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Librería Nacional de Franklin Franco

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Librería Nacional de Franklin Franco
Tres leyendas de colores. Pedro Mir.

La Librería Nacional, sita en la Arzobispo Nouel esquina Espaillat, fue una de las más actualizadas en ciencias sociales, con énfasis en sociología, economía e historia, así como en literatura de orientación marxista. Propiedad del sociólogo e historiador Franklin J. Franco, su apertura se efectuó a finales de 1965, ya instalado Héctor García Godoy como presidente provisional. Con el olor a pólvora de la revolución de abril todavía fresco en el corazón de la zona constitucionalista, cantón de las fuerzas civiles y militares comandadas por el coronel Caamaño durante el conflicto bélico que provocó el segundo desembarco de los marines en el siglo pasado. De esos primeros días conservo una vaga imagen, ya que a finales de febrero del 66 salí del país con destino a Santiago de Chile, donde permanecería por cinco años. Sin embargo, pronto me llegarían las noticias de la importancia que adquiría esta librería y de la labor editorial emprendida por su dinámico propietario, un frecuente colaborador de la revista ¡Ahora! a la cual me hallaba suscrito, cuyos artículos y polémicas sobre temas históricos disfruté desde el mirador santiaguino. Una estancia en Chile de mi querido "tío" Tulito Arvelo -conspirador antitrujillista junto a mi padre y tíos, sancarleño del Callejón Imbert- así me lo había confirmado.

Gracias al interés de mi hermana Flérida por mantenerme al tanto de lo que aquí se publicaba, recibí en el Cono Sur los primeros títulos de Editora Nacional, así como las ediciones príncipe de la Universidad Católica Madre y Maestra de Santiago (del fraterno Frank Moya Pons, La Española en el siglo XVI 1493-1520, del entrañable sociólogo holandés Harry Hoetink, El Pueblo dominicano: 1850-1900, apuntes para su sociología histórica y de Héctor Incháustegui Cabral, De Literatura Dominicana Siglo XX). Los títulos de Editora Nacional se orientaron a satisfacer lo que Jimenes Grullón llamaría la nueva historiografía. Figuraba entre los autores Emilio Cordero Michel -quien devendría en los 70 un apreciado colega en las faenas universitarias y contertulio en las peñas de la Heladería Capri, La Cafetera, Los Imperiales y el Bar América- con su seminal La revolución haitiana y Santo Domingo. De nuestro Pedro Mir, su hermoso texto Tres leyendas de colores y el estimulante ensayo El Gran Incendio: Los Balbuceos Americanos del Capitalismo Mundial. De Antonio de la Rosa -seudónimo del juez y publicista haitiano Alexandre Poujol-, Las finanzas de Santo Domingo y el control americano.

Del propio Franklin J. Franco, Los negros, los mulatos y la nación dominicana. Del historiador cubano José Luciano Franco, la colección incluyó su fundamental Historia de la revolución de Haití. En 1966 Franco había ganado el prestigioso premio de ensayo de Casa de las Américas de Cuba por su obra República Dominicana: Clases, crisis y comandos, acerca de la revolución de abril, reimpresa localmente. Editora Nacional publicaría otros trabajos suyos, como Vida, pasión y muerte del PCD, El aporte de los negros e Historia de las ideas políticas en la Republica Dominicana, parte de una amplia y valiosa bibliografía sobre tópicos históricos, sociológicos y políticos, entre los que destacan el régimen de Trujillo, las relaciones domínico-haitianas, las finanzas públicas, el prejuicio racial. Obras de texto como Historia del Pueblo Dominicano y su más reciente Historia de la UASD y los Estudios Superiores. Quizá el proyecto más ambicioso emprendido por Franco fue la Enciclopedia Dominicana que congregó contribuciones de destacados investigadores bajo su dirección, editada en ocho volúmenes y ahora disponible en versión digitalizada.

Nos conocimos en 1964 en la vieja Escuela de Sociología de la UASD, donde ambos estudiábamos. Compartimos así las lecciones impartidas por mi primo hermano Luis Rafael del Castillo Morales, director fundador de la Escuela, Andresito Avelino, Hugo Tolentino Dipp, Jimenes Grullón, Chito Henríquez, Bolívar Batista del Villar, Rafael González Tirado, Miguel Mendoza Rijo, Almanzor González Canahuate, Alberto Noboa, Rafael Deláncer, Frank Marino Hernández. Por los influyentes esposos belgas André y Andrea Corten, y otro inquieto belga, el pequeño provocador Jacques Silberberg, a quien encontré luego en Chile como profesor en la Universidad de Concepción, cuna del MIR. La antropóloga norteamericana June Rosenberg, quien se aplatanaría definitivamente en el país, donde descansan sus huesos, rodeada de cariño y gratitud de dominicanos y haitianos, como un ángel makandaliano que nos cayera desde la respetable Columbia Universty.

Un elenco formidable de maestros que completaban otros sociólogos. El argentino Carlos Di Núbila, quien se radicaría en Puerto Rico para beneficio de la academia y las artes de esa isla, el uruguayo Gerónimo de Sierra, actualmente reconocido especialista en procesos políticos. Y un tímido joven alemán de paso efímero por la Escuela, Wolf Grabendorff, hoy uno de los latinoamericanistas más reputado en el campo de las relaciones internacionales, vinculado a The Johns Hopkins University y su Escuela de Altos Estudios Internacionales y al Institut des Hautes Études de l'Amérique latine, de la Université Paris III-Sorbonne. Reforzada esta labor por la serie de folletos mimeografiados "Materiales para el estudio de la República Dominicana en la segunda mitad del siglo XIX", de la autoría del caribeñista holandés Harry Hoetink, que vieron la estampa en Caribbean Studies de la U. de Puerto Rico. Para una Escuela que contó con el auspicio inicial de la OEA, era un oasis innovador en la vetusta Universidad de Santo Domingo.

Allí, en el modesto recinto con anexo de aulas de asbesto cemento que compartía espacio con el Instituto Sismológico, socialicé con Magda Acosta, Carlos Dore, Orlando Martínez, Naya y Chello Despradel, Osvaldo Domínguez, Dorín Cabrera, Irma Nicasio, Magaly Caram, Isis Duarte, Sonia Besonias, Rafael Villalba, Rafael de la Rosa, Leovigildo Báez, Eulalia Flores, Ana Teresa Olivier, Miguel Cocco, Rafael "Picho" Alcántara, Carlitos Pimentel, Rubén Silié, Miriam Díaz Santana, Walker, Adalberto Gutiérrez, Modesto Reynoso, Melvin Mañón, entre otros amigos, algunos ya fallecidos. Unos bancos de granito como los que se instalaron en los parques en reemplazo a los de hierro y la famosa mata de mango adjunta al local de la Escuela, servían de espacio acogedor a las animadas tertulias y debates de unos jóvenes que todavía "tenían el mundo por delante".

En la década del 70, Franklin y yo volveríamos a reencontrarnos como docentes e investigadores en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la UASD, cuando nos tocaría encabezar sucesivamente la Dirección de Investigaciones Científicas de la institución, cuyo director fundador fuera el doctor Guarocuya Batista del Villar, uno de los talentos mejor dotados del país. En la dirección de la DIC, le correspondió a Franco organizar uno de los seminarios de mayor impacto de la época sobre la presencia africana en América, con la asistencia de connotados especialistas internacionales. Fue en esos años en que me hice habitué de su Librería Nacional, que mantenía un amplio surtido de obras de ciencias sociales de las editoriales Siglo XXI -con autores de moda como Poulantzas, Althusser, Lacan, González Casanova, Faletto, Cardoso, Sunkel-, Era, con la trilogía biográfica sobre Trotsky de Isaac Deutscher, Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz.

Identificado como hombre de izquierda, compromisario con las causas progresistas de la época, su local era punto de visita de universitarios, intelectuales y dirigentes de izquierda que querían mantenerse al corriente de las publicaciones más recientes. Revistas procedentes de la Isla Fascinante, como Cuba Internacional, Bohemia, Tricontinental, Casa de las Américas, Pensamiento Crítico, y el diario Granma. La mexicana Siempre -con una pléyade de colaboradores que incluía a Carlos Fuentes, Lombardo Toledano, Silva Herzog, Renato Leduc, Monteforte Toledo, Fernando Benítez- dirigida por José Pagés Llergo. La excelente revista Historia y Sociedad editada en México por Enrique Semo, Héctor Aguilar y Enrique Florescano. La colección del republicano español Juan Grijalbo -quien trabaría amistad con Franco-, con sus pequeños manuales en impresiones bien cuidadas que contenían a los principales pensadores de las ciencias sociales.

Las ediciones en lenguas extranjeras de Moscú y Pekin de los clásicos del marxismo, en especial el famosísimo librito rojo de Mao Tse Tung, que los "guardias rojos" universitarios blandían como munición revolucionaria en los "foros de Yenán" que escenificaban en la UASD, al igual que en China, al calor de la revolución cultural. Un fuerte en el inventario de La Nacional serían los libros de historia dominicana, con la presencia de las colecciones dirigidas por don Emilio Rodríguez Demorizi desde la Academia que presidía, reforzados por la labor editorial de Franco en este campo. Como me confesara este colega y amigo en conversación reciente, la librería respondía a un interés personal de formar una gran biblioteca especializada. Como de hecho lo lograra, hoy donada generosamente con un stock de casi veinte mil volúmenes al Museo de la Resistencia.

Franklin amplió sus horizontes al ocupar la primera planta del edificio Franco, en la Correa y Cidrón, donde funcionó Econolibros, especializada en textos universitarios. En 1982 decidió cerrar sus operaciones como librero, transfiriendo a Miguel Cocco este último local. Recuerdo con gratitud las amables atenciones de doña Ana Antonia Pichardo -su madre, quien siempre me decía que Franklin y yo teníamos que ser parientes-, de un joven diligente Daniel Liberato, persistente con su Librería La Filantrópica, de una joven estudiante de sociología apellidada Jacobo que presentó tesis sobre la Iglesia en Santo Domingo. Y a Pedro Mir, Tulito Arvelo, José Espaillat, Feliservio y Juan Ducoudray, Chito y Dato, habitué de esas librerías.