetamente, no tengo ropa con que ir a saludarlo… Espero de su probada benevolencia, me envíe con qué comprar una cacona o flux, que yo sabré recompensárselo, con largueza"

Era evidente y así iba pensando el sr Beltrán, de vuelta a la calle, que con estas últimas palabras, su casi extinto amigo probaba aún poseer destellos de aquella juguetona disposición de ánimo que tanto lo había atraído en la escuela, al conocerlo.

Dos horas, cuarenta minutos y veinte segundos antes de su apresamiento y de la primera azotaina que sufriría, el sr Beltrán, siempre cabal y caballeroso, hizo acto de presencia en la casa, si es que se podía llamarse así aquel tugurio, donde milagrosamente sobrevivía, con sus siete hijos, la sra Críspula Doliente, viuda de Rodríguez. Para continuar su obra de caridad cristiana, le entregó una bolsita de papel con unos víveres esmirriados, hojas de lechuga, pimientos, ajos y eso sí, una rolliza cebolla, todo lo que debió ser puesto a buen recaudo, porque la famélica prole amenazó con devorarla, cruda y sin pelar.

Los ayes de dolor de doña Críspula Doliente, viuda de Rodríguez, que cortaban, de tanto en tanto, el relato de sus infortunios interminables, hubiesen bastado para quebrar el ánimo de cualquier mortal que no fuese el sr Beltrán, fortalecido y blindado por el recuerdo del aroma que brotaba de las trenzas de Caruquita. Con mansa reciedumbre y estoica resignación, escuchó el texto de dos cartas enviadas, curiosamente al mismo prohombre de la capital, al que se había dirigido su amigo.

La primera, daba cuenta de la situación, harto desesperada, de aquella familia, que debía seis meses al dueño de la casa, si es que a eso donde vegetaban se le podía suponer un dueño y mucho menos, que este recibiese un pago por concepto de alquiler. Como no se disponía de sábanas, los niños dormían desarropados. Como no tenían ropas ni zapatos, tampoco iban a la escuela. Como eran más pobres que las ratas, nadie los visitaba; nadie los socorría y nadie los consolaba.

La segunda carta le fue leída, entre sollozos, dos horas, veinte minutos y diez segundos antes del momento en que, entre empellones y culatazos, el sr Beltrán supo que se esfumaba su boda con Caruquita y que no podría ser obscenamente feliz, como anhelaba. El texto era el siguiente:

"¡Por Dios, augusto prohombre; esto es el colmo! Hace unos días le escribí una carta, dándole a conocer mi situación económica, que es pésima y me quedé esperanzada con que usted me enviase siquiera un peso… Yo estoy pasando las mil vicisitudes con mi familia, sin un hermano, sin un padre que me diga "aquí tienes un centavo". Salgo a buscar trabajo y no lo encuentro en ninguna parte… Socórrame, que Usted puede. Mándeme algo, por mis hijos, por los suyos, por su madre, que hacer bien no se pierde. Hoy mismo póngalo en el correo, para yo recibirlo mañana."

Al abandonar aquel recinto del dolor y volver a la calle, el sr Beltrán, por alguna extraña premonición, miró su reloj de bolsillo, aunque sin tener conciencia, por supuesto, de que dos horas después de aquel momento fugaz, se precipitaría sobre su vida, hasta entonces apacible y sosegada, la más cruel de las desgracias: la que siempre acompaña al abuso y la injusticia.

