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Jeta de cuero

Cuando lo parió, sin más ruido que los pujos y el zumbar de las moscas, le pareció bonito, incluso, de talla y peso superior del que tuvo al nacer el resto de la prole famélica que se apretujaba a su alrededor para presenciar un espectáculo misterioso y sangriento que su madre les regalaba, puntualmente, cada nueve meses.

“–Mira tú–musitó uno de los mayores–si casi parece blanco”

Pero no era por las leyes de la herencia, sino por las de la anemia que, desde el primer día, devoraría al chiquillo, como mismo ocurría con sus hermanos.

Ella no era propensa a mostrar afecto. Uno no puede dar lo que antes no ha recibido. ¿Y qué afecto podría haber recibido, y de quién, una campesina analfabeta, muerta de hambre y fea? Porque para no tener, ella se pintaba sola, y se consolaba pensando que la habían traído al mundo para dar testimonio de cómo sufren y padecen los marcados por un hado fatal; los mismos que serían recompensados maravillosamente, tras la muerte. Y a eso se redujo su vida, desde que tuvo uso de razón: a anhelar morir para resucitar rica, respetada, querida y bella, empezando así la verdadera existencia y dejando atrás este maldito ensayo fallido.

Nació en Los Botados, muy cerca de la frontera con Haití, no sabía qué día ni qué año, porque sus padres eran demasiado pobres y tenían demasiados hijos como para importarles esas minucias. Desde que tenía memoria, y casi desde que aprendió a caminar, la tarea asignada en aquel clan del hambre había sido la de acarrear agua para la casa, doblada bajo el peso de dos cubos de metal, el único lujo y orgullo de la casa, sostenidos por una palo curvo que acomodaba entre los huesos punzantes de los hombros y la espalda. A veces le daba por pensar, caminando bajo el sol de sentencia del mediodía, por aquel trecho pedregoso y empinado que separaba el río de la casa, que al llegar su madre le acariciaría el rostro y le secaría el sudor, le curaría las llagas de los pies costrosos, o le tendría de premio una galleta para mojar en el café endulzado con miel. Aquello la animaba y le permitía soportar el dolor de la espalda enclenque, dando reciedumbre a los bracitos. Pero cuando entraba, lo que la recibía era una furia desgreñada y sin dientes, como mismo lucía ella ahora, que con unos bejucos atados, sin razón alguna y sin mediar palabras, le azotaba todo el cuerpo llamándola burra y malparida.

Su padre había sido un oscuro raso de la guardia, cuyo único momento de gloria consistió en unas palmaditas de reconocimiento que les diese un capitán yanqui, en tiempos de la ocupación, el día aciago en que depositó ante él el cuerpo de un gavillero al que había sorprendido, y matado de un solo balazo, por intentar llevarse un mulo. Hombre callado, casi mudo, consideraba a la guardia su verdadera familia, y a su servicio se había entregado, dejando en el abandono más espantoso a su mujer y sus catorce hijos cuando la tuberculosis lo derribó, en pleno servicio, arrebatándole el fusil de las manos febriles.

Con el tiempo llegó a pensar que su padre, quizás, no había sido un mal hombre, solo un pobre diablo desmoralizado por una miseria cruda de la que, bien sabía, jamás se libraría. Por eso, cuando estaba en la casa, si es que a aquella cueva llena de humo donde creció se le podía llamar así, bebía clerén de contrabando y terminaba azotando, con su cinturón de campaña, a la retahíla de hijos mugrientos y casi desnudos, para terminar dando bofetadas y pescozones a su madre, “por puta”, gritaba, hasta hacerla sangrar, en medio del inocultable júbilo de los muchachos. Así fue su infancia y juventud, según recordaba, sin otro aliciente que recibir un túnico gris, hecho de tela grosera, una vez al año, para Navidad.

Su madre lavaba la ropa de los guardias. Por eso y por su carácter le decían “La Sargenta”. Era alta, contrahecha y fea. Nunca se lavaba y masticaba tabaco, regando de escupitajos negruzcos el piso de tierra. Para verla sonreir, fugazmente, había que esperar que alguno de los compañeros de su padre llegase con el bulto de ropa para lavar y ambos se perdiesen entre los matojos. En esos días, por experiencia, los azotaba menos y casi sin convicción. Por el lavado ganaba un peso al mes; por lo otro, en una buena quincena, podía llegar a dos. Murió de tétanos, tras darse un machetazo en un pie, mientras cortaba un palo para el fogón. Nadie le echó de menos.

Sus hermanos fueron muriendo, uno tras otro, a causa de los parásitos; carbonizados por los rayos; ahogados en el río; al caer de las matas de mango que crecían, sin dueño, a la vera del camino; embestidos por los toros rabiosos de los vecinos; mordidos por perros y ratas; desnucados, o simplemente, de hambre. Al final solo quedaron tres, uno tullido como un Lázaro, otra ciega de cataratas y ella, la más fuerte de todos, contradictoriamente, la que siempre había anhelado morir y reencarnar.

Cuando se vio sola en medio de la casucha que se le caía encima, y por cuyas vigas veía deslizarse a alacranes y ratones, en medio de un silencio asfixiante y el mosquero de siempre, se dijo que tenía que buscar un hombre para que la acompañara y fuese el sostén de aquel naufragio.

Pero no tenía nada que pudiese atraer a los hombres, salvo la juventud. No era zalamera, no sabía nada de seducción y sus manos y espaldas eran fibrosas, a fuerza de acarrear cubos de agua. Tenía la nariz ñata, el pelo de estropajo, la piel reseca, los ojos saltones, y la faltaban algunos dientes. Y aún así, logró enganchar a varios, de los cuales el más haragán de todos, el más manisuelto y abusador, el que menos la estimaba y que más se burlaba de su fealdad, fue el que se quedó. Y con ese pendejo, al que odiaba en silencio, para no provocar más palizas de lo habitual, tuvo ocho hijos feos y deformes, de cabezas embutidas en el torso, casi sin pescuezos, como era el padre, el último de los cuales era el que le había parecido bonito, al nacer.

El calvario de su vida se endulzó un poco con aquel chiquillo. No porque tuviese menos mala suerte, ni recibiese menos ofensas, burlas y patadas de su marido, sino porque le parecía mentira que aquel que crecería como un soberbio muchachón, de perfil tan fino y buena estampa, hubiese salido de su vientre. Y como era de esperar, harto de la miseria que por aquellos contornos no tenía fin, pronto se fue hacia la ciudad, a probar suerte, o pasar menos hambre.

Tras la partida, ella se fue encorvando hasta parecer el remedo de su mala madre. A veces, al verse reflejada en el río, se llevaba instintivamente las manos a la cabeza para protegerse de los azotes y bejucazos que esperaba de aquel adefesio que la observaba entre las ondas y las piedras. Pero era ella misma. Se lamentaba entonces de no haber sido más cariñosa con ese hijo que le faltaba y al que quería más que a todos, sin haberlo sabido hasta su ausencia. Y poco a poco llegó a entender que ese cosquilleo que sentía en las tripas cuando pensaba en él, era señal de que, por primera vez en su puñetera vida, sentía algo por alguien. Y eso le daba fuerzas para esperarlo.

Una tarde vio venir por el camino roñoso al alcalde pedáneo y a un raso de la guardia y comprendió, de golpe, que algo le había pasado a su muchacho. Se restregó las manos llenas de tizne en el túnico, intentó alisarse el pelo y los esperó de pie ante la covacha, como se deben esperar los golpes de la vida.

No estaba muerto; no se lo habían matado en la lejana ciudad donde se concentraba toda la gente mala y viciosa del mundo, según sabía. Pero si estaba mal herido y preso, por algo que le dijeron y no entendió bien, porque ella nada sabía de esas palabras que le repitieron y que sonaban, más o menos, como “conspiración contra el Jefe”. Venían a buscarla, para embarcarla hacia la ciudad, donde “el Benefactor”, así lo llamaron, tendría la magnanimidad de indultar a varios presos y entregarlos, públicamente, a sus padres.

Lo que sucedió después, recordaría luego, había sido fugaz y brumoso. De ello solo retuvo retazos. Se veía con un túnico nuevo y zapatos en los pies deformes, montada en una guagua con el raso al lado, encargado de conducirla. El olor desconocido de la gasolina le revolvió las tripas, tanto como la velocidad del vehículo. Recordaba, pasando en tropel, carros, postes telefónicos, anuncios y carteles que no podía leer, gente fina y bien vestida, perros gordos, árboles podados, bombillos y sirenas de ambulancias. Y luego los destellos de los flashes de los fotógrafos y ella de pie, junto a otras madres y padres temblorosos que iban recibiendo los despojos de sus hijos que, por esta vez, serían perdonados.

Lo que si recordaría siempre, en el corto tiempo de vida que le quedaba por vivir, fue la sensación de que se habían equivocado de hijo al entregarle aquello que le entregaban: un monstruo deformado por los golpes, tuerto, repelado y con la mandíbula mal soldada, con la piel oscurecida y recubierta por la callosidad de los frecuentemente azotados. Y aquel ser deforme, de una fealdad insoportable, decían que era su hijo y delante de ella se paraba aquel señor brillantemente vestido, cubierto de condecoraciones y entorchados, de rostro blanquísimo y oliendo como debe oler Dios, para decirle:

–“Madre, aquí se lo entrego. Cuídelo mejor”

Ya se iba, con su fantasma a rastras y una amargura sin fin, cuando uno de los guardias se despidió de su hijo, burlonamente, llamándolo “jeta de cuero”...

Pensó en su padre, el guardia; en su madre, lavandera; en su marido abusador, cuando alguien le enseñó la foto del periódico donde, desgreñada y desdentada, abrazaba, con gesto perruno al Jefe, que tan bien olía, agradeciéndole la vida de su muchacho.

Lo que sí recordaría siempre, en el corto tiempo de vida que le quedaba por vivir, fue la sensación de que se habían equivocado de hijo al entregarle aquello que le entregaban: un monstruo deformado por los golpes, tuerto, repelado y con la mandíbula mal soldada, con la piel oscurecida y recubierta por la callosidad de los frecuentemente azotados.