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Extrañas cartas de amor

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Extrañas cartas de amor

El rústico letrero clavado en una palma a orillas del mar dice así “Esta mesa y este banco son privados, favor de no sentarse”.

Cada vez que camino por la playa me llama la atención. La propiedad es bien singular, una mesita de madera y su banco, más simples no pueden ser. Una que otra vez he visto a su dueño sentado en el lugar, un anciano de bigote y pelo blanco enmarañado, europeo seguramente, que escribe y alguna que otra vez mira al horizonte buscando inspiración.

Hoy ando buscando caracoles para Catalina, y coincido en el momento en que el anciano escritor llega a su mesita a escribir. Dos hombres le acompañan, llevan una bandeja con un termo, una taza, un jarro de agua, papeles, quizás algún bocadillo, no logro adivinar.

Como estoy entretenido a cierta distancia me llama la atención el ritual del momento. El anciano se sienta, organiza sus cosas y, sin mucho preámbulo, comienza su rutina de escribir. Un perro negro realengo a sus pies. Antes siempre lo veía solo, esta vez uno de sus ayudantes se refugia debajo de una palmera muy cerca de mí. Me sonríe en ademán de saludo, contesto igual.

Hace un sol radiante que quema, el mar esplendoroso.

–Lindo día, ¿verdad? –intento entablar una conversación con el supuesto cuidador.

Me mira y asiente.

–¿Vienen muy a menudo? Vengo de vez en cuando y siempre me he fijado en la mesita y el letrero, extraño lugar para escribir, ¿el señor es escritor? –le bombardeo corridas todas las preguntas.

–El viejo tiene sus costumbres –me contesta y continúa–, lo traigo aquí tres veces a la semana si hace buen tiempo, ya lleva muchos años viviendo aquí, en la playa, y todo el mundo lo quiere.

–¿Y sobre qué escribe?

–Bueno, esa es una larga historia, él le escribe a su esposa, siempre a su esposa.

–¿A su esposa? ¿Y dónde vive su esposa?

–Murió hace como diez años.

El hombre me mira para ver mi reacción y se ríe mientras me dice:

–De loco no tiene nada, él tiene sus razones y lo respetamos.

–No entiendo –le digo.

–Le escribe para mantenerla viva y le cuenta todo lo que quiere, hay días que recuerda los mejores momentos que vivieron juntos, otros lo que sucede en su cotidianidad, en fin, detalles y tonterías.

–¿Y dónde envía esas cartas?

–Al mar –me responde tranquilamente.

El asombro no desaparece de mi rostro.

–Cuando termina una de sus cartas, la quema, y luego viene conmigo y tira las cenizas al mar. Al principio nadie lo entendía, pero con el tiempo admiramos su manera de querer y de hacerla presente, parece que fue el gran amor de su vida.

Volteo la cara y lo miro. Escribe lentamente, como pensando cada palabra, cada recuerdo, de vez en cuando suspira, se toca la frente, mira al infinito y sus ojos azules aún conservan el brillo de ese amor que mantiene vivo, esboza una sonrisa y mueve los labios como si conversara con alguien, no estoy seguro, quizás ha sido el viento, pero escuché que alguien muy quedamente le susurraba un te quiero...

Ilustración: Ramón L. Sandoval