Por entre desperdicios e inmundicias inenarrables, atravesó el sr Beltrán un dédalo de callejuelas umbrías y mohosas Solo los efluvios de su amor, que sorbía del aire, lo protegían de las vaharadas ardientes que lanzaba, en ondas, la miseria. Se dirigió a la casa de un derelicto humano, casi irreconocible, que fue, en su tiempo de bonanza, alguien llamado don Luis Knife. Derribado por una oscura afición al juego, los gallos y los tragos, ese hombre que lo recibía sin camisa, luciendo cada uno de los huesos que la naturaleza le dio, lo había perdido todo, menos, como pronto supo el sr Beltrán, una caligrafía primorosa, digna de un escribano real. Por supuesto que allí, rodeado de gatos estragados por el ayuno y de perros sarnosos, supo el sr Beltrán que también lo que quedaba de don Luis Knife había escrito una carta de náufrago al prohombre tan cercano del Jefe y que este era su texto:

"Entre los cargos a los que aspiro, para aliviar mi situación, están el de Inspector de Sanidad o Rentas Internas; el de Oficial Civil; el de Guarda-almacén o Inspector de Correos y Teléfonos… Y hasta serviría para Teniente de la Policía, si fuese necesario"

Una hora, veinte minutos y veinte segundos antes de perder su libertad y serle cercenado su destino, el sr Beltrán volvía de vuelta a su casa, cargando el fardo asfixiante del dolor ajeno, pero aún henchido de ganas de hacer el bien. Deambuló un rato por aquel cinturón de pobreza que carcomía a la ciudad, como una llaga impúdica y perversa, recibiendo saludos de las sombras que lo habitaban y perdiendo, sin querer la noción del tiempo. Fue entonces, a la hora cero, el minuto cero y el segundo cero marcados por un hado inhumano, que sobre él, casi llegando a su destino, se abalanzaron las cuatro furias que lo esperaban…

Once horas, once minutos y once segundos después, mientras yacía en un calabozo, casi irreconocible, el sr Beltrán comenzó a delirar, perder la memoria y el sentido de la realidad, empezando a olvidar, y para siempre, a su amada Caruquita, a la que jamás llevaría al altar. Nunca supo, ni nadie le dijo, que un tal teniente Macaví, del Segundo Regimiento, en ese preciso instante, escribía una carta al prohombre de la capital, con tan bella caligrafía que podría competir con la de quien fue don Luis Knife, al que, por supuesto, no conocía:

"Por aquí las cosas se están poniendo más suave que la seda-decía, coronando el renglón con vocales perfectas- Ya nadie se atreve a hablar mal del Gobierno, pues sabe que la consecuencia de eso serían cuatro o cinco días de cárcel. De Usted tampoco se atreve nadie a hablar, solo el tal Beltrán, el novio de Caruquita, al que estuvimos acechando y desde ayer quedará guardado ocho o diez días, a ver si cierra la boca"

Mientras el sr Beltrán avanzaba por el laberinto de su perdición, sin regreso posible, veinticuatro horas, cuarenta y ocho minutos y dos segundos después de haber entrado en prisión, el prohombre de la capital no podía reprimir una sonrisita de orgullo al leer la carta del teniente Macaví, al que complacería con su solicitud de traslado a Santiago, de su hermano, también militar y la propuesta para un ascenso.

Agobiado por las constantes solicitudes de ayuda, empleos y dinero que recibía de todo el país, con toda la energía de un hombre injustamente agraviado, el prohombre respondió a una de ellas, de su puño y letra:

…"Hay que tener un poco de paciencia y saber esperar"

Luego volvió a las cartas amables, sus preferidas, donde se le comunicaban, por ejemplo, el regalo de tres gallos de peleas, entre ellos un pinto colorado y un girito y un joyero famoso le hacía saber que ya estaban listos los relojes, leontinas, alfileres de corbata y yugos para las camisas, que le encargase hacía unos días.

El prohombre de la capital, tan cercano al Jefe, volvió a su abnegada labor por la felicidad de los ciudadanos de la República , no sin antes poner de cabeza un antiguo reloj de arena que adornaba la parte derecha de su escritorio.

El conteo regresivo comenzaba de nuevo.

"La escasez de recursos me tiene sin indumentaria, a tal extremo, que no he podido presentármele al presidente Trujillo, a quien deseo conocer.