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Leer es más importante que escribir

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Leer es más importante que escribir

Poder compartir este espacio con Freddy Ginebra, mi padre dominicano, es una verdadera fortuna. Pero la obligación de tener decir algo los sábados que él hace silencio, ha acabado convirtiéndose en una angustiosa responsabilidad

Hace unos días una señora me abordó en cuanto pagaba en el supermercado. “¿Tú eres el que escribe cuando Freddy no puede?”, me preguntó inquisitiva. “¿Cómo lo supo?”, fue lo único que se me ocurrió decirle. “Adió, porque leí su nombre en la tarjeta de crédito”, su tono parecía reclamarme que no la subestimara.

“A mi nieta le gustan sus cosas, pero a mí no –soltó sin reparos–. Es que no pareces ser un hombre tan feliz como Freddy”. “Doña, en el planeta Tierra no existe un hombre más feliz que Freddy” –su crisis de honestidad me obligó a ser también lo más honesto posible.

Sonrió y, con una de las expresiones más amables que he visto en mi vida, me puso la mano en el hombro, como si tratara de consolarme. “Ay, ombe, eso es así”. Se tomó un tiempo para inspeccionar las cosas que llevaba en el carrito. Cuando llegó a las dos botellas de Brugal Extra Viejo levantó la vista: “Ya veo que tiene los mismos gustos que Freddy”.

“Es mi padre –fue lo único que se me ocurrió responderle–, trato de imitarlo en todo... aun cuanto sepa que nunca llegaré a ser tan feliz como él”. Olvidé mencionar a su esposo, quien permaneció en silencio junto a nosotros. De vez en cuando, solo de vez en cuando, me ofrecía un gesto compasivo.

“Dígame una cosa –por fin se decidió a intervenir–, a mi nieta también le gusta escribir. ¿Qué consejo usted le daría?”. “El mismo que le daría Freddy –llegados a este punto, primero me cuidé de quedar bien con su esposa–, que lea”.

“¿Cómo así?”, preguntó ella. “Ya nos tenemos que ir”, dijo el esposo empujando su carrito. “No, no, no, espérame, quiero que primero me responda eso”, insistió ella. “Leer es más importante que escribir –le respondí a él, pero ella me tocó en el hombro para reclamar mi atención–. Yo podría dejar de escribir ahora mismo, pero sería incapaz de dejar de leer”.

Entonces caí en cuenta de que en los dos últimos meses apenas había escrito. Cuando traté de encontrar las razones, se lo achaqué al calor del verano, a la mudanza de El Bohío y a los inconvenientes con la compañía de comunicaciones, que aún no ha sido capaz de trasladarnos el Internet.

Pero al final me di cuenta que la verdadera razón es que en las últimas semanas tampoco he tenido tiempo para leer. No sé escribir sin leer. Para poder decir algo, primero tengo que fijarme en las palabras de los otros. Este fin de semana reorganizaré los libreros.

Estoy seguro de que ese será un trabajo muy productivo, porque me recompensará con un nuevo plan de lectura. Solo entonces podré ponerle fin a mi sequía interna, que en estos momentos es tan aguda como la que sufre el territorio nacional.

Para que la señora dejara de mirarme con cara de desconfianza, le cité a al escritor que más he leído en mi vida. “Una vez a William Faulkner le advirtió a sus alumnos que es necesario que todos escribieran. ‘Pero es imprescindible que sean grandes lectores –les dijo–. Nada sustituye lo que nos da la lectura’”.

El esposo la tomó del brazo y la invitó amablemente a despedirse. Una vez más me ofreció un gesto compasivo. “Puede que tú y el tal Faulkner tengan razón, pero la felicidad es aún más importante que la lectura, así que imite a su padre también en eso y no se angustie tanto en sus escritos”, soltó mientras se alejaba.

No tuve tiempo de responderle, así que lo hago ahora: Pocas cosas me hacen más feliz que un buen libro. No les pregunté sus nombres, pero ellos saben. Desde aquí les doy las gracias por salvarme de la angustia de este sábado, solo de este.