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Un autor italiano escribió en una ocasión que la corrupción era una enfermedad silenciosa. Los que la practican o la pagan no quieren que se sepa lo que hacen, esconden las evidencias y promueven su aceptación como algo normal. Cuantificar sus costos directos, medidos por los pagos realizados en dinero, propiedades y otras compensaciones, es muy difícil, pero más difícil aún es calcular el monto de las actividades económicas que dejan de llevarse a cabo como resultado de ella.

Según Transparencia Internacional, la corrupción es el principal adversario de la economía de Ucrania, país que califica como el más corrupto de Europa. Igual como ha ocurrido aquí durante décadas, la corrupción forma allá parte del engranaje socioeconómico, siendo ya aceptada como preferible para evitar males peores.

Algunos la explican como un medio de promover la movilidad social, dicen que agiliza estructuras administrativas anquilosadas, y añaden que sólo es un reflejo de la corrupción que prevalece en el sector privado.

Tan firmemente se inserta la corrupción en la cultura que deja de estar entre las preocupaciones más apremiantes de la población.

En Ucrania, las protestas callejeras que hicieron huir al presidente fueron motivadas por su rechazo a los vínculos propuestos por la Unión Europea, a cuyos países muchos ucranianos aspiran emigrar, y no por los robos perpetrados por él, su familia y sus allegados.

Sólo después de la huida pudieron tener acceso a su opulenta residencia, su colección de automóviles y sus lazos con una red de compañías a las que favorecía con contratos.

De hecho, la figura más conocida de la oposición, hoy candidata de nuevo a la presidencia, fue sacada por el gobierno interino de la prisión en la que estaba confinada por causa de su alegada corrupción en el manejo de contratos de compra de petróleo y gas, nada menos que a los mismos rusos a los que ahora dice oponerse